Mi primera experiencia difícil me sucedió en Tailandia con una profunda carie en una muela del juicio. Me conseguí un dato de un dentista que sabía inglés y atendía en una clínica que daba a un canal cerca de Pantip, al costado del mercado Pratunam. El problema fue que me tuvieron que sacar no solo esa muela, sino también las tres restantes para evitar problemas al morder.
Mi complicación fue que nunca había practicado el inglés del vocabulario dental y debí entenderme con una torpe mímica y la boca muy abierta. El odontólogo hizo correctamente su trabajo, pero tras las sesiones terminaba muy adolorido y la anestesia que mantenía mi boca caída me obligaba a guiar por señas al descalzo conductor del toc-toc, un triciclo a motor que me llevaba de vuelta al hotel por las intrincadas callejuelas y canales de Bangkok. Debí ser muy brusco con el motociclista cuando insistía en llevarme a ver un sastre hindú que le ofrecía pagar medio litro de bencina por cada cliente que le llevara y por suerte esa vez no se le ocurrió recolectar bencina de los lujosos prostíbulos de Bangkok en cuyos amplísimos ventanales se exhibían decenas de mujeres en plateados bikinis ordenadas en perfecta degradación del color de piel.
Lo más difícil fue lo sucedido en Islamabad, pues se me salió una tapadura por un mal mordisco que fracturó lo que quedaba de una muela. Mi buen asistente Ahmed me llevó a una clínica dental en el mercado Melody, a la que se accedía cruzando unas callejuelas fétidas entre comistrajos, alfombras, carnes colgando en canal, agua estancada, especies y comedores populares.
Fueron amables, pero desconfié de los dentistas y sus auxiliares que usaban largas y anaranjadas barbas teñidas, vestían kamises y sandalias, y solo uno usaba un delantal que alguna vez había sido blanco. La consulta tenía cuatro sillas y parecía más una peluquería que un consultorio dental.
Recordé al dentista que antiguamente visitaba Marchigüe una vez por semana, cuya fresa funcionaba con un ayudante que la hacía girar pedaleando una bicicleta estacionaria en un corredor del único hotel del pueblo, que reclutaba a los “ciclistas” que no se preocupaban mucho de ser asépticos. Era mejor aportar uno o más ciclistas propios si se quería acortar el tiempo sometido a la torturante máquina, pues pedalear era agotador.
Los dentistas en Islamabad se paseaban de paciente en paciente y nunca vi que se lavaran las manos a pesar de que ninguno usaba guantes. Como no entendía el idioma, no pude contestar las típicas observaciones que los dentistas hacen cuando uno no puede cerrar la boca. El diagnóstico indicó que debían extraer la muela, pero sencillamente no me atreví y di una excusa tonta para que solucionaran el problema con una gutapercha que aguantara hasta volver a Santiago.
Después se me soltó una corona y de nuevo mi asistente salió en mi auxilio, pero esta vez me llevó a su propio dentista que no era tal, sino un estudiante que atendía por turnos en un local comercial de un mercado menos concurrido. Arriba de la “consulta” había un gran cartel pintado con una gigantesca placa dental y el sillón era una mecedora que el futuro dentista reclinaba con el pie en un corredor al aire libre que compartía con un local de frutas y otro de artículos plásticos.
Esta vez fue más fácil, pues la corona se pegó con “la gotita” y no compartí un espejito dental con otros pacientes.
Las victrolas bien acampadas
La vida rural en el secano hace cincuenta años era vivir en tiempos de la colonia. No había luz, apenas agua que se sacaba de las norias, y los niños, hijos de patrones e inquilinos, compartíamos las pozas de agua del estero, los caballos y almorzábamos choclos cocidos, tomates con ají y de postre sandía con harina tostada bajo la sombra de las carretas a pleno sol.
Todo empezaba bien temprano lechando las vacas maneadas en el pretil. El pan salía humeando del horno a las siete y era idéntico a la galleta de peón hecha de “trigo entero” que se repartía a diario a los trabajadores. Luego se servía el desayuno en el gran repostero donde desde temprano se afanaba limpiando el piso, cambiando manteles y encendiendo la cocina a leña.
El desayuno era un tazón enlozado de leche con chocolate y las rebanadas de pan se untaban con dulce de mora pues el de membrillo se dejaba para el invierno. Todos partíamos en la mañana con lo que nos sobraba en las alforjas de las monturas.
A las ocho estaban los caballos ensillados y nos seguía una retahíla de perros quiltros que nos hacían compañía interesados por los pedazos de pan que les tirábamos de vez en cuando. Cada día tenía su afán y por las mañanas jugábamos a la pelota y por las tardes nos bañábamos en el estero construyendo barcazas con viejas artesas, aun cuando había que reposar dos horas por eso de los calambres estomacales. De vuelta por las tardes teníamos las aburridas clases de alemán, hasta que obscureciendo arreábamos al ganado de vuelta a la querencia.
Otra cosa era en tiempo de misiones donde el día se iniciaba con una misa bajo un corredor y a quienes comulgaban después de tres horas de ayuno, les tocaba pan de huevo al desayuno. Había que acompañar a los curas en los catecismos, arreglar las bancas y hacer de sacristanes en la misa de la noche, donde todo el pueblo cantaba chillonamente el “Alabado”.
Por las noches se cenaba, se rezaba el rosario y se apagaban las luces, y tipo diez nos mandaban a acostarnos, pero nos escabullíamos a la pieza de los empleados, donde la charla con tortillas al rescoldo duraba hasta pasada la medianoche.
Mientras pelaban papas o hacían humitas, escuchábamos las radionovelas nocturnas que apenas se oían en una radio a tubos hasta que se cortaba el generador. Sin luz, igual nos las arreglábamos con velas y las viejas sacaban unas victrolas a cuerda que se plegaban como un maletín de cuero.
Ahí empezaban las tonadas, los valses y las rancheras, pues la cumbia no nos invadía aún. Como la cuerda del aparato estaba vencida era necesario mover la manivela para que funcionara el tocadiscos, aunque había que ser muy regular para que la tonada no terminara pareciendo tango. Las agujas se gastaban pronto y en el pueblo las volvían a afilar, pero no siempre se encontraba al maestro, así que cuando no había repuestos, nos mandaban a sacar espinas de espino que bien duraban unas cinco canciones.
En una oportunidad, cuando se iniciaba la nueva ola, llegó por primera y única vez a Marchigüe un show de conocidos artistas. Con pancartas y altoparlantes anunciaron la presentación de Ginette Acevedo, Marco Aurelio, y Luis Dimas y sus Twisters como plato de fondo. La taquilla se agotó como una semana antes del espectáculo que se armó en el viejo teatro de adobe, donde durante semana santa, el cura del pueblo pasaba viejas películas en blanco y negro acerca de la pasión.
Fue una estruendosa presentación de la que se habló por mucho tiempo, aun cuando durante el espectáculo, las señoras observaban en silencio y los huasos estrujaban sus sombreros de paño. Nadie chillaba por sus ídolos ni tarareaba sus canciones, pero la vieja victrola a cuerda ligerito fue reemplazada por las radios a pilas y Juan Charrasqueado por el Rock del Mundial.
Dubai es la capital de los Emiratos Árabes del Golfo Pérsico y sede de la lujosa aerolínea Emirates que debí utilizar cuando British Airways suspendió sus viajes a Pakistán por el riesgo terrorista. Sus aviones eran lujosísimos y en todo momento se podía saber con exactitud la dirección a La Meca para acompañar las oraciones que rezaba solemnemente el piloto a sus horas rituales.
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