Margaret Atwood
El cuento de la criada
Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros de baloncesto todavía existían, pero las redes habían desaparecido. La sala estaba rodeada por una galería destinada al público; y tuve la impresión de que podía percibir, como en un vago espejismo, el olor acre del sudor mezclado con ese toque dulce de la goma de mascar y del perfume de las chicas que se encontraban entre el público, vestidas con faldas de fieltro – así las había visto yo en las fotos -, más tarde con minifaldas, luego con pantalones, finalmente con un solo pendiente y peinadas con crestas de rayas verdes. Aquí se habían celebrado bailes; persistía la música, un palimpsesto de sonidos que nadie escuchaba, un estilo tras otro, un fondo de batería, un gemido melancólico, guirnaldas de flores hechas con papel de seda, demonios de cartón, una bola giratoria de espejos que salpicaba a los bailarines con copos de luz.
En la sala había reminiscencias de sexo y soledad y expectativa, la expectativa de algo sin forma ni nombre. Recuerdo aquella sensación, el anhelo de algo que siempre estaba a punto de ocurrir y que nunca era lo mismo, como no eran las mismas las manos que sin perder el tiempo nos acariciaban la región lumbar, o se escurrían entre nuestras ropas cuando nos agazapábamos en el aparcamiento o en la sala de la televisión con el aparato enmudecido y las imágenes parpadeando sobre nuestra carne exaltada.
Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad? Flotaba en el aire; y aún se respiraba, como una idea tardía, cuando intentábamos dormir en los catres del ejército dispuestos en fila y separados entre sí para que no pudiéramos hablar. Teníamos sábanas de franela de algodón, como las que usan los niños, y mantas del ejército, tan viejas que aún llevaban las iniciales U.S. Doblábamos nuestra ropa con mucha prolijidad y la dejábamos sobre el taburete, a los pies de la cama. Enseguida bajaban las luces pero nunca las apagaban. Tía Sara y Tía Elizabeth hacían la ronda; en sus cinturones de cuero llevaban colgando aguijones eléctricos como los que usaban para el ganado.
Sin embargo, no llevaban armas; ni siquiera a ellas se las habrían confiado. Su uso estaba reservado a los Guardianes, que eran especialmente escogidos entre los Ángeles. No se permitía la presencia de Guardianes dentro del edificio, excepto cuando se los llamaba; y a nosotras no nos dejaban salir, salvo para dar nuestros paseos, dos veces al día y de dos en dos, alrededor del campo de fútbol que ahora estaba cercado con una valla de cadenas, rematada con alambre de púas. Los Ángeles permanecían fuera, dándonos la espalda. Para nosotras eran motivo de temor, y también de algo más. Si al menos nos miraran, si pudiéramos hablarles… Creíamos que así podríamos intercambiar algo, hacer algún trato, llegar a un acuerdo, aún nos quedaban nuestros cuerpos… Esta era nuestra fantasía.
Aprendimos a susurrar casi sin hacer ruido. En la semipenumbra, cuando las Tías no miraban, estirábamos los brazos y nos tocábamos las manos mutuamente. Aprendimos a leer el movimiento de los labios: con la cabeza pegada a la cama, tendidas de costado, nos observábamos mutuamente la boca. Así, de una cama a otra, nos comunicábamos los nombres: Alma, Janine, Dolores, Moira, June.
Una silla, una mesa, una lampara. Arriba, en el cielo raso blanco, un adorno en relieve en forma de guirnalda, y en el centro de esta un espacio en blanco tapado con yeso, como un rostro al que le han arrancado los ojos. Alguna vez allí debió haber una araña. Pero han quitado todos los objetos a los que pueda atarse una cuerda.
