Hugo Hanisch Ovalle - Para hacer el cuento corto...

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Para hacer el cuento corto…, Hugo Hanisch Ovalle nos sorprende con entretenidas y aventureras experiencias vividas en sus diversos viajes y trabajos alrededor de todo el mundo, acompañadas por maravillosas acuarelas de su propia y genial mano, que deleitarán al lector a medida que avance por cada una de las inolvidables anécdotas. Aunque concebido para dejar un testimonio a sus descendientes, ofrece un rico contenido que atrapará a todo tipo de lector. En su interior encontrará entretenidas anécdotas, descripciones llamativas, datos históricos y detalles sobre situaciones políticas, sociales y culturales. Elementos que muy bien coordinados permiten hacerse una idea del contexto de cada escrito según el país y el año en que ocurrió lo narrado.

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En las estaciones los viajeros esquivaban a los vagabundos que mendigaban - фото 9

En las estaciones los viajeros esquivaban a los vagabundos que mendigaban, rehuyendo el fondo de la sala para ubicarse cerca de las puertas a pesar de los permanentes chiflones. Yo me confundía entre estos últimos siguiendo simplemente mi olfato, aunque era necesario contar con un boleto a mano, cosa que con frecuencia se me hacía muy difícil. Aprendí que la costumbre era meterse sentado al saco de dormir sin acostarse a lo largo de las bancas, y nunca hacerlo en el suelo, pues los carabinieri me habrían arrestado de inmediato. Me gané varios dolores de tortícolis tratando de armonizar las normas con mi cansancio.

Dejé Italia camino a Suiza y nunca más volví al pequeño hogar que me brindó la estación de Boloña por una semana. Ya en Chile, antes de un año después, los noticieros difundieron las terribles imágenes del bombazo con que los neofascistas destruyeron, en 1980, la sala de espera de segunda clase, matando a ochenta y cinco personas que, sin duda, debieron incluir a esos pintorescos vagabundos y lunáticos de la ciudad.

Mi tía monja de claustro

Mi tía María era una hermana menor de mi padre, quien, a pesar de sacar el máximo puntaje en el bachillerato, renunció a seguir derecho para ingresar a un convento de monjas clarisas descalzas, fervorosas de las severas reglas franciscanas. En Santiago su convento de estilo románico estaba ubicado en Avenida Ossa esquina de Echeñique, en Ñuñoa, el que estoico, aún sobrevive rodeado de enormes edificios de departamentos.

Las monjas clarisas eran de claustro y hacían votos perpetuos de castidad, silencio, obediencia y pobreza. Durante su enclaustramiento dedicaban su vida a la oración y abastecer a las iglesias de finísimos ornamentos de misa que bordaban en oro y plata. A un costado del convento, protegido por grandes murallas, había un huerto de árboles frutales y hortalizas que minuciosamente cuidaban las hermanas pobres de San Francisco, y con delicadeza cosechaban para abastecer unos orfanatos. Sus oraciones se iniciaban a las cuatro de la mañana y eran seguidas por ocho horas canónicas entre las que destacan los maitines, ángelus y laudes.

Recuerdo que mi padre me llevaba junto a mis hermanas un par de veces al año a verla, cuando Tobalaba era un camino de tierra y el canal San Carlos regaba potreros, pasada la actual calle Diego de Almagro. La visita era anunciada con mucha anticipación, se nos vestía con tenidas domingueras y éramos instruidos en mantener respetuoso silencio dentro del convento que celaba una adusta monja portera.

El lugar de visita se llamaba refectorio. Adornado con cuadros coloniales, una de sus paredes tenía de la mitad hacia arriba una reja con gruesos barrotes de fierro forjado que protegían un tablado de unos dos metros de profundidad, que remataba en otra reja de igual robustez. Ambas estaban cubiertas con gruesos cortinajes de pesado terciopelo obscuro. Durante las audiencias privadas las visitas quedaban en la sala del público y las monjas del otro lado conversando ocultas entre las cortinas, que siempre delataban a una monja testigo a la que obligaban las reglas monásticas. Para dar o recibir comunicaciones y regalos, existía un torno de un metro y medio de altura, que funcionaba igual que una puerta giratoria confeccionada entera en madera negra.

