Hugo Hanisch Ovalle - Para hacer el cuento corto...

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Para hacer el cuento corto…, Hugo Hanisch Ovalle nos sorprende con entretenidas y aventureras experiencias vividas en sus diversos viajes y trabajos alrededor de todo el mundo, acompañadas por maravillosas acuarelas de su propia y genial mano, que deleitarán al lector a medida que avance por cada una de las inolvidables anécdotas. Aunque concebido para dejar un testimonio a sus descendientes, ofrece un rico contenido que atrapará a todo tipo de lector. En su interior encontrará entretenidas anécdotas, descripciones llamativas, datos históricos y detalles sobre situaciones políticas, sociales y culturales. Elementos que muy bien coordinados permiten hacerse una idea del contexto de cada escrito según el país y el año en que ocurrió lo narrado.

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Llegué en bus por una moderna carretera que construyó y recibió en concesión la empresa Hyundai, que ignoraba se dedicase a otra cosa que producir automóviles. Durante casi todo el trayecto se cruza el fertilísimo valle del río Indo cuya impresionante infraestructura de canales fue construida por los ingleses en el siglo XIX. Los pakistaníes mantienen un sistema feudal sobre la tierra y los campesinos viven alrededor de viejas casas patronales de adobe caracterizadas por sus primorosas mezquitas y la inexistencia de ventanas hacia el exterior.

Lahore era una inmensa y sofocante ciudad con diecisiete millones de habitantes, y conseguí una reserva en el famoso club de Gymkhana, cuyo nombre, Rudyard Kipling y su famoso libro Kim de la selva, hizo universal posteriormente. Ya instalado, logré tomar un triciclo motorizado que denominaban rickshaw, que por un ridículo precio, me paseó por toda la ciudad. Es ahora difícil describir el fuerte rojo y las maravillosas mezquitas de Badshashi y Wasir, los jardines de Solimar y la tumba de Jahangir construida en el mismo estilo que el Taj-mahal de la India.

Durante un par de días recorrí todos y cada uno de esos monumentos y después los barrios y mercados de la ciudad vieja, con su interminable laberinto de angostas callejuelas repletas de mezquitas y bazares donde el enredo de cables eléctricos llega a tapar la luz del sol.

Por último, visité Sheikupura, el famoso pabellón de caza del hijo del gran sultán Akbar, construido en la mitad de una laguna. Tomé un colectivo en un caótico terminal de decoradísimos microbuses y camionetas para transportar pasajeros. Me senté en la última fila de un minibus, atento a cómo debía pagar al cobrador, pues iba repleto y no cabía ni un alma más en el pasillo. Ahí me di cuenta de que todos pagaban pasando el dinero al pasajero que los antecedía en un procedimiento digno de Suiza.

Me preocupé del orden en que llegaría mi turno tratando de adivinar el monto - фото 13

Me preocupé del orden en que llegaría mi turno tratando de adivinar el monto que debía entregar a mi vecino de adelante y preocupado por mi nula capacidad de respuesta si me preguntaban algo tan tonto como: ¿cuántos pasajes paga? Traté de ajustar mi pago al monto que venía captando sería el de un solo pasaje y cuando alguien me preguntó algo, mi vecino del lado respondió amablemente por mí, seguro de que yo no entendería. Solo atiné a sonreírle un “Saalam alikum”. Al cabo de unos minutos mi vuelto volvió exacto y un cortés “walikum saalam” por respuesta. (La paz de Alá esté contigo, y también contigo).

Tras una hora de caluroso viaje lleno de moscas y los típicos olores y colores de Pakistán, llegamos a una tumultuosa ciudad en la que debí arrendar otro triciclo, pero esta vez a pedales, cuyo conductor me llevó a las afueras de la ciudad, para constatar el total abandono en que lastimosamente se encontraba una de las maravillas del arte islámico. Estaba abandonado a la pobreza y el descuido, pero no se veían grafitis ni restos de fogatas como en nuestras ruinas occidentales.

Durante toda esa jornada no encontré a alguien que pudiese hablar inglés y volví a mi alojamiento apreciando tener las capacidades mímicas de los chilenos.

