El edificio, de unos doce pisos, estaba en obra gruesa con sus fierros de construcción aún expuestos; era lúgubre y aterrador cuando obscurecía, pues sus pasillos se iluminaban mortecinos con algunas ampolletas colgadas muy a lo lejos. Se accedía al cuarto piso por un montacargas y la obra de concreto estaba repleta de tablones y escombros, donde era evidente que los trabajos habían concluido abruptamente, pues muchas carretillas aún contenían su carga. La habitación estaba modestamente amoblada, pero tenía pestillo y fue mi hogar por siete meses, hasta que pude mudarme a un departamento mejor.
Había unos cuantos huéspedes occidentales viviendo en las mismas condiciones, y cuando nos encontrábamos en las escalas parecíamos sobrevivientes de un holocausto nuclear y nos sonreíamos con muecas más propias de un cine de horror que de cordialidad. Todos debimos habernos preguntado acerca de las razones por las que nos encontrábamos entre tanto concreto, fierros mohosos y pasillos polvorientos llenos de ecos. De ahí cruzaba la calle a una gasolinera a comer mi humilde hot-dog, y de ahí, en ancas de una motocicleta, al Ministerio de Hacienda a renegociar la deuda de Tailandia con el Banco Mundial. Viajar en estas me costaba unos treinta pesos y podía escoger entre varios patipelados que se ofrecían a llevarme por las congestionadas calles de Bangkok sin los menores elementos de seguridad.
Visité el edificio en un viaje el año 2009. Era después de diez años un próspero hotel y se llamaba pomposamente Mansión Panchoong, y estaba finamente terminado.
Ahorré mucho viviendo ahí casi de okupa, pero tras recibir mis honorarios me mudé a donde no debiera comer en la calle. La construcción estaba lejos de todo y me agarré una infección estomacal terrible que me tuvo tan mal, que una noche escribí en el espejo del baño mi dirección y teléfono de Santiago por si algo terrible me pasaba.
En el año 1975 me dio por escalar cerros contando con mucha más voluntad que técnica, hasta que un día, me animé con tres amigos de la facultad a subir el cerro San Ramón frente a Santiago. Para acceder a su cumbre de tres mil quinientos metros de altura, se debía llegar por el cerro Abanico y sobrepasar la cresta de Los Azules. Nuestra afición era tan humilde que tomamos un microbús a Peñalolén y desde allí cruzamos caminando unos potreros que nos llevaron a la hermosa quebrada de Macul, regada por una vertiente que bajaba de la alta cordillera. Solo llevábamos bototos, jeans, un gorro, dos chombas de lana, y algo de comida en un morral amarrado a un saco de dormir de franela.
Salimos temprano para pernoctar bajo un enorme peñón, que a mil ochocientos metros de altura sobresalía de un farellón desde donde se tenía una impresionante vista de Santiago. El estrecho lugar estaba cortado a pique, y daba mucho miedo moverse dormido y caer al vacío. Se escuchaba el ruido de la ciudad, entremezclado con muchas voces perfectamente audibles, ladridos y frenadas de automóviles.
De madrugada nos separamos en grupos y cuando iba el mío subiendo el cerro Abanico, nos cruzamos con un rescatista de montaña que bajaba veloz por los riscos. Nos requirió desviarnos hacia un acantilado donde se había accidentado un andinista mientras él volvía a pedir auxilio, pues entonces no había celulares. Después supimos que se trataba de un conocido andinista que años después conquistó el Everest.
Llegamos fatigados a medio día a la cumbre sur del cerro Abanico, donde se había despeñado el montañista. Le habían fijado la cervical, entablillado un pie y estaba amarrado a una camilla de montaña. Tenía mal aspecto, con la cara ensangrentada, y aunque consciente, tiritaba de frío y se quejaba mucho.