Mis padres le llevaban regalos y fotografías cuando la visitábamos y nos conversaba desde la obscuridad tras las rejas. Siempre nos tenía dulces y golosinas, y en una ocasión, debía tener unos seis años, me los quiso entregar en persona. Mi padre no encontró algo mejor que enviarme en cuclillas por el torno; es fácil comprender cuan tétrico era, en especial en los segundos que durante el giro quedaba a obscuras. Sin embargo, lo más aterrador fue lo que encontré al otro lado en la más absoluta penumbra. La tía María, a quien nunca conocí su cara, y la abadesa, vestidas enteras de negro con sus caras tapadas por sus mantos a modo de burka. Eran encantadoras, pero debo haber tenido tal cara de espanto, que rápidamente me devolvieron cargado de dulces por el mismo torno.

Debió llevar una vida de mucha santidad y paciencia sumida en la oración. Mucho después fue trasladada a otro convento cerca de Recoleta y no la vi más hasta su muerte, cuando me legó expresamente un antiquísimo cuadro quiteño de San Antonio de Padua, que ahora adorna nuestra casa en Marchigüe.

Fiesta de la resistencia en Alemania

Esperando un tren en la estación de Málaga en 1978, me topé con otros mochileros chilenos y coincidimos viajando a Granada en uno local de segunda clase, que se encumbraba por la Sierra Morena entre pueblos andaluces sacados de un libro de García Lorca. Hicimos buena amistad y durante una semana viajamos hasta separarnos en Madrid. Quiso la casualidad que fueran cuñados de un compañero de curso del colegio, que se había exiliado en Alemania y continuaba en Bielefeld su carrera de medicina.

Me pidieron pasarlo a ver pues estaría encantado de verme, pero me penaban nuestras posiciones políticas encontradas y temía pasar un mal rato. Me dieron su teléfono y les indiqué que iría a Alemania al mes siguiente y lo llamaría, pero si tenía alguna objeción que me lo dijera y yo seguiría de viaje. La última vez nos habíamos mostrado los dientes en la toma de Ingeniería, cada uno con un palo en la mano peleando por diferentes bandos.

Seguí viaje y estando un día en Dortmund, lo llamé. Me contestó muy feliz de recibirme, a pesar de recordarle nuestras diferencias. Se echó a reír y al cabo de un par de horas estábamos en su casa tomándonos unas cervezas con salchichas asadas. Su señora estaba en el último mes de embarazo y los acompañaba la suegra, una arquitecta bien famosa que no lo dejaba opinar de política, así que todos terminamos riéndonos de buena gana. Estuve tres entretenidos días reponiéndome de las penurias de mi viaje, aprovechando de lavar mi ropa, tomar sopa caliente y disfrutar de un hogar.

La última noche me llegó la noticia de que habría una reunión de la resistencia chilena del norte de Alemania y estaba cordialmente invitado. Me excusé de inmediato, pero me dijo que les había contado mi posición política y mi condición, e igual estaba invitado pues se trataba solo de una celebración.

Llegamos de noche, con un metro de nieve, a una típica iglesia luterana con campanario de piedra y techos puntiagudos de piedra pizarra. Junto con entrar, me di cuenta de que el edificio oficiaba indistintamente de iglesia, gimnasio, teatro y salón de eventos. Todo era móvil y funcional al objetivo de cada reunión. Esta vez estaba arreglado como una ramada con guirnaldas de papel tricolor y se escuchaba por los parlantes indistintamente a los Quilapayún y los Huasos Quincheros. Había empanadas y encebollado que ofrecían varias huasas muy rubias que apenas hablaban castellano. El pebre no contenía ají y el pino de las empanadas parecía hamburguesa, pero igual fue todo muy grato. No hubo la menor animadversión a pesar de que sabían que yo no era de su lado.

Varios exiliados se presentaron y otros tantos se me acercaron a conversar, entre ellos un controvertido exintendente de Concepción, quien amistoso me pidió lo pusiera al día del campeonato de fútbol chileno. Terminé comiendo junto a un tal don “Toyo”, de quien se decía que era el único que le había parado el carro a los alemanes cuando tiró del cordón de emergencia del tranvía para avisar donde quería bajar y terminó deteniendo todo el sistema de transporte urbano de Hamburgo. Había sido carpintero en la población La Pincoya y tras unas copas de vino, le pregunté si de verdad quería volver a la lucha clandestina en Chile.

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