Si no encontrábamos espacio nos batíamos con marraquetas y mortadela, compradas en las rotiserías vecinas, para comerlas sentados en alguna banca de la escuela. Acompañarlas con palta era lo máximo, y las hallullas con queso laminado eran la dieta de la clase media. Cuando no alcanzaban las lucas, comer pan con salmón tipo jurel nos hacía aguantar hasta llegar de vuelta a casa. Tomar Coca-Cola era un lujo y le hacíamos mucho al agua de la cañería, aunque algunos compañeros pedían también cañas de vino en un bar de las inmediaciones, donde servían desde la misma garrafa. Había alumnos que eran brillantes en sus pruebas solo si estaban “copeteados”.
Algún buen compañero, agobiado por nuestra precaria economía, ubicó un restorán clandestino en una mansión arruinada de la calle Vergara, que se subarrendaba por piezas. El local era inmundo y se comía hasta en el descanso de una alguna vez señorial escalera que se caía a pedazos. Todo el lugar era lúgubre y parecía sacado de una novela de Umberto Eco. Sus pocas mesas eran peloteadas por los que tenían la última hora de la mañana libre. Los espacios que quedaban eran ferozmente disputados arrimando cuantas descuajeringadas sillas fuese posible encontrar, de las que había de todos los tamaños, materiales y colores.
Cuando nuestro grupo de compañeros se hizo habitué del lugar, empezamos a gozar de ciertos favores de parte de la dueña, una mujer alta, sonrosada, de bigotitos incipientes y de tal gordura, que la llamaban la “Guateplaya”. Nos atendía personalmente y raspaba el fondo de la olla cuando había cazuela o cortaba más largos los trozos de longaniza si había porotos con riendas. A pesar de ser tiempos de desabastecimiento y mercado negro, nunca le faltaba carne para la cazuela o el estofado, pero el único café que tenía era intomable. Si andábamos sin plata nos fiaba y hubo quienes llegamos a tener una cuenta corriente anotada en un grasiento cuaderno escolar que solo ella era capaz de descifrar. De postre nos daba un plátano o un flan de dudosa procedencia.
Lo más notable era que sus clientes venían de las familias más distinguidas del barrio alto y se juntaban probablemente los fines de semana en los clubes de golf. La educación gratuita universitaria nos favorecía a quienes procedíamos de familias más cultas y colegios más preparados para rendir la prueba de aptitud académica. Esto parecía enorgullecer a la “Guateplaya”, quien se ufanaba de sus niñitos bien, los que fuimos desapareciendo a medida que nos recibíamos.
Con todo el desarrollo gastronómico y los hábitos dietéticos actuales, sería divertido encontrarse hoy con aquellos compañeros convertidos en exitosos profesionales comiendo cositas light en elegantes restoranes afrancesados. Estoy absolutamente seguro de que la mayoría recordaría con nostalgia las sabrosas cazuelas y los porotos con riendas de la “Guateplaya”.
Eslovaquia es la hermana rústica de Chequia, con la que antes conformaba Checoeslovaquia. Étnicamente debieron ser iguales, pero tenían un espíritu bastante diferente pues mientras los checos eran cosmopolitas y alegres, los eslovacos eran reservados y rudos. Los primeros eran occidentales de tomo y lomo, los segundos añoraban la dependencia soviética, tal como lo habían expresado sus electores después de la caída de los muros.
Con mi esposa partimos de Budapest a Praga, saliendo de la estación de ferrocarriles Keleti Palyaudvar una noche de invierno en 1997, tras una tormenta que había dejado las calles cubiertas de nieve sucia. El viaje fue razonablemente cómodo hasta llegar a Sturovo, en Eslovaquia, donde a las dos de la mañana el tren se detuvo en un control fronterizo tras recién cruzar un gran puente sobre el río Danubio. La estación estaba desierta y una densa neblina se entreveía en los andenes cubiertos por una gruesa capa de nieve bajo conos de luz mortecina de los faroles de lata.
