Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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¿Qué ocurre después? Dios lleva a los animales ante el hombre, «para que les ponga nombre». Ahora bien, ¿por qué Dios no sabía ya los nombres que iba a elegir Adán? La única respuesta posible es que Dios concede a Adán libre albedrío, y por lo tanto Adán puede actuar de formas que el propio Dios no puede predecir. ¡Piénsalo la próxima vez que te tiente comer carne o la riqueza material! ¡Ni siquiera Dios puede saber siempre lo que vas a hacer a continuación!

Dios hizo que los animales se reunieran hablándoles directamente, pero ¿qué lengua usó? No era hebreo, amigos. No era latín, ni griego, ni inglés, ni francés, ni español, ni árabe, ni chino. No: habló a los animales en sus propias lenguas. Al reno le habló en la lengua de los renos; a la araña, en la de las arañas; al elefante, en la de los elefantes; a la pulga, en la de las pulgas; al ciempiés, en la de los ciempiés; a la hormiga, en la de las hormigas. Así tuvo que ser.

Y en el caso de Adán, los nombres de los animales fueron las primeras palabras que pronunció: el momento inaugural del lenguaje humano. En ese instante cósmico, Adán afirma su alma humana. Nombrar es -eso esperamos- saludar; atraer a otro hacia uno mismo. Imaginemos a Adán enunciando los nombres de los animales con cariño y alegría, como diciendo: «Aquí tenéis, queridísimos. ¡Bienvenidos!» El primer acto de Adán hacia los animales fue pues de amabilidad cariñosa y parentesco, porque, en su estado anterior a la Caída, el Hombre aún no era carnívoro. Los animales lo sabían y no huyeron. Así tuvo que ocurrir en ese día irrepetible: una reunión pacífica en la cual el Hombre abrazó a todos los seres vivos de la Tierra.

¡Cuánto hemos perdido, queridos compañeros mamíferos y compañeros mortales! ¡Cuánto hemos destruido a voluntad! ¡Cuánto necesitamos restaurar en nosotros mismos!

El tiempo de poner nombres no ha concluido, amigos. En Su visión, aún podríamos estar viviendo en el sexto día. Como meditación, imaginaos mecidos en ese momento de inmunidad. Estirad los brazos hacia esos ojos amables que os miran con tanta confianza, una confianza que aún no ha sido mancillada por el derramamiento de sangre, la gula, el orgullo y el desdén.

Decid sus Nombres.

Cantemos.

Cuando Adán tuvo

Cuando Ad á n tuvo aliento de vida
en aquel lugar dorado,
vivi ó en paz con p á jaros
y bestias y vio el rostro del Se ñ or.

El Esp í ritu del Hombre habl ó ,
dio nombre a los animales;
Dios llam ó a todos en hermandad,
acudieron sin temor.

Retozaron, cantaron, volaron…
cada gesto era alabanza
a la creatividad de Dios
que llenaba aquellos d í as.

Qu é encogido y reducido est á
de la Creaci ó n el germen;
pues el Hombre rompi ó la hermandad
con crimen, vicio y codicia.

Oh, criaturas, que aqu í sufr í s,
¿ c ó mo al amor volveremos?
Os nombraremos de coraz ó n
y otra vez ser é is amigos.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

3

Toby. Día de las Podocarpáceas

A ñ o 25

Rompe el alba. Se rompe el día. Toby juega con la palabra: rompo, rompes, rompe, rompemos, rompéis, rompen. ¿Qué se rompe en el día? ¿La noche? ¿Se rompe el sol, partido en dos por el horizonte como si fuera un coco, derramando luz?

Toby levanta los prismáticos. Los árboles parecen tan inocentes como siempre; pese a ello, tiene la sensación de que alguien la está vigilando: como si hasta la piedra o el tocón más inerte pudieran sentirla y no le desearan nada bueno.

El aislamiento produce esos efectos. Se había preparado para resistirlos durante las vigilias y retiros espirituales de los Jardineros de Dios. El triángulo flotante naranja, los grillos cantarines, las columnas retorcidas de vegetación, las pupilas en las hojas. Aun así, ¿cómo distinguir estas ilusiones de la realidad?

Ahora el sol está en su cénit: más pequeño, más ardiente. Toby baja del tejado, se pone el mono rosa, se rocía SuperD para repeler los insectos y se ajusta su sombrero rosa. Luego abre la puerta de la calle y sale a ocuparse del jardín. Allí era donde cultivaban las lechugas de agricultura ecológica para las damas del Spa Café; las verduras para las guarniciones, las hortalizas transgénicas de formas exóticas, las distintas variedades de té. Hay una cubierta de malla para burlar a las aves y una valla de alambre de espino para impedir que entren desde el parque conejos verdes, linces rojos y mofaches. Antes del Diluvio no abundaban, pero es asombroso lo deprisa que se están multiplicando.

Toby confía en el huerto: los víveres están disminuyendo en el almacén. A lo largo de los años ha ido acumulando lo que pensaba que bastaría para una emergencia como ésta, pero se quedó corta en sus cálculos y ahora se le están acabando los bocaditos de soja y las sojadinas. Por fortuna, todo marcha a la perfección en el huerto: ya hay vainas de garbanzos; las frijolanas están en flor; las matas de polibayas, henchidas de pimpollos marrones de distintas formas y tamaños. Toby recoge unas espinacas, aparta los escarabajos verdes iridiscentes, los pisa. Luego, sintiendo remordimientos, les cava una tumba hundiendo el pulgar en el suelo y pronuncia unas palabras para liberar el alma y pedir perdón. Aunque nadie la está observando, cuesta mucho desprenderse de esos hábitos tan arraigados.

Traslada varias babosas y caracoles y arranca unas hierbas, dejando la verdolaga: puede hervirla después. En las delicadas hojas de las zanahorias encuentra dos gusanos de kudzu azul brillante. Aunque desarrollados como forma de control biológico para el kudzu invasivo, parece que prefieren los huertos. En una de esas bromas tan comunes en los primeros años de la ingeniería genética, su diseñador les puso cara de bebé, con ojos grandes y una sonrisa alegre que los hace muy difíciles de matar. Sus mandíbulas están mascando con voracidad bajo esas máscaras de carita mona cuando Toby los saca de las zanahorias, levanta el borde de la red y los echa al otro lado de la valla. No cabe duda de que volverán.

De regreso al edificio, encuentra la cola de un perro detrás del camino, un setter irlandés, parece, con el pelaje largo enmarañado de abrojos y ramitas. Lo habrá arrojado un buitre: siempre están soltando cosas. Trata de no pensar en las otras cosas que soltaban en las primeras semanas después del Diluvio. Lo peor eran los dedos.

Toby se mira las manos. Se le están haciendo más gruesas, rígidas y marrones, como raíces. Ha estado cavando demasiado en la tierra.

4

Toby. Día de San Bashir Alouse

A ñ o 25

Se baña a primera hora de la mañana, antes de que el sol caliente demasiado. Tiene varios cubos y cuencos en el tejado para recoger el agua de lluvia de la tormenta vespertina: el balneario cuenta con su propio pozo, pero el módulo solar se ha roto, de manera que las bombas son inútiles. Toby también hace la colada en el tejado y cuelga la ropa en los bancos para que se seque. Usa aguas grises para el inodoro.

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