1 ...6 7 8 10 11 12 ...29 Su respuesta me dejó pasmado por la extraordinaria sensatez que es tan ajena a los políticos.
―¿Está loco iñor? Ojalá don Pino se quede pa’ largo. Aquí trabajo en restauraciones y gano una porrada de plata. Tengo casa gratis, un Mercedes Benz y estoy casando a mis hijas con alemanes. ¿Iré a querer volver de carpintero a Chile?
Los jenízaros de Estambul
En 1993 una mujer fue nombrada ministra de Finanzas en Turquía, quien, contrario a la tradición musulmana, tenía un doctorado en economía en la Universidad de Yale y estaba empeñada en la modernización económica del país. Pidió apoyo al Banco Mundial y tuve la suerte de integrar uno de los grupos de trabajo junto a varios expertos, entre los que había un Sij hindú, dos americanos, un italiano, un ucraniano y un colombiano.
Nuestra misión se inició en Ankara, pero debí trasladarme por un tiempo a Estambul, coincidiendo con un concierto de Madonna que copó los hoteles de la ciudad, y no hubo más opción que reservar en el único disponible pues sus piezas costaban más de setecientos dólares por noche. Era el mismísimo palacio Ciragan de los últimos sultanes, que la cadena Kempinski tenía concesionado.
Mi pieza daba al Bósforo cerca del puente que une Europa y Asia, bajo el cual pasaban los inmensos buques que iban y venían del mar negro, así como miles de botes y ferris que la gente usaba para movilizarse por Estambul. El palacio tenía un atrio monumental, un gran frontis barroco hecho de mármol de una cuadra de largo y unos jardines maravillosos que daban al mar. El servicio hotelero era digno de califas y monarcas. No pude aprovechar las happy hours, pues los huéspedes llegaban de esmoquin acompañados de sus mujeres en traje de noche.
Mi oficina en Estambul daba sobre el Gran Bazar de Suleiman mirando hacia la Mezquita Azul y Santa Sofía. Al lado se podía observar parte de los jardines de Topkapi, el antiguo palacio del harén.
Nuestra misión abarcaba muchos tópicos, uno de los cuales era revisar el funcionamiento de las aduanas. Lo primero que nos llamó la atención fue que los funcionarios eran más rubios que el resto de la población, y sus procedimientos evidentemente redundantes. Revisaban varias veces cada papel, sin agregar mayor valor, y decidimos hacer un exhaustivo análisis de sus procedimientos para comparar sus eficiencias con mejores estándares internacionales.
Demás está decir que no me bastaba con vivir en el palacio del harén del Sultán, sino que me largaba a recorrer apenas había un momento libre y me las ingenié para conocer lugares que los turistas ni sospechaban. Los mercados de noche eran un verdadero espectáculo de colores, olores y formas.
Una de nuestras tantas conclusiones y sugerencias al viceministro de finanzas fue reducir cuarenta mil empleados y sistematizar la institución. Él comenzó a leer en silencio nuestro aide memoir, y lo rechazó a poco de empezarlo. Nos dijo que era imposible hacer lo sugerido pues las aduanas pertenecían a los jenízaros, la feroz guardia personal que tenía el sultán y que se nutrió por siglos de niños eslavos secuestrados desde las naciones ocupadas. Eran tan poderosos que ni el propio ejército otomano los podría haber reducido a la fuerza. Tras la derrota de Turquía en la primera guerra mundial, Atatürk creó la república y no le quedó otra que cederles las aduanas para conseguir su lealtad al nuevo gobierno.
―Si insisten en sugerir reducir el personal de aduanas, los Jenízaros se encolerizarán y todo este proyecto estará en riesgo. Debieran leer nuestra historia.
El general Atatürk no quiso tener una quinta columna enquistada en su reciente ejército republicano y prefirió olvidar la reorganización de las aduanas incorporando en ellas a varios regimientos de jenízaros.
