Hugo Hanisch Ovalle - Para hacer el cuento corto...

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Para hacer el cuento corto…, Hugo Hanisch Ovalle nos sorprende con entretenidas y aventureras experiencias vividas en sus diversos viajes y trabajos alrededor de todo el mundo, acompañadas por maravillosas acuarelas de su propia y genial mano, que deleitarán al lector a medida que avance por cada una de las inolvidables anécdotas. Aunque concebido para dejar un testimonio a sus descendientes, ofrece un rico contenido que atrapará a todo tipo de lector. En su interior encontrará entretenidas anécdotas, descripciones llamativas, datos históricos y detalles sobre situaciones políticas, sociales y culturales. Elementos que muy bien coordinados permiten hacerse una idea del contexto de cada escrito según el país y el año en que ocurrió lo narrado.

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Todos los zorros del mundo deben hacer lo mismo, pero lo que aquí contaré sucedió en Marchigüe, con su adusto paisaje de secano donde estos hermosos animales deben recurrir a toda su imaginación para sobrevivir. Contrariamente, he leído que en ciertos lugares los zorros se han convertido en carroñeros comiendo lo que encuentran en las bolsas de basuras domésticas y seguramente su ADN mutará hasta ser domesticados a fuerza de hambre.

Cuando existían grandes ovejerías, los periodos de parición debían ser cuidadosamente vigilados por los ovejeros, quienes protegían a los corderitos de perros “cebados” y “chillas” como llamaban a los zorros. Los perros ajenos se combatían con carne envenenada que las inteligentes chillas jamás probaron, y por eso los ovejeros debían portar escopetas para proteger su ganado. Cuando iban armados jamás veían un zorro, pero bastaba que el arma quedase olvidada, para que acompañaran alegres al ovejero, en cuya presencia jamás depredarían.

Para terminar con los zorros antes de la parición, se organizaban cacerías con jaurías adiestradas para ello, que al menor atisbo de almizcle zorruno se largaban en su persecución. Los perros se turnaban para perseguir al zorro que, cuando se cansaba, usaba la extraordinaria solución de correr en círculo tantas veces como los perros le dieran chance y de un gran brinco saltaba lejos, de suerte que el olor impregnado en el pasto fuese tan intenso que los perros terminaran persiguiéndose a sí mismos alrededor del círculo.

Cuando una chilla cruzaba un arroyo, jamás salía por enfrente de donde entraba, sino que se escabullía aguas abajo para terminar de cruzar el afluente a mucha distancia desde donde los perros siguiendo su olor, cruzaban desbocados para perder para siempre su rastro.

Sin embargo, la más extraordinaria experiencia fue ver cómo un zorro se sacaba las pulgas sin rascarse frenéticamente como los perros. La chilla se hizo de un pequeño vellón de lana de oveja y se metió con lentitud a una poza de agua, de esas que permanecían todo el verano en los esteros. Con el vellón en el hocico sumergió su larga cola lentamente hasta quedar cubierta de agua. Una vez hecho eso, hundió las patas traseras con extremada parsimonia y se sumió gradualmente desde atrás hacia adelante hasta dejar solo la cabeza afuera. Con mayor lentitud aún, sumergió la cabeza hasta que solo el hocico y después sus fosas nasales quedaron al aire, para desaparecer por completo dejando a la vista no más que el vellón de lana. La chilla se mantuvo totalmente bajo el agua no menos de tres minutos hasta que soltó el vellón y dejó que la suave corriente lo alejara. Una vez que el amasijo de lana estuvo suficientemente lejos, emergió y de un salto estuvo en tierra firme.

Las pulgas que tenía el zorro fueron arrancando del agua cuerpo arriba a medida - фото 23

Las pulgas que tenía el zorro fueron arrancando del agua cuerpo arriba a medida que el animal se sumergía. Primero pasaron de la cola a las ancas, de ahí al lomo, después a la cabeza y cuando esta se sumergió, saltaron para ponerse a salvo en el vellón de lana que derivó por las aguas sin dar tiempo a que brincasen de nuevo sobre la chilla. Luego de esperar que el peligro pasara, salió del agua para sacudirse vigorosa y alegremente mientras las pulgas se alejaban flotando en el vellón de lana, aguas abajo.