Esperamos hasta las tres de la tarde, cuando llegó un helicóptero de rescate arrojando bengalas para saber la dirección del viento, que a esa hora se arremolinaba endemoniado. A señas nos indicaron que trasladásemos al herido a un peñón donde se pudiera posar el aparato, lo que no fue fácil, pues la saliente rocosa sobresalía de una pared vertical sobre un abismo de trescientos metros. El helicóptero podía posar allí solo un patín y debía equilibrarse hasta que se pudiera introducir la camilla en la cabina. El piloto abortó dos intentos de posarse, pues no se sustentaba y caía al vacío de costado con sus hélices zumbando sobre nuestras cabezas. Era mucha altura para el ruidoso Bell-UH1, que se hiciera famoso en la guerra de Vietnam.
Al tercer intento, un tripulante amarrado al fuselaje logró, con gran dificultad, asir la camilla y amarrarla a la nave mientras la manteníamos en vilo, con el ensordecedor rotor sobre nuestras cabezas y el precipicio bajo nuestros pies. Solo pudo mantenerse en esa posición unos segundos, hasta que aceleró dramáticamente para despegarse del risco y comenzar su descenso, esquivando el acantilado. Después giró levemente para lanzar una bengala de despedida y vimos la camilla amarrada a sus patines, perderse de vista.
Agotados, volvimos al día siguiente a Santiago y por las noticias del diario, supimos que el accidentado estaba fuera de riesgo vital. Nuestros amigos escaladores que se nos habían adelantado no podían creer la aventura que se habían perdido.
Aún soltero, me dediqué a recorrer de mochilero la maravillosa Italia en tren, lo que me permitía un turisteo muy barato y alternar mis noches pernoctando en vagones o estaciones. La de Boloña era particularmente atractiva, pues su sala de espera de segunda clase era la única que contaba con calefacción, que para mí representaba casi un lujo. Boloña era una vieja ciudad de la región de Emilia-Romaña, famosa por sus icónicas due Torri, último vestigio de las innumerables construidas durante el medioevo, y era un importante enclave ferroviario desde donde podía recorrer el norte de Italia.
En invierno, la estación de segunda era una verdadera caricatura social, pues su calefacción atraía a los cesantes y vagabundos de la ciudad. La sala era espaciosa, tenía bancas de madera llenas de inscripciones hechas a cortapluma, y el ambiente estaba cargado de un hedor espeso. A pesar del ruido de trenes y parlantes, los huéspedes acostumbraban a dormir en el suelo arrellanados entre trapos y trastos, hasta que algún carabinieri los despertara para identificarlos y revisar si contaban con algún pasaje de tren, haciendo la vista gorda con algunos tiquetes usados y recogidos en los andenes.
Los vagabundos entraban y salían del lugar parsimoniosamente, algunos meditabundos y otros más expresivos, pero todos tiznados de mugre y algún grado de locura. Ocupaban siempre el más protegido fondo del lugar y vestían ropas recogidas de la basura que nunca daban la talla y rellenaban con papeles de diario.
Recuerdo dos mujeres con andrajosos trajes largos del siglo XIX, una de las cuales vestía de terciopelo y no se despintaba un quitasol que estaba en los alambres. Los hombres se le insinuaban con dichos picantes, que devolvía siguiéndoles a veces la corriente o simplemente a insultos que, sin saber italiano, eran fáciles de entender. Muchos ingerían restos de comida rápida sacada de los basureros y tomaban sopas que alguna institución de caridad repartía.
Los había desde ciegos, cojos y mutilados, hasta simples rateros que comentaban las noticias leídas en los trasnochados diarios sacados de la basura o en los fétidos baños públicos de la estación. Yo por mi parte, me acostumbré a usar los baños de los trenes que se limpiaban más seguido y podía además lavar mi ropa, pues se secaba más rápido si la tendía al viento exterior aprisionándola con las ventanas. Muchas veces hice todo el viaje en algún baño, ya que de noche eran poco frecuentados, y me atrevía a lavar calcetines y calzoncillos que se secaban medianamente en un par de horas.
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