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Margaret Atwood: El Año del Diluvio

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Margaret Atwood El Año del Diluvio

El Año del Diluvio: краткое содержание, описание и аннотация

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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Cuando se alcen las aguas secas, decía Adán Uno, la gente tratará de salvarse de morir ahogada. Se agarrarán a un clavo ardiendo. Aseguraos de no ser ese clavo ardiendo, amigos, porque si se os agarran, o sólo con que os toquen, también os ahogaréis.

Toby se alejó de la barricada, tendría que rodearla. Se mantuvo en la oscuridad, agachada detrás del follaje y bordeando el parque. Ya había llegado al espacio abierto donde los Jardineros instalaban sus mercados, y la cabaña donde jugaron los niños. Se escondió detrás de ella, esperando una distracción. Enseguida se produjo un choque y una explosión, y Toby aprovechó que todas las cabezas se volvían para cruzar. Es mejor no correr, le había enseñado Zeb: huir te convierte en una presa.

Las calles laterales estaban atestadas de personas; Toby las esquivó. Llevaba guantes quirúrgicos, chaleco antibalas hecho de seda de un híbrido de araña y cabra que había birlado un año antes de un almacén de AnooYoo, y una mascarilla negra con filtro de aire. Se había llevado una pala y una palanca del cobertizo, y ambas herramientas podían resultar letales si se usaban con decisión. En el bolsillo llevaba una botella de Laca Brillo Total AnooYoo, un arma eficaz si apuntabas a los ojos. Había aprendido muchas cosas de Zeb en las clases de Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana: según la opinión de Zeb, el primer derramamiento de sangre que tenías que limitar era el de la tuya.

Se dirigió al noreste, por el elegante Fernside, luego atravesó las extensiones de casas diminutas y mal construidas de Big Box, escabullándose por las calles más estrechas, tenuemente iluminadas y poco pobladas. Varias personas pasaron a su lado abstraídas en sus propias historias. Dos adolescentes hicieron una pausa como para intentar un atraco, pero Toby empezó a toser y dijo con voz ronca: «¡Ayudadme!», y los muchachos se escabulleron.

Alrededor de medianoche, y después de unos pocos giros equivocados -todas las calles de Big Box se parecían mucho-, Toby llegó a la antigua casa de sus padres. No había luces encendidas, la puerta del garaje se encontraba abierta y la ventana de cristal cilindrado de delante estaba aplastada, así que pensó que no habría nadie allí. Los actuales ocupantes habrían muerto o estarían en algún otro sitio. Lo mismo ocurría en la casa de al lado, donde estaba enterrado el rifle.

Se quedó un momento quieta, calmándose, escuchando la sangre que se le agolpaba en la cabeza: katush, katush, katush. O el rifle estaba allí o había desaparecido. Si estaba allí, tendría rifle. Si había desaparecido, no tendría. No había motivo para sentir pánico.

Abrió la puerta del jardín de los vecinos, con el sigilo de un ladrón. Oscuridad, ningún movimiento. El aroma de las flores nocturnas: lirios, petén. Y, mezclado con éste, un olorcillo de humo de algo que se quemaba a varias manzanas: atisbaba las llamas. Una polilla de kudzu le dio en la cara.

Metió la palanca bajo una piedra del patio, hizo fuerza desde el borde y levantó la piedra. Lo hizo otra vez, y otra. Tres piedras de patio. Después cavó con la pala.

Un latido, luego otro.

Allí estaba.

No grites, se dijo a sí misma. Limítate a cortar el plástico, agarrar el rifle y la munición y salir de aquí.

Tardó tres días en volver a AnooYoo, esquivando los peores disturbios. Había huellas de barro en los escalones exteriores, pero no había entrado nadie.

6

El rifle es un arma primitiva: un Ruger 44/99 Deerfield que había pertenecido a su padre. Fue éste quien enseñó a Toby a disparar cuando ella tenía doce años, en esos días del pasado que ahora se le antojaban un paréntesis cerebral en tecnicolor efecto del consumo de hongos. Apunta al centro del cuerpo, le explicaba su padre. No pierdas el tiempo con las cabezas. Decía que sólo se refería a animales.

