Hugo Hanisch Ovalle - Para hacer el cuento corto...

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Para hacer el cuento corto...: краткое содержание, описание и аннотация

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Para hacer el cuento corto…, Hugo Hanisch Ovalle nos sorprende con entretenidas y aventureras experiencias vividas en sus diversos viajes y trabajos alrededor de todo el mundo, acompañadas por maravillosas acuarelas de su propia y genial mano, que deleitarán al lector a medida que avance por cada una de las inolvidables anécdotas. Aunque concebido para dejar un testimonio a sus descendientes, ofrece un rico contenido que atrapará a todo tipo de lector. En su interior encontrará entretenidas anécdotas, descripciones llamativas, datos históricos y detalles sobre situaciones políticas, sociales y culturales. Elementos que muy bien coordinados permiten hacerse una idea del contexto de cada escrito según el país y el año en que ocurrió lo narrado.

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Hice escala en Kuala Lumpur y aproveché de conocer y recorrer la ciudad, cuyo gran atractivo eran las torres Petronas que, sin lugar a duda, eran espectaculares, en especial cuando se iluminaban de noche. El resto de Kuala Lumpur no era ni chicha ni limonada, pues carecía del encanto de las ciudades del sudeste asiático y no tenía aún el desarrollo comercial de Hong-Kong o Singapur.

Los vuelos se iniciaban muy temprano por la mañana y el aeropuerto debía permanecer abierto toda la noche por las largas esperas de los pasajeros. Como el tren funcionaba solo hasta medianoche, en el terminal aéreo debían pernoctar cientos de pasajeros que quedaban atrapados entre las ventanillas de migración y los filtros de seguridad que se activaban solo poco antes de los abordajes. El aeropuerto era gigantesco, pero nunca fue diseñado para un alojamiento masivo.

En sus inmensos pasillos, resplandecían las tiendas de marca aprovechando la zona libre de impuestos, pero durante la noche cerraban, dejando los pasillos convertidos en verdaderos socavones mal iluminados, en los cuales los pasajeros pernoctaban acomodándose en el suelo. Naturalmente, la gente se distribuía a los costados para dormitar sin interrumpir el tráfico de pasajeros que iban llegando con cuentagotas durante toda la noche. Los pasillos eran muy largos pues debían permitir el acceso a tantas mangas de abordaje y en toda su extensión era posible ver gente recostada durmiendo en el suelo. Muchas eran familias completas que organizaban verdaderos campamentos desplegando frazadas y colchonetas donde dormían niños y abuelos resguardados por el duermevela de los adultos. Sin embargo, la mayoría eran jóvenes que viajaban aprovechando los bajos precios de las líneas aéreas que, por regla general, se cubrían con capuchas y no paraban de usar sus celulares con cualquier motivo.

Resultaba impresionante caminar en pleno siglo XXI por un inmenso corredor en penumbras que asemejaba a una gran gruta, flanqueado por interminables hileras de sujetos encapuchados a cada lado con sus caras mal iluminadas por las pantallas de sus celulares, que asemejaban velas encendidas. Parecía ser una procesión medieval de monjes capuchinos sacada de una novela de Ken Follett. Para colmo, sus conversaciones apagadas recordaban una especie de canto en sordina propio de un funeral.

Si alguien despertara de un sueño de mil años, creería en el milagro de la resurrección, pues después del velorio y como por arte de magia, a las cinco de la mañana se encendieron todas las luces, todo se puso instantánea y frenéticamente en movimiento, y se abrieron como por arte de magia las deslumbrantes tiendas del duty free para mayor consumo de todos.

Padrino de Boda en Pakistán

Ahmed era mi edecán en Pakistán, pues gracias a su inglés aprendido en Gran Bretaña, apoyaba nuestra misión del Banco Mundial. Siempre estaba gentilmente a mis órdenes y continuamente me conducía cuando necesitaba movilizarme. Aprendí a estimarlo mucho y conocí a su familia en varias oportunidades, cuando pude conversar con su hija Zoraida, de quince años, quien ante mí debía cubrir su cara con un chal de seda. Más de alguna vez debí contenerme ante mi casi automática reacción de darle un beso en la mejilla, que en Chile habría sido una mera cortesía, pero en Pakistán hubiera sido una afrenta terrible. A las mujeres jamás se les podía tocar pues un simple apretón de manos hubiera significado un sacrilegio.

