Hugo Hanisch Ovalle - Para hacer el cuento corto...

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Para hacer el cuento corto…, Hugo Hanisch Ovalle nos sorprende con entretenidas y aventureras experiencias vividas en sus diversos viajes y trabajos alrededor de todo el mundo, acompañadas por maravillosas acuarelas de su propia y genial mano, que deleitarán al lector a medida que avance por cada una de las inolvidables anécdotas. Aunque concebido para dejar un testimonio a sus descendientes, ofrece un rico contenido que atrapará a todo tipo de lector. En su interior encontrará entretenidas anécdotas, descripciones llamativas, datos históricos y detalles sobre situaciones políticas, sociales y culturales. Elementos que muy bien coordinados permiten hacerse una idea del contexto de cada escrito según el país y el año en que ocurrió lo narrado.

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Además, aproveché de decirle que, si bien era chileno, y muy orgulloso de serlo, era también ciudadano alemán y por eso cumplía el requisito que la Unión Europea exigía a sus consultores. Esta vez la sorprendida fue ella y me miró entre irónica y escéptica, a lo que no pude sino poner sobre su escritorio mi pasaporte europeo, que tomó y leyó confundida con una rara mueca de aprobación. Me lo devolvió sin decir más y me concedió una audiencia junto a su equipo de trabajo para el día siguiente.

A partir de entonces, todo cambió. Cuanto yo decía llegó a ser para ella un verdadero dogma de fe. Nunca imaginé que un simple pasaporte pudiera impresionar tanto a alguien tan importante y me permitiera por lo pronto honrar mi contrato de trabajo.

El Papa y el Pope

Era diciembre de 1987 y habíamos viajado con mi esposa a Roma desde Ginebra, buscando lugares más cálidos que las orillas congeladas del lago Lehmann. Habíamos aprovechado mi trabajo en Suiza para viajar juntos a Europa. En un fin de semana largo durante mi misión de Naciones Unidas, cruzamos los Alpes por el larguísimo túnel de San Gotardo y amanecimos después de ocho horas de tren en la estación Termini de Roma.

Teníamos poca plata y tiempo, así que sin regodearnos alquilamos una habitación en un hotel de cinco pisos contiguo a la estación. Lo atendía un calabrés de bigote denso y negro que simpáticamente nos obligó a cenar pasta y vino de la casa todas las noches, lo que agradecíamos agotados después de haber dejado los pies por la ciudad.

El domingo partimos al Vaticano y fuimos los primeros en visitar la Capilla Sixtina. La recorrimos al derecho y al revés, extasiados con el Juicio final y toda la obra de Miguel Ángel. Estábamos ya afuera, tomando aliento, cuando una turba nos arremolinó y condujo casi en andas por los vericuetos de la Santa Sede hacia la basílica. Nosotros nos dejábamos llevar, pero íbamos entre maravillados y asustados de una tromba de corresponsales gráficos, que después supimos, iban a reportear con sus poderosas cámaras el evento del milenio para el cristianismo.

Tras un largo subir y bajar escalas, aparecimos dentro de la basílica, exactamente detrás del majestuoso baldaquín de Bernini que cubre el altar mayor de San Pedro, donde en esos instantes concelebraban misa el papa Juan Pablo II y el pope o patriarca ortodoxo, Dimitrios I de Constantinopla.

Nuestra inesperada ubicación era muy privilegiada pues estábamos a unos diez metros detrás del altar, en cuyo frente estaba la totalidad del colegio cardenalicio y el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Los primeros de rojo brillante y los segundos con sus uniformes entorchados competían en lujo con la pintoresca guardia suiza ante la televisión italiana, que transmitía en directo a todo el mundo.

Detrás del altar exactamente donde estábamos se desplegaban los coros de las - фото 20

Detrás del altar, exactamente donde estábamos, se desplegaban los coros de las iglesias latina y griega, que acompañaban la ecuménica misa en un maravilloso contrapunto musical. Se trataba de la primera concelebración desde el concilio de Constantinopla, hacía más de un milenio. Ese cónclave significó una fractura entre griegos y latinos por la guerra de los iconoclastas dentro del cristianismo.

Atrás quedaban, no solo la destrucción de imágenes religiosas, sino también la masacre y destrucción de Bizancio en la primera cruzada, el terrible saqueo de Constantinopla por Roger de Flor, las fratricidas guerras balcánicas entre serbios y croatas ―que desgraciadamente no tardarían en volver―, el ignominioso cuoteo de Jerusalén y un largo y sangriento etcétera que cargaban sobre sus hombros latinos y griegos.