Habían estado viviendo en una zona semirrural, antes de que la ciudad se extendiera por esa franja de paisaje. Su casa de madera blanca contaba con cuatro hectáreas de árboles alrededor, y había ardillas y los primeros conejos verdes. No había mofaches, aún no los habían creado, pero sí muchos ciervos que se metían en el huerto de su madre. Toby había disparado a un par y había ayudado a destriparlos; aún se acordaba del olor y de cortar las vísceras brillantes. Habían comido estofado de ciervo, y su madre había preparado sopa con los huesos. Pero más que nada, Toby y su padre disparaban a latas y a ratas en el vertedero; todavía había un vertedero. Ella había practicado mucho y eso había complacido a su padre. «Buen tiro, colega», le decía.

¿Había deseado tener un hijo? Quizá. Lo que él decía era que todo el mundo necesitaba aprender a disparar. Su generación creía que si había un problema lo único que tenías que hacer para solucionarlo era pegarle un tiro a alguien.

Después, Corpsegur había prohibido las armas de fuego en aras de la seguridad pública, reservando para sus agentes los recién inventados pulverizadores, y de repente la población quedó oficialmente desarmada. El padre de Toby había enterrado su rifle y municiones bajo una pila de trozos de valla y le había enseñado a ella dónde estaba por si acaso lo necesitaba. Corpsegur podría haberlo encontrado con sus detectores de metales -se rumoreaba que hacían batidas-, pero no iban a mirar en todas partes y el padre de Toby era inocuo desde su punto de vista. Vendía aparatos de aire acondicionado. Era un don nadie.

Más adelante, un promotor inmobiliario quiso comprarle el terreno. Aunque la oferta era buena, el padre de Toby se negó a vender. Decía que le gustaba el lugar donde vivía. Lo mismo opinaba su madre, que dirigía la franquicia de complementos de HelthWyzer en la zona comercial más próxima. El padre de Toby decía que a él le parecía bien: en ese momento se había convertido en una cuestión de principios.

Pensaba que el mundo continuaba igual que cincuenta años antes, reflexiona ahora Toby. No debería haber sido tan testarudo. Ya entonces Corpsegur estaba consolidando su poder. Había empezado como una empresa de seguridad privada de las corporaciones, pero luego había asumido el poder cuando las fuerzas policiales se desarticularon por falta de fondos. Al principio a la gente le gustó, porque las corporaciones pagaban, pero Corpsegur enseguida empezó a extender sus tentáculos por doquier. Su padre debería haber cedido.

Primero había perdido su puesto en la empresa de aire acondicionado. Consiguió otro empleo, de vendedor de ventanas térmicas, pero cobraba menos. Luego la madre de Toby contrajo una extraña enfermedad. No lo entendía, porque siempre había sido muy cuidadosa con su salud: hacía ejercicio, comía mucha verdura, se tomaba una dosis diaria de complementos HiPotency VitalVite de HelthWyzer. Los operadores de franquicias como ella tenían buenas ofertas con los complementos: su propio paquete personalizado, igual que los capitostes de HelthWyzer.

Se tomó más complementos, pero a pesar de ello se debilitó, se desorientó y perdió peso rápidamente; era como si el cuerpo se le hubiera vuelto en contra. Ningún médico logró acertar con el diagnóstico, aunque le hicieron numerosas pruebas en las clínicas de HelthWyzer; se interesaron en ella, porque había sido una usuaria fiel de sus productos. Dispusieron una atención especial con sus propios médicos. Sin embargo, se lo cobraron y, aun con el descuento que obtenían los miembros de la familia de franquicias HelthWyzer, sumaba mucho dinero; y como la enfermedad no tenía nombre, el modesto seguro médico de sus padres se negó a asumir los costes. Nadie tenía derecho a cobertura sanitaria pública a no ser que fuera pobre de solemnidad.

Tampoco es que uno quisiera ir a uno de esos vertederos públicos, pensó Toby. Lo único que hacían era hacerte sacar la lengua, contagiarte unos pocos gérmenes y virus que todavía no tuvieras y mandarte a casa.

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