Gregory Claeys - Historia del pensamiento político del siglo XIX

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En esta obra de referencia fundamental hallará el lector un análisis exhaustivo del pensamiento político fraguado en Europa, América y Asia a lo largo del siglo que arranca con la Revolución francesa.Elaborado por un brillante equipo de prestigiosos académicos, este extenso volumen aborda, en toda su complejidad, las principales facetas y aristas del pensamiento alumbrado durante el siglo XIX, desde la economía política y el liberalismo a la religión, del radicalismo democrático al nacionalismo, pasando por el socialismo y el feminismo. Incluye asimismo estudios concretos de las figuras más eminentes del periodo –tales como Hegel, J. S. Mill, Bentham o Marx– y escuetas entradas biográficas del resto de pensadores relevantes.Lectura indispensable para estudiantes y profesores, esta magna obra explora las transformaciones sísmicas que –de la mano de las revoluciones políticas, la industrialización y la expansión imperial– experimentó el lenguaje y la imaginación política, sin descuidar por ello otras continuidades menos conocidas del pensamiento político y social.Nómina de autores: Bee Wilson, John Morrow, John Breuilly, Frederick C. Beiser, Donald R. Kelley, Cheryl B. Welch, Gregory Claeys, Christine Lattek, Frederick Rosen, Ross Harrison, Lucy Delap, Jeremy Jennings, James P. Young, Wolfgang J. Mommsen, K. Steven Vincent, Douglas Moggach, Gareth Stedman Jones, John E. Toews, Daniel Pick, Lawrence Goldman, James Thompson, Emma Rothschild, Vernon L. Lidtke, Andrzej Walicki, Christopher Bayly, Duncan Bell y Jose Harris.

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Hubo una trama en la posguerra que aunó milenarismo y política radical. Fue obra del movimiento de reforma agraria asociado a Thomas Spence (Chase, 1988; McCalman, 1988; Poole, 2000), y también estuvo implicada una facción de la London Corresponding Society dirigida por Thomas Evans y asociada a los United Englishmen y a los United Britons, que exigía la nacionalización de la tierra y la administración de la agricultura por los municipios. La facción se acabó convirtiendo en la Society of Spencean Philantropists. Sus miembros urdieron la denominada «Conspiración de Cato Street» (1820) liderada por Arthur Thistle­wood, que pensaba provocar un levantamiento general en Londres asesinando al gabinete ministerial al completo durante una cena (D. Johnson, 1974). El excéntrico John Nichols Tom, alias Conde Moses , alias Sir William Courtenay, protagonizó un levantamiento spenciano menos conocido. En 1838, Tom proclamó al modo profético que descendía del cielo y prometió «acabar para siempre con la capitación, los impuestos con los que se gravaba a los comerciantes, las clases productivas y el conocimiento», así como con la primogenitura, las prebendas y la esclavitud (A Canterbury Tale, 1888, p. 3). Condujo al desastre a un pequeño grupo, blandiendo estacas en las que habían clavado una rebanada de pan y procurando repartir comida, y tierras en un futuro, entre los pobres (Courtney, 1834; Rogers 1962). La campaña de destrozo de máquinas llevada a cabo por los denominados luditas carecía, en general, de organización, fue local y de naturaleza económica. Los luditas estuvieron muy activos entre 1811 y 1816 y también crearon organizaciones secretas en las que se juramentaban (cfr. Thomis, 1972). En 1820 hubo un breve levantamiento en Escocia a causa de la pobreza, en el que se invocaron una tradición republicana escocesa que hundía sus raíces en 1792, o incluso antes, y los sucesos recién acaecidos en España (Ellis y A’Ghob­hainn, 1970). Las rebeliones campesinas eran bastante comunes y los insurgentes solían exigir una bajada del precio del pan (Peacock, 1965). El movimiento asociado al «Capitán Swing», que en 1830 se dedicó a la destrucción de equipo agrícola y a exigir el mantenimiento de los salarios en el campo, tampoco fue de naturaleza política o revolucionaria, aunque se decía que había republicanos entre sus filas y la Revolución francesa de ese año le dio un claro impulso (Hobsbawm y Rudé, 1973).

Tras la década de 1830, el movimiento sindical desarrolló estrategias mucho más militantes en forma de propuestas de huelga general, formuladas por primera vez por William Benbow (Prothero, 1974). Los aspectos más revolucionarios del agrarismo spenceano fueron retomados por algunos cartistas, sobre todo por George Julian Harney. Los cartistas también diseñaron algunos planes para insurrecciones violentas, entre ellos el de quemar Newcastle (Devyr, 1882, pp. 184-211), una trama para apoderarse de Dumbarton Castle, y su levantamiento más famoso, el de 1839, cuando se reunieron miles de cartistas en la pequeña ciudad galesa de Newport para intentar sacar de la cárcel a Henry Vincent; fueron derrotados rápidamente (The Chartist Riots at Newport, 1889; Jones, 1985). En 1848, el cartismo se volvió marcadamente internacionalista, con la fundación a mediados de la década de 1840 de los Demócratas Fraternos y de los Amigos Democráticos de Todas la Naciones, organizaciones que ligaban a los cartistas con diversos radicales europeos (Lattek, 1988, pp. 259-282). A finales de este periodo surgió asimismo el movimiento marxista revolucionario (Kendall, 1969, pp. 3-83).