Se trataba de una ceremonia de reconciliación cuyo larguísimo rito significaba al Papa cambiar de hábitos varias veces durante la misa. Inesperadamente lo hacía a escasos metros de nosotros, pues la nave posterior quedaba bastante oculta a la multitudinaria asistencia. Podríamos haberlo tocado si no hubiésemos estado tan deslumbrados por esa única oportunidad de apreciar su gran carisma tan de cerca, el que tan lejos viéramos cuando había sido un gran mensajero de la paz en Chile algunos meses antes.

Terminada la fastuosa ceremonia ecuménica y el impresionante contrapunto de coros celestiales, salimos en silencio preguntándonos si debíamos pellizcarnos para despertar.

Contrabandeando dólares desde Punjab

Cuando trabajaba en Pakistán se me pagaba en una cuenta en dólares que tenía en un banco local, desde donde podía transferir a mi cuenta de un banco nacional en Miami, pues ninguno pakistaní operaba en Chile. Mis pagos se acumulaban por meses debido a las burocracias combinadas del gobierno y el Banco Mundial con sus respectivas contralorías.

Llevaba un par de años en Pakistán y había logrado estabilizar mis finanzas particulares cuando ocurrió el escándalo de las cuentas del General Pinochet en el Banco Briggs, que arrastró al Banco de Chile en Miami. Con o sin razón, el banco entero fue embargado por la justicia y coincidió que una remesa mía que concentraba como cinco meses de trabajo fue retenida por meses antes de ser devuelta a su origen.

Eso significó para mí un descalabro total pues quedé sin un peso para pagar deudas y gastos de la casa, y necesité posponer pagos de acreedores, incumplir deudas y reventar las tarjetas de crédito. Debí volver a Pakistán en tal ruina, que las “lucas” apenas me alcanzaron para llegar al aeropuerto de Pudahuel en un bus de recorrido que salía del centro. Gracias a Dios, tenía los pasajes pagados para volver al otro lado del mundo y recuperar la fallida transacción.

No tenía cómo recoger la plata de Pakistán hasta que se aclarara la situación del banco en Miami, que siguió clausurado durante un par de meses. Rogando al cielo para que no se complicaran más las cosas, logré con inmensa dificultad rescatar diez mil dólares que era el máximo monto posible de transportar conmigo y que a esa fecha valían mucho más que hoy. En Pakistán, tamaña cifra era una millonada, pues un empleado público medio ganaba aproximadamente treinta dólares. Dividí los billetes entre los bolsillos delanteros de mis jeans, que se abultaban visiblemente y dentro de una parka con muchos cierres, que me puse a pesar de los 40º C de Islamabad.

El aeropuerto de Islamabad estaba siempre caóticamente atiborrado de policías, taxistas, cargadores de maletas, captadores de hoteluchos, mendigos y toda una pobrísima muchedumbre que vivía de pequeñas propinas. Para tomar un vuelo existían al menos seis filtros de seguridad con máquinas detectoras de metal y policías que hacían cacheo manual. Era de noche y el lugar estaba repleto con largas filas de pasajeros esperando salir del país. Por supuesto que mis abultados bolsillos llamaron la atención y a requerimiento de un agente debí sacar los manojos de billetes y contarlos uno por uno, para asegurar que su monto no transgredía la ley. Todo esto sucedía delante de tres policías que se miraban capciosos unos a otros y del asombrado gentío que pasaba por nuestro lado.

Este procedimiento se repitió en cada filtro en que tuve que repetir una y otra vez las explicaciones mostrando mi pasaporte con visa de funcionario internacional. Cada oficial se mostraba más curioso que el anterior, mirando codicioso cada recuento de plata mientras a viva voz llamaba a otros colegas. Sentí una tremenda vergüenza, pero más aún temor por la policía que tenía fama de corrupta. Por fin suspiré aliviado cuando me embarqué en el avión a Londres.

En el aeropuerto Heathrow de esa ciudad, todo se repitió y volví a dar más explicaciones, pero esta vez en una sala privada, donde me hicieron pasar apenas entré a migración, cuyos funcionarios seguramente estaban “dateados”. En ese aeropuerto, los vuelos que llegaban del subcontinente indio estaban sujetos a controles especiales y el trato de los agentes era duro y arrogante. Solo mi pasaporte europeo los calmó un poco y logré zafármelos. En adelante no saldría de los aeropuertos hasta llegar a Chile de madrugada, donde nadie se fijó en mis pantalones que, tras dos días de viaje, abultaban por varios lados.

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