Apenas crucé el río Danubio, me percaté de que algo andaba mal: se escuchaban sirenas, había muchos policías dirigiendo el tráfico que estaba muy congestionado, mientras un par de helicópteros sobrevolaba el lugar. Me bajé para apurar el paso, pero no alcancé a avanzar más que unos metros cuando un policía me detuvo con rudeza, y a pesar de la dificultad del húngaro, entendí con claridad que una bomba terrorista había estallado en el centro de la ciudad. Vi tanta conmoción que inquieto volví grupas y caminando rehíce el trayecto a mi trabajo.
En la oficina nadie pudo explicarme bien de qué se trataba y debí esperar el noticiero de la noche para leer el resumen en inglés que un canal desplegaba al pie de la pantalla. Había explotado un automóvil repleto de dinamita estacionado al costado del McDonald a la 1:30 de la tarde, matando a cinco personas, y dejó a más de treinta con heridas de diversa consideración. La explosión fue tan grande que el auto quedó colgando del balcón de un cuarto piso y el restorán fue arrasado por la onda expansiva que destruyó todo lo que encontró a su paso.
Los titulares de los diarios del día siguiente solo se referían al atentado y agregaban fotos repletas de escombros y sangre. Cuando leí las explicaciones policiales, constaté aterrado que un Fiat Polski cargado de explosivos había sido estacionado exactamente frente al ventanal trasero del restorán, a cuyo lado yo acostumbraba a comer en forma casi rutinaria, pues ese lugar estaba siempre más vacío. Fue un ajuste de cuentas de las mafias rusas que lavaban su dinero en inversiones en países que se les habían adelantado en su apertura económica, en especial en restoranes, los que eran muy concurridos por una ciudadanía ansiosa de consumir hamburguesas occidentales.
Mi vida ha transcurrido en muchos lugares peligrosos como Bogotá, Yakarta, Ciudad de México o Pakistán, pero Hungría era y es un país pacífico y civilizado, donde resulta casi imposible imaginar la posibilidad de morir en un atentado y menos en el centro de su maravillosa capital.
No puedo sino agradecer a Dios la bendita demora en el zaguán del edificio y reconocer de por vida la suerte de haber tenido una conversación inoportuna.
La masacre de la Mezquita Roja
Mi pensión era para consultores extranjeros en el sector G-6 del mejor barrio de Islamabad, donde abundaban embajadas y ostentosas mansiones de políticos y magnates locales, custodiadas por centenares de guardias armados con ametralladoras. En sus calles, casi no se veía gente y nunca mujeres. A pesar del lujo del barrio, estaba mal urbanizado y olía a pestilencia pues lo cruzaban arroyos que transportaban aguas negras desde los cerros y parques donde se encontraban muchos campos de refugiados afganos. Además, desde hacía años, Pakistán arrastraba una crisis energética de proporciones y la luz era racionada hora por medio.
Cada barrio tenía sus mezquitas y destacaba la llamada Lal-Masjid (o Mezquita Roja), a solo cinco cuadras, que además del templo, incluía una escuela islámica. La alta sociedad pakistaní, educada en Inglaterra, era bastante liberal en la práctica del islam, sin embargo, la guerra de Afganistán los llenó de talibanes, que en el 2007 se enseñorearon en Lal-Masjid. Los clérigos predicaron una guerra santa y el barrio se vio convulsionado por la presencia de miles de militantes armados y mujeres cubiertas con burkas negros.
El gobierno del general Musharraf se alarmó y presionó diplomáticamente, pero nada resultó y los clérigos talibanes envalentonados por su fe, desafiaron hostilmente al gobierno recibiendo apoyo de otras comunidades, lo que gatilló una acción militar contra la mezquita.
Primero los militares cercaron el barrio construyendo barricadas de sacos y alambre de púas, después instalaron nidos de ametralladoras mientras aviones y helicópteros sobrevolaban amenazadores. Por último, fuimos rodeados por tanques y se cortaron los servicios básicos, sin los cuales y dadas las temperaturas cercanas a los cincuenta grados, era imposible sobrevivir. Entonces fue cuando la metralla rompió el silencio y las ráfagas se sucedieron ininterrumpidas día y noche, incrementadas por intermitentes disparos de obuses. Algunos sonaban lejos y otros muy cerca, pero nunca vi explosiones
El ejército repartía agua en botellas desechables y no podía salir del lugar a pesar de los esfuerzos del consulado chileno para evacuarme. Nuestra pensión contaba con un pequeño generador que mantenía nuestros refrigeradores funcionando intermitentemente, pero la comida empezaba a escasear.
En los días anteriores, mi apariencia occidental me permitía salvar las barricadas, pero después fue imposible romper el sitio. Frente a nuestra pensión se instalaron un tanque y un camión con soldados por dos días completos, antes de que se lanzara el ataque combinado de fuerza y aire. Recuerdo con horror haber observado tomar posiciones al tanque a pesar de que nunca disparó y haber visto la cara de los pilotos de los helicópteros cuando maniobraban para disparar misiles que, tras una estela de humo, destruían estruendosamente sus objetivos. Todo el barrio se cubrió de una humareda parda con un fuerte olor químico. Las mansiones del barrio se llenaron de sacos de arena amontonados junto a los portones exteriores y sus ventanales fueron cubiertas con tela adhesiva para evitar el estallido y astillamiento de sus vidrios. Atrás de las improvisadas trincheras de las casas aguardaban decenas de guardias armados.
Tras dos días de asedio, los talibanes sucumbieron a la artillería del ejército, permitiendo el ataque de los comandos que encontraron una fiera resistencia para terminar en una terrible masacre. Murieron un coronel, varios oficiales y miembros de la tropa de asalto, con un saldo final de más de seiscientos talibanes fallecidos según las cifras oficiales que se publicaron dos días después tras levantar el sitio para evacuar a los caídos a escasa distancia de donde yo vivía. Si bien los pormenores se rumoreaban a viva voz y con bastante detalle, nunca se publicaron reportajes o fotografías de la refriega.
Pakistán era un conjunto de pueblos que unía apenas el islam, a pesar de sus numerosas sectas como eran los chiitas, sunitas, sufistas, wahabitas, ismaelitas y otras más tradicionales radicadas en la profundidad de los aislados valles interiores de las montañas. Estas estaban muy asociadas a clanes que se tenían odios feroces desde los tiempos de Mahoma.
El urdu es el idioma oficial, pero un porcentaje importante de la población habla cotidianamente sus propios dialectos locales. El inglés opera como lingua franca para asuntos de gobierno y lo habla una pequeña minoría, mientras el resto habla el urdu, una lengua que sincretiza los idiomas de los mercenarios turcos, persas y arábicos reclutados por los conquistadores mongoles. El urdu pakistaní, escrito de derecha a izquierda en caracteres cercanos al árabe es fonéticamente idéntico al hindi, que se escribe en sánscrito, por lo que las películas hindúes no necesitan traducción; nadie entendería los subtítulos.
A pesar del urdú, existían cuatro grandes idiomas nacionales en Pakistán y un sinfín de dialectos tribales en la frontera del noroeste. Dentro de los primeros estaban los que hablaban los penjabis, los sindhis, los baluchis y los pastunes, que no se entendían entre ellos, y otros dialectos que hablaban los tayikos, los cachemiros, los waziris, incluso había una lengua indogriega que se hablaba en las montañas, herencia de la conquista de Alejandro Magno hace veintitrés siglos, cuya esposa Roxana era una princesa originaria de ese lugar al norte del país. A pesar de ese enredo, el país tenía una férrea unidad nacional basada en su rivalidad con la India.
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