Una ventana, dos cortinas blancas. Bajo la ventana, un asiento con un cojín pequeño. Cuando la ventana se abre parcialmente -solo se abre parcialmente- entra el aire y mueve las cortinas. Me puedo sentar en la silla, o en el asiento de la ventana, con las manos cruzadas, y dedicarme a contemplar. La luz del sol también entra por la ventana y se proyecta sobre el suelo de listones de madera estrechos, muy encerados. Puedo oler la cera. En el suelo hay una alfombra ovalada, hecha con trapos viejos trenzados. Este es el tipo de detalles que les gusta: arte popular, arcaico, hecho por las mujeres en su tiempo libre con cosas que ya no sirven. Un retorno a los valores tradicionales. No consumir, no desear. Si no consumo, ¿por qué sí deseo?
En la pared, por encima de la silla, un cuadro con marco pero sin cristal: es una acuarela de flores, de lirios azules. Las flores aún están permitidas. Me pregunto si las demás también tendrán un cuadro, una silla, unas cortinas blancas. ¿Serán artículos repartidos por el gobierno?
«Haz como si estuvieras en el ejército», decía Tía Lydia.
Una cama. Individual, de colchón semiduro cubierto con una colcha blanca rellena de borra. En la cama no se hace nada más que dormir… o no dormir. Intento no pensar demasiado. Como el resto de las cosas, el pensamiento tiene que estar racionado. Hay muchos que no soportan pensar. Pensar puede perjudicar tus posibilidades, y yo tengo la intención de resistir. Sé por qué el cuadro de los lirios azules no tiene cristal, y por qué la ventana sólo se abre parcialmente, y por qué el cristal de la ventana es inastillable. Lo que temen no es que nos escapemos -al fin y al cabo no llegaríamos muy lejos- sino esas otras salidas, las que puedes abrir en tu interior si tienes una mente aguda.
Así que, aparte de estos detalles, ésta podría ser la habitación de los invitados de un colegio, pero la habitación de los visitantes menos distinguidos; o una habitación de una casa de huéspedes como las de antes, adecuada para damas de escasa posibilidades. Así estamos ahora. Las posibilidades han quedado reducidas… para aquellos que aún tenemos posibilidades.
Pero la silla, la luz del sol, las flores… no deben despreciarse. Estoy viva, vivo, respiro, saco la mano abierta a la luz del sol. El lugar en que me encuentro no es una prisión sino un privilegio, como decía Tía Lydia, a quien le encantaban los extremos.
Está sonando la campana que marca el tiempo. Aquí el tiempo se marca con campanas, como ocurría antes en los conventos de monjas. Y, también como en un convento, hay pocos espejos.
Me levanto de la silla, doy un paso hacia la luz del sol con los zapatos rojos de tacón bajo, pensados para proteger la columna vertebral pero no para bailar. Los guantes rojos están sobre la cama. Los cojo y me los pongo, dedo por dedo. Salvo la toca que rodea mi cara, todo es rojo, del color de la sangre, que es lo que nos define. La falda es larga hasta los tobillos y amplia, recogida en un canesú liso que cubre el pecho, y las mangas son anchas. La toca blanca es de uso obligado; su misión es impedir que veamos, y también que nos vean. El rojo nunca me sentó bien, no es mi color. Cojo la cesta de la compra y me la cuelgo del brazo.
La puerta de la habitación – no mi habitación, me niego a reconocerla como mía- no está cerrada con llave. De hecho, ni siquiera se puede ajustar. Salgo al pasillo, encerado y cubierto con una alfombra central de color rosa ceniciento. Como un sendero en el bosque, como una alfombra para la realeza, me indica el camino.
La alfombra traza una curva y baja por la escalera; yo la sigo, apoyando una mano en la barandilla que alguna vez fue árbol, fabricada en otro siglo, lustrada hasta hacerla resplandecer. La casa es de estilo victoriano tardío y fue construida para una familia rica y numerosa. En el pasillo hay un reloj de péndulo que marca el tiempo lánguidamente y luego una puerta que da a la sala de estar materna, poblada de sombras. Una sala en la que nunca me siento, sólo me quedo de pie o me arrodillo. Al final del pasillo, encima de la puerta frontal, hay un montante de abanico de vidrios de colores que forman flores rojas y azules.
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