Debimos enmendar nuestra sugerencia con tal de evitarnos despertar la legendaria furia de los antiguos jenízaros, y abocarnos a estudiar otros flancos de la administración fiscal. Sin embargo, el desencanto pasó muy pronto al olvido, pero nunca la experiencia de haber trabajado en aquellos exóticos lugares con las más impresionantes vistas de Estambul.
Club militar de Islamabad
Pakistán es un país en permanente guerra con la India a causa de Cachemira, cuyo rajá musulmán fue coimeado para unirse a la mayoría hindú en 1948. El proceso de desintegración del virreinato británico fue sanguinario pues los musulmanes del Punjab, que vivían en Delhi, se intercambiaron a sangre y fuego con los hindúes que vivían en Lahore y Karachi. Cachemira quedó en medio de la batahola con una población devota del Islam, pero bajo férula hindú, generando una cruenta guerra civil hasta que Naciones Unidas tomó el control con observadores militares de varios países, entre los que estaba Chile.
Desde entonces, algunos coroneles de nuestro ejército y Fuerza Aérea son escogidos para la misión de contener a dos potencias militares que se odian. Las familias de estos oficiales viven en Islamabad y cuando son relevadas, se transfieren los arriendos de sus casas y los empleados domésticos, que ya hablan en chileno, cocinan cazuelas y hacen estupendas empanadas “caldúas”.
Mi destinación a Pakistán tuvo la grata sorpresa de encontrar adonde parecía imposible, estas dos familias chilenas y la consulesa de Chile en Islamabad, bióloga chilena casada con un agrónomo de ese país. No existe ni un chileno más entre los más de doscientos millones de pakistaníes, por lo que fue muy simpático poder compartir con ellos, en especial para los 18 de septiembre, cuando convidaban a sus compañeros a unas bien regadas ramadas.
Las misiones militares asistían a un club de campo del ejército, donde no regían las rígidas normas islámicas respecto a la prohibición de beber alcohol y comer carne de cerdo. Además, tenían una piscina donde compartían hombres y mujeres, algo absolutamente vedado por el Corán. Allí descansaban y compartían los cascos azules de Chile, Croacia, Suecia, Corea del sur, Nigeria, Honduras y Canadá, quienes se rotaban el mando de los patrullajes que duraban varias semanas en las altas montañas cachemiras.
Fui invitado un día por mis amigos a departir una tarde de piscina. Bajo el toldo de cada mesa había más vino y cerveza que en todo Pakistán. Pedimos chuletas de chancho, naturalmente imposibles de conseguir en los mercados, y cuando esperábamos nuestro pedido, vimos cómo el mozo que nos atendía abría literalmente la boca mirando hipnotizado la piscina que estaba a nuestras espaldas, tastabillaba y ruidosamente caía a la larga con todas las bandejas que se desparramaron por el suelo. Se levantó avergonzado y empezó a recoger la comida esparcida sin despegar sus desorbitados ojos de lo que sucedía atrás nuestro.
Obviamente seguimos su mirada para caer en cuenta de que la razón de su encantamiento eran las mujeres de los observadores suecos, que despreocupadamente tomaban el sol en topless, tal como lo hacían en Europa. Mientras sin el menor recato charlaban alegres, el mozo trataba infructuosamente de recoger las cosas a tientas, pues le era imposible apartar la vista del inusitado espectáculo que se abría ante sus ojos. Llegaron a ayudarlo otros meseros que se iban paralizando boquiabiertos a medida que descubrían los desnudos cuerpos femeninos. Solo una orden marcial los sacó del embobamiento y rogó a las mujeres que se cubrieran algo para que los comensales pudiesen ser nuevamente atendidos.
Los garzones se dieron un gustito que era absolutamente imposible de conseguir en un país donde la mitad de las mujeres usaban burkas, y la otra vestía recatados kamises y chales de seda que apenas dejaban ver los tobillos. Imagino que nadie intentó reprenderlos…
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