Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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Margaret Atwood El Año del Diluvio Para Graeme y Jess El Jardín Quién - фото 1

Margaret Atwood

El Año del Diluvio

Para Graeme y Jess

El Jardín

¿ Quién cuida hoy el Jard í n,
oh, ese Jard í n tan verde?

Fue anta ñ o el m á s hermoso
de cuantos se hayan visto.

Las criaturas nadaban,
volaban y jugaban.

Mas llegaron malvados
y a todas ellas mataron.

Los á rboles florec í an
y nos daban frutos sanos.

Cubiertos est á n de arena
hojas, ramas y ra í ces.

Y toda el agua luciente
es ahora cieno y lodo.

Y los luminosos p á jaros
ya no cantan jubilosos.

Oh, Jard í n, oh, mi Jard í n,
por siempre te llorar é .

Hasta que los Jardineros
a la vida te devuelvan.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

El Año del Diluvio

1

Toby

A ñ o 25, el A ñ o del Diluvio

Al alba, Toby sube al tejado para contemplar el amanecer. Usa un palo de fregona para equilibrarse: hace tiempo que el ascensor dejó de funcionar y las escaleras de atrás están resbaladizas por la humedad, así que si patina y se cae no habrá nadie para levantarla.

Con el primer impacto del calor, la bruma se eleva desde la franja de árboles que se extiende entre su posición y la ciudad en ruinas. El aire huele un poco a quemado, a caramelo y alquitrán, arrastra un tufo rancio de barbacoa y el olor a ceniza pero graso de una hoguera de contenedor después de la lluvia. Las torres abandonadas en la distancia son como el coral de un antiguo arrecife: exangües, descoloridas, desprovistas de vida.

Sin embargo, aún queda vida. Los pájaros pían; serán gorriones. Sus trinos suenan nítidos y agudos, como uñas arañando el cristal: ya no existe sonido de tráfico que los sofoque. ¿Se dan cuenta del silencio, de la ausencia de motores? Y en ese caso, ¿son más felices? Toby no tiene ni idea. A diferencia de otros Jardineros -los de mirada enloquecida o tal vez los más narcotizados- nunca ha abrigado la ilusión de que puede conversar con los pájaros.

El sol brilla en el este, tiñendo de rojo la bruma azul grisáceo que señala el distante océano. Los buitres, posados en postes eléctricos, despliegan las alas para secárselas, abriéndose como paraguas negros. Primero uno y luego otro más emprenden el vuelo y ascienden en las corrientes térmicas. Si descienden en picado significa que han localizado carroña.

«Los buitres son nuestros amigos -enseñaban los Jardineros-. Purifican la tierra. Son los necesarios ángeles siniestros de Dios que se encargan de la descomposición corporal. ¡Imaginad qué terrible sería que no hubiera muerte!» ¿Aún lo creo?, se pregunta Toby.

Todo es diferente al verlo de cerca.

El tejado tiene algunas macetas con plantas ornamentales que han retornado al estado silvestre; hay varios bancos de imitación madera. Antes estaba el toldo para la hora del cóctel, pero se voló. Toby se sienta en uno de los bancos para examinar el terreno. Levanta los prismáticos y explora de izquierda a derecha. El sendero de entrada, con los arriates de lumirrosas ahora descuidadas. Parecen cepillos raídos; su brillo morado va apagándose bajo una luz cada vez más intensa. La entrada occidental, con un techo de panel solar de color rosa imitación adobe, el amasijo de coches al otro lado de la verja.

Los lechos de flores, invadidos de lechuga de las liebres y bardana, con enormes polillas de kudzu revoloteando por encima de ellas. Las fuentes, con las pilas en forma de vieira rebosantes de agua de lluvia estancada. El aparcamiento, con un cochecito de golf rosa y dos monovolúmenes también rosas del balneario AnooYoo, cada uno con el logo del ojo guiñado. Queda un cuarto monovolumen en el camino, empotrado en un árbol: colgaba un brazo por la ventanilla, pero ya no está.

El césped ha crecido, la hierba está alta. Se aprecian pequeños montículos irregulares bajo la hierba carnicera, las asclepias y la acedera, y algún que otro trozo de tela, un brillo de hueso. Ahí fue donde cayó la gente, los que corrían y luego trastabillaban por el césped. Toby había observado desde el tejado, agachada detrás de uno de los planteles, pero no se había quedado mirando mucho rato. Algunas de esas personas habían pedido ayuda, como si hubieran sabido que estaba allí. Pero ¿cómo podía haberlos ayudado?

En la piscina flota una capa veteada de algas. Ya hay ranas. Las garcetas, las garzas reales y las pavocetas las acosan en el lado menos profundo. Durante un tiempo Toby trató de sacar a los animalitos que habían tropezado y se habían ahogado. Los luminosos conejos verdes, las ratas, los mofaches, con su cola rayada y la característica mancha de los mapaches. Ahora ya no interviene. Puede que generen pesca de alguna manera. Cuando la piscina parezca más un pantano.

¿Está pensando en comerse esos hipotéticos futuros peces? Claro que no.

Claro que no aún.

Se vuelve hacia el oscuro muro circundante de árboles, enredaderas y matorrales. Lo examina con los prismáticos. Es por allí por donde podría surgir algún peligro. Ahora bien, ¿qué clase de peligro? No consigue imaginarlo.

Por la noche, se oyen los ruidos habituales: los lejanos ladridos de perros, los chillidos de los ratones, las notas de chirrido de cañería de los grillos, el ocasional croar de una rana. La sangre que se le agolpa en los oídos: katush, katush, katush. Una escoba pesada barriendo hojarasca.

– Vete a dormir -dice en voz alta.

Pese a que nunca duerme bien desde que está sola en este edificio. En ocasiones oye voces: voces humanas, voces de dolor que la llaman. O las voces de las mujeres que trabajaban allí, o de las mujeres angustiadas que iban a descansar y rejuvenecerse. Chapoteando en la piscina, paseando por los jardines. Todas las voces rosas, relajadas y relajantes.

O las voces de los Jardineros, murmurando o cantando; o los niños riendo juntos, en el Jardín del Edén en el Tejado. Adán Uno y Nuala, y Burt. La vieja Pilar, rodeada de sus abejas. Y Zeb.

Si alguno de ellos sigue vivo tiene que ser Zeb: cualquier día llegará caminando por la calle o aparecerá de entre los árboles.

Aunque ha de estar muerto ahora. Es mejor pensar eso. No hay que derrochar esperanza.

Sin embargo, tiene que quedar alguien más; no puede ser la única del planeta. Ha de haber otros. Ahora bien, ¿amigos o enemigos? Si ve a alguien, ¿cómo va a saberlo?

Está preparada. Las puertas están cerradas; las ventanas, atrancadas con tablones.

No obstante, ni siquiera esas barreras suponen ninguna garantía: cualquier espacio vacío invita a la invasión.

Incluso cuando duerme está escuchando, como hacen los animales, en espera de un cambio de pauta, de un sonido desconocido, de un silencio que se resquebraja como una grieta en la roca.

Cuando los animalitos cantan más bajo, decía Adán Uno, es que están asustados. Hay que escuchar el sonido de su miedo.

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