Estuvimos detenidos mucho rato para cambiar de locomotora mientras se escuchaban algunos gritos de ferroviarios y ruidos de enganche. Me asomé intrigado al pasillo donde muchos pasajeros salían a fumar en silencio, cuando mirando por las ventanas, me sorprendí al ver militares uniformados a la soviética revisando el tren. Un grupo lo hacía caminando sobre el techo, otros por debajo de los vagones en un enjambre de luces de linternas. Algunos pasajeros nos miramos inquietos hasta que sentimos acercarse las rudas voces de los guardias corriendo las puertas de los compartimentos. Volvimos a nuestros puestos y esperamos se abriera la nuestra. Era la policía eslovaca que revisaba boletos y pasaportes con rudo desgano.
Mi pasaporte alemán dejó impávido al policía que estampó un sello sin levantar la vista, pero el chileno de mi señora llamó su atención. Nos exigió la visa a pesar de que en Santiago nos habían asegurado que no era necesaria. Mis explicaciones nada pudieron contra su terquedad y ella quedó retenida bajo la severa mirada de un militar apostado afuera del compartimento. Salí preocupado con un inspector mientras escuchaba alejarse el rítmico descorrer de puertas.
Acompañado de un guardia armado traté de organizar mis argumentos mientras cruzábamos por un largo trecho de andenes nevados, semáforos y bodegas de calamina, hasta llegar a una oficina de mala muerte a la que se accedía por una escalera metálica. En el mal iluminado lugar, debí reportarme a un funcionario calvo con bigotes amarillos de nicotina, que se arrellanaba tras una mesa de papeles.
No intentó escuchar mis explicaciones y me ladró de vuelta los cien dólares que costaba el timbre, los que inquieto me apresuré a contar. Molesto recogió los billetes y estampó con brusquedad un timbre en el pasaporte. No me dio recibo y me quedó mirando desafiante mientras afuera seguían escuchándose órdenes acompasadas de botas. No estaban las cosas para negociar.
Volví solo por la espesa nieve de los andenes y por primera vez escuché cómo crujía bajo mis pasos en mitad de la noche. Apuré el tranco, sintiéndome culpable de la demora y observé, sobre cada vagón, un guardia de largo abrigo y metralleta en bandolera.
Me apuré en subir al tren y mostré al guardia el pasaporte timbrado. Mi mujer seguía custodiada y muy asustada, hasta que los soldados se retiraron del vagón. Se escucharon voces y pitos mientras los policías se descolgaban ruidosamente de los techos en medio de su propia guerra fría. Seguimos viaje para arribar de madrugada a la cosmopolita Praga.
A pesar de mis frecuentes viajes impulsado por las potentes turbinas de los jets, tuve mi primer vuelo a fuerza de puro viento. Estaba aún en el colegio cuando un cuñado que sacó su licencia para pilotear planeadores invitó a mi hermana a su primer vuelo en el aeródromo Lo Castillo, que entonces era una pista de tierra entre los potreros de lo que hoy es Santa María de Manquehue.
Debí acompañarlos a regañadientes, probablemente sobornado por alguna entrada al cine. En el aeródromo nos esperaba una avioneta con su motor andando y el planeador amarrado a la cola con una larga soga. Ambos eran de tela y por supuesto a mi hermana le dio pánico, y tuve que salvar el honor de la familia encaramándome a la carlinga detrás del piloto. Por primera vez en mi vida me puse un cinturón de seguridad, aunque en caso de accidente, la probabilidad de escapar con vida era absolutamente cero. Tuve suerte porque años después en un vuelo en un avión de transporte militar ecuatoriano, no había cinturones de seguridad y viajé aferrado al brazo del asiento.
El avión arrancó tras tensar la cuerda mientras dos tipos equilibraban las alas del planeador. Apenas sentimos el jalón, avanzamos por la pista hasta despegar. Debo reconocer que iba aterrado hasta que se estabilizó algo más arriba que el avión sobre el sector de La Pirámide, donde nos desprendimos y planeamos hacia El Salto, con una considerable diferencia de altura, lo que me dio mucho vértigo.
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