DEL TIRANICIDIO AL TERRORISMO

El asesinato político y la violencia individual

Los historiadores no consiguen dar una definición consensuada de «terrorismo». Con la palabra «terrorista» se suele aludir a alguien que pelea por las libertades de los demás, recurriendo al uso (y a la amenaza) de la violencia sistemática, al margen de guerras declaradas, para lograr sus metas revolucionarias [6]. Pero, en general, se tiende a pensar que el terrorismo del siglo XX es de un tipo muy diferente al de los siglos anteriores en términos de métodos y de objetivos (algunas descripciones generales en Ford, 1985; Hyams, 1974; Parry, 1976; Paul, 1951 y Wilkinson, 1974). La mayoría de los movimientos del siglo XIX que promovían actos de violencia individual eran parte de movimientos revolucionarios o insurrecciones más amplias, que querían destronar a déspotas como el zar ruso o a usurpadores como Luis Napoleón. Su carácter antiimperialista –esencial en el siglo XX– no cobró excesiva importancia hasta finales del periodo con las notables excepciones de Irlanda y de la India (los movimientos revolucionarios de América Latina rara vez recurrieron a este tipo de táctica). No podemos entrar a considerar aquí el asesinato de adversarios políticos sancionado por el Estado, tan común como la tortura, que también cabe considerar «terrorismo». Tampoco analizaremos el terrorismo de Estado, a veces denominado «terrorismo policial» o «represivo», que constituye la otra cara del terrorismo «de agitación» o «revolucionario». El mejor ejemplo es el del Comité de Salud Pública de Robespierre en los años del «reinado del Terror» (1793-1794), en los que miles de personas (de 17.000 a 40.000) fueron ejecutadas, entre otros 1.158 nobles, aunque miles más murieron por enfermedad y abandono. Esta situación introdujo el vocablo «terrorismo» en el lenguaje político (primero lo usaron los jacobinos con connotaciones positivas y luego como término peyorativo, en torno a 1795) y se extendió luego su aplicación a otros regímenes, como el del dictador Francia en Paraguay (Robertson y Robertson, 1839). No tenemos espacio para hablar del funcionamiento «normal» de las autocracias, en las que miles perdían sus vidas a causa de la represión política (en la Rusia zarista, se podía azotar a las mujeres hasta la muerte con un látigo por «sedición»), ni del maltrato «normal» que se dispensaba a las poblaciones nativas. No podemos abordar aquí la idea de que el gobierno imperial era protototalitario porque institucionalizaba la brutalidad a escala masiva, mantenía aterrorizadas a poblaciones enteras –lo que evitaba tener que enviar tropas para controlarlas– e imponía penas draconianas a quien pronunciara críticas menores, pero «sediciosas», contra el gobierno. (Dicho lo cual, el «Código Negro» de la Francia de finales del siglo XVII, que aprobaba palizas, mutilaciones y torturas infligidas a prácticamente toda la población sometida, y las políticas belgas, increíblemente crueles, impuestas en el Estado esclavista del Congo por el rey Leopoldo a finales del siglo XIX [cfr. Morel, 1906], encarnan indudablemente el «terrorismo» y deben ocupar su lugar en todo relato sobre la prehistoria del totalitarismo del siglo XX.) Debemos distinguir además entre el asesinato político para forzar un cambio de régimen, algo bastante común a lo largo de la historia (de Cómodo a Constantino el Grande, veintisiete de treinta y seis emperadores romanos murieron asesinados), y la justificación del derrocamiento de tiranos en nombre del bien común, o tiranicidio.

Los terroristas decimonónicos solían recurrir a la historia para justificar el asesinato de tiranos por parte de individuos aislados en nombre del bien común. Esta doctrina tiene un rancio pedigrí que se remonta al mundo antiguo (Laqueur, 1979, pp. 10-46). En la Grecia clásica, Jenofonte compuso un diálogo sobre la tiranía en el que honraba al asesino de déspotas. En Roma, Cicerón y Séneca alabaron el asesinato de los usurpadores. Un movimiento profundamente contrario a los romanos, el de los Zelotas, se dedicaba al asesinato y la destrucción para ejercer la resistencia judía. César fue en la Antigüedad una de las víctimas más famosas de un tiranicidio justificable, y Enrique IV, asesinado por Ravaillac en 1610, la baja más destacada en época moderna. En la Edad Media se sostuvo la teoría de que se podía asesinar a los tiranos que carecieran de título legítimo, aunque los gobernantes legítimos que se volvían déspotas constituían un caso mucho más complicado (Jaszi y Le­wis, 1957). Durante el Renacimiento y el Barroco, este tipo doctrinas se consignaron en obras como De Iure Regni apud Scotos (ca. 1568-1569) de George Buchanan, en el Vindiciae contra Tyrannos (ca. 1574-1576) y en De Rege et Regis Institutione (1599) de Juan de Mariana. En todas ellas se insiste en que, de violarse el contrato establecido entre el rey y el pueblo del que depende el gobierno legítimo, se podía destronar al rey. Las obras británicas de este tipo más famosas del siglo XVII son El título de reyes y magistrados (escrita en 1649) y Killing No Murder (1657) de John Milton. Durante la Revolución francesa se asistió al asesinato de Jean-Paul Marat por parte de Charlotte Corday, probablemente el primer ejemplo moderno del uso del «terrorismo» individual como reacción frente al terrorismo de Estado. Los partidarios de Babeuf insistían en que «quienes usurpan la soberanía deben ser ejecutados por los hombres libres […] el pueblo no descansará hasta haber acabado con el gobierno tiránico» (Jaszi y Lewis, 1957, p. 128). Este fue el momento en el que teorías del regicidio más antiguas dejaron paso a ideales más modernos del terror individual, aunque seguiría habiendo muchos atentados contra soberanos europeos (por ejemplo, el del corso Fieschi contra Luis Felipe en 1835) hasta las revoluciones de 1848.

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