El Corporito show

Sería extraño hoy hablar de un show transmitido en vivo por la radio, pero en el año 1970 era algo muy corriente, cuando menos del 5% de la población tenía televisión. Esta era naturalmente en blanco y negro y apenas cubría las zonas urbanas de Santiago y algunas provincias importantes.

Era año de elecciones presidenciales y mi universidad llevaba varios meses en huelga. Primero fueron los estudiantes, después los académicos y, por último, los empleados de la facultad, que con cualquier pretexto se zafaban de su trabajo para dedicarse al proselitismo político. A ese efecto todos los estamentos convocaban a sus bases clamando por peticiones imposibles de resolver.

Al principio trataba de estudiar para ganar tiempo, pero la incertidumbre de cuándo retornar minaba mucho mi disciplina. Después hice clases particulares de matemáticas y traté de vender sin éxito unas micas teñidas para ver “en colores” a los televisores en blanco y negro, hasta que me contrataron en la entonces importante Radio Corporación. La pega era de encuestador en el Corporito Show, un programa de concursos que se transmitía en vivo desde los barrios de Santiago a través de móviles conectados por radiofrecuencia.

Eran varios, y el mío era una camioneta que conducía un periodista brasileño exiliado y un animador que hacían los concursos para la gente. Me sumé como encuestador a cargo de un concurso destinado a medir solapadamente las preferencias presidenciales. El show duraba ocho horas y se desarrollaba a diario en barrios donde sorpresivamente se convocaba a la radio audiencia. La gente se aglomeraba alrededor nuestro vehículo para participar en concursos muy simples premiados con champús, discos de vinilo, ollas de aluminio, artículos de plástico y juguetes para los niños. Aprendí a conocer los barrios de Santiago y hasta hoy me desenvuelvo bien en Carrascal, Renca o La Granja.

A veces nos derivaban a cubrir los hechos noticiosos que cambiaban nuestros itinerarios, como una conferencia de prensa de Miguel Enríquez en la Universidad Técnica, un joven Ricardo Lagos discurseando en Ochagavía, o la toma de las torres de San Borja por los “sin casa”. Todo esto mientras Julito Martínez amenizaba la transmisión con los comidillos del fútbol.

El animador de nuestro móvil era un conocido humorista a quien llamaré Sammy, cuyo triunfo en la incipiente televisión le prodigaba un amor en cada barrio. Tenía grandes habilidades para contar chistes y entretener a una audiencia popular que escuchaba las canciones de la sonora Palacios, Lorenzo Valderrama y Palmenia Pizarro, absolutamente desconocidos en mi admirado Woodstock.

Sucedió una vez que Sammy concurrió a un encuentro amoroso a las diez de la mañana cerca de la calle Recoleta y nos pidió ajustar nuestro programa, que debía salir al aire cada quince minutos en algún lugar al otro lado de la ciudad. Nos instalamos en una esquina desierta a esperar que despachara adecuadamente sus obligaciones imaginando cómo justificarnos. Cumplida su cita en muy corto plazo y aún, enteramente despeinado, Sammy pudo genialmente simular ante su micrófono, un concurrido concurso donde varias señoras participaron entre los aplausos de la gente, los gritos eufóricos de los niños y los consabidos ladridos de perros. Al día siguiente debimos concurrir a la gerencia para explicar por qué tanta gente había reclamado nuestra ausencia en el barrio del que supuestamente habíamos transmitido y nunca habíamos ido. Tuvimos que deshacernos en excusas que ni siquiera entendíamos.

Fue una linda experiencia de cuatro meses que terminé reportando entre tanques el día de las elecciones en que triunfó Allende, quien logró una votación exacta al vaticinio que mi solapada encuesta había entregado.

Gourmet exótico He comido de todo Empezaré contando que en 1972 atrapado - фото 14

Gourmet exótico

He comido de todo. Empezaré contando que, en 1972, atrapado por un surazo de varios días en la caleta Choen, en Chiloé, debí acostumbrarme a la cocina local. En medio del diluvio me tuve que comer la cabeza de un cordero con sus ojos acusadoramente abiertos, que nadaba en una sopa de navajuelas. Ahí aprendí a ingerir cosas que en mi casa eran desconocidas como los bofes, el ñachi y el cangrejo del erizo. Desde entonces he desarrollado mi propia ruta culinaria.

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