Estando un día en la oficina, Ahmed se me acercó con unos papeles para indicarme solemnemente que, tras una concertada reunión familiar, se me había designado como padrino matrimonial de Zoraida, quien debía encontrar novio apenas cumpliese dieciséis años. Ser padrino en Pakistán es muchísimo más serio que en Chile, pues allá es quien decide el novio para su ahijada. Me entregó con formalidad los currículums con foto, nombres, estudios y experiencia laboral de tres muchachos que la red casamentera de Pakistán había seleccionado para ella, cuando los padres buscaron cuidadosamente el mejor novio para pactar el matrimonio de su hija.

La costumbre era conducida con solemnidad por los padres y en nada correspondía al intercambio de una hija por tres ovejas y un camello, con que occidente ha caricaturizado lo que nosotros llamábamos dote hace no tanto tiempo. Esa tradición podía incluir un padrino para elegir al mejor candidato entre aquellos seleccionados meticulosamente por las celestinas y haber sido designado como tal, constituyó un honrosísimo compromiso. Quedé perplejo y no atiné a articular palabra alguna ante tan insólita petición hasta que percibí la angustiosa mirada de ruego de mi buen edecán. Haberme negado, habría sido una terrible afrenta a la familia.

Aún en estado de shock, me propuse revisar las fotos que poco me decían y sus datos, que me eran absolutamente insuficientes para evaluarlos como maridos. Estando consciente de la tremenda responsabilidad que asumía, le planteé la necesidad de someterlos a un cuestionario para saber más de ellos, lo que celebró mucho. De inmediato envié un mensaje a mi hija psicóloga pidiéndole esas plantillas de reclutamiento de personal con preguntas entrecruzadas, sin indicarle el motivo, pues de haber sabido la verdad, ni me habría contestado.

Apenas llegadas las respuestas, pude hacerme una mejor idea de cada candidato y reflexivamente elegí a un joven ingeniero originario de Multán, una tórrida ciudad camino a Karachi. Rogando a Dios que mi intuición no me traicionase, aproveché de condicionar el matrimonio para cuando ella cumpliera los dieciocho años. Esto fue aceptado y de inmediato se anunció el compromiso, a pesar de que los novios no se verían sino hasta el día de su boda.

Se visitaron mutuamente los futuros consuegros, los futuros novios se presentaron separadamente ante sus nuevas familias, y me atreví a contarle la verdad a mi hija, que terminó indignada con mi padrinazgo, a pesar de explicarle la imposibilidad absoluta de negarme.

Dejé para siempre Pakistán cuando expiró mi contrato a fines de 2009 y me olvidé del asunto, hasta que tres años después recibí un primoroso parte de matrimonio firmado por los novios, invitándome a la ceremonia nupcial donde yo ocuparía un sitial de honor. Desgraciadamente me era imposible viajar y me excusé de hacerlo en una carta llena de felicitaciones y bendiciones. Un mes después recibí las fotografías del matrimonio en que el novio lucía un satinado traje de sultán con turbante y pluma junto a Zoraida que aparecía espléndidamente vestida de seda y lentejuelas. Otras fotos mostraban la secuencia del novio conociendo a la novia tras descubrir su velo nupcial, y varias escenas del festín que duró tres largos días.

En todas las fotos se veía un asiento desocupado al lado de los novios, quienes me hicieron saber que honrosamente me correspondía.

Aguantando como se podía Corría el año 1973 con su feroz carga política en un - фото 24

Aguantando como se podía

Corría el año 1973 con su feroz carga política en un país desgarrado por los ideologismos que nos llevaron a odiar familiares, compañeros y amigos, por el solo hecho de enarbolar banderas distintas. Mi padre había tenido un infarto por la tensión que se vivía en el campo donde había invertido todos los ahorros de su vida y a los veinte años debí hacerme cargo de Marchigüe, un campo ovejero absolutamente improductivo, que se mantenía por ese entrañable amor a la tierra de quienes desde chicos se nos inculcó el ideal de la vida campesina. No me fue tarea fácil armonizar mi ingeniería con la administración de un fundo distante entonces a cinco horas de Santiago.

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