A veces participaba a caballo en las cacerías que se organizaban en el lugar, y si bien iba armado con una escopeta, jamás disparé pues me daba mucha pena matar un animal tan lindo e inteligente. De haberlo hecho, habría quedado con un cargo de conciencia infinito. Ya casi no hay ovejerías y ojalá los zorros de Marchigüe vuelvan y sigan siendo tan “zorros” como antes.

Rumbo a Haiphong

Llegué a Hanói el año 2016 convencido de que encontraría una nación devastada por la guerra, y no pude estar más equivocado. La mítica capital del entonces Vietnam del norte era próspera, bulliciosa y de la guerra apenas quedaba un recuerdo en los museos. Los gringos que invadían la ciudad no vestían de camuflaje, sino ropa ligera y en vez de fusiles llevaban cámaras fotográficas.

Fue tan importante en nuestra juventud la guerra de Vietnam, que casi ritualmente me propuse rehacer la famosa ruta de aprovisionamiento militar durante el conflicto. Haiphong es el puerto por donde el Vietcong, como se llamaba el ejército revolucionario de Vietnam, recibía sus pertrechos durante la guerra, y fue asiduamente bombardeado por Estados Unidos. Allí las temibles fortalezas volantes B-52 utilizaron las devastadoras bombas de saturación para destruir vastísimas áreas de la ciudad.

Las municiones y el armamento eran desembarcados y trasladados heroicamente a los frentes de combate en trenes de aprovisionamiento, que llegaban allí por el majestuoso puente de fierro Long-bien sobre el río Rojo, diseñado por Eiffel a principios del siglo XX. Destruido en varias oportunidades por los bombardeos a la capital vietnamita, lo reconstruyeron cada vez con una tenacidad admirable, reparando las ruinosas pasarelas por donde cientos de ciclistas trasladaban las armas pequeñas y partes y piezas de equipos pesados previamente desarmados.

Tomé el tren de madrugada en la estación Ga-Hanói, que aún arrastraba carros de la época de la guerra con asientos de madera por entre las calles de la capital, donde los comerciantes debían hacerse a un lado al paso del tren y recuperar sus sitios de venta apenas quedara despejada la vía férrea. Era tan estrecha, que desde el tren se observaba a un par de metros, el interior de las casas y su vida familiar.

El tren cruzaba por los suburbios de Hanói y se adentraba en la zona rural donde predominaban los arrozales, cultivados manualmente por campesinos de típicas chupallas cónicas, y a los costados de la línea se veían muchos estanques para la crianza de patos destinados a la cocina gourmet de los vietnamitas. Los pueblos rurales tenían al igual que las ciudades, casas angostas de varios pisos profusamente decoradas al mejor estilo francés. Por todas partes se veían cientos, si no miles, de bicicletas y bicimotos circulando caóticamente.

Tras tres horas de viaje, se llegaba a Haiphong con sus barrios afrancesados conviviendo con la multitudinaria compraventa callejera de todo tipo de mercancías. La gente comía en la calle arroz con el que acompañaba trocitos de pescado y carne, olvidándose de la guerra de la que nadie hablaba, aunque aún se veían cicatrices de los feroces bombardeos aéreos. El calor era menos sofocante que en Hanói, pero había poco que ver si no se seguía rumbo a las hermosas islas dolomíticas de la bahía de Halong, que, con justa razón, fue elegida como una de las maravillas naturales del mundo.

Fui por el día y volví cansado, pero satisfecho de la experiencia, en el tren de la tarde, que resultó tan viejo como el anterior, con mis audífonos a todo volumen escuchando esa música rock con que frívolamente identificábamos entonces la guerra de Vietnam. Ahora, sin embargo, me resultará difícil olvidar cuanto sacrificio significó para toda una nación que, a pesar de su pobreza y las atrocidades sufridas, resultó victoriosa e irónicamente adoptó las prácticas económicas de su enemigo.

El cementerio de Al-sheik

Mi estadía en Pakistán se desarrolló en un periodo bien turbulento de la historia de ese país, pues coincidió con la guerra de Afganistán, la insurgencia de los talibanes en Islamabad y el derrocamiento del gobierno militar del General Musharraf. El ambiente político era muy difícil y empeoró con el asesinato de la ex primera ministra Benazir Bhutto a pocas cuadras de mi oficina. Tuve la suerte de contar con los agregados militares de Chile, quienes, advertidos como diplomáticos, nos avisaban de posibles asonadas.

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