El resultado obvio fue que, tras una docena de anotaciones, dictaminó que mi matrícula quedaba condicional y debí acompañar a mi padre a una reunión que me imaginaba sería mi moledora de carne.
La reunión empezó con el cura prefecto fumando un puro y ostentando tras su escritorio la arrogante autoridad que tenía sobre más de mil quinientos alumnos y le exigió a mi padre identificarme con mi número.
―1554, papá…
Mi padre no me dejó terminar y le volvió a preguntar por mi situación deletreando mi apellido a lo que el cura insistió con el número. En ese minuto me di cuenta de que la balanza se inclinaba a mi favor, en especial cuando mi padre le dijo muy sereno que no entendía cómo podía condicionar mi permanencia en el colegio si solo me conocía por un número.
―…No parece ser una buena práctica docente
El cura se encolerizó y le preguntó que quién se creía para cuestionar las prácticas docentes del colegio.
―Soy el decano de la Facultad de Economía de la Universidad Católica de Chile y ahí le dejo mi tarjeta…
El cura quedó mudo y en su confusión le pidió disculpas y solo atinó a ofrecerle puros buscando re entablar una conversación coherente que mi padre rechazó cortésmente al momento que me invitaba a salir con él. Yo no daba más de dicha.
El prefecto tuvo un giro copernicano en su vida y varios años después se destacó por su humanidad que le hizo referente de toda una generación de alumnos muy proclives al socialismo y fue caracterizado en una exitosa película.
Cursé mi secundaria en el colegio jesuita de San Ignacio y me acostumbré de inmediato y a pesar de no mejorar mucho mi conducta, guardo muy buen recuerdo de los curas. Había uno que provenía del sur y era étnicamente alemán, de lo que se ufanaba pronunciando sus primeros cuatro apellidos. Era químico y estaba encargado de la biblioteca que mantenía germánicamente ordenada. Sin embargo, debió tener algunas confusiones, pues en una oportunidad me fijé que, a un costado de su escritorio, había un retrato de Adolfo Hitler.
Fue trasladado tiempo después y nadie supo más de él, hasta que mucho después, un buen amigo mío lo encontró haciendo clases en la Universidad Católica de Quito. Continuaba dedicado a la química, pero había envejecido y cambiado radicalmente de postura política, al punto de ser un ferviente partidario de la teoría de la liberación y apoyaba las guerrillas revolucionarias. Nunca alguien supo más de él.
Un generoso hombre
de campo
Mi padre lo encontró viviendo bajo un puente cerca de nuestro campo. Nadie lo conocía y no podía pasar desapercibido. Tenía once años y el conviviente de su madre lo había echado de su casa apenas murió ella. Llevaba varios días sin comer deambulando desorientado por más de treinta kilómetros.
Debió ser el año 1950 y no existían la información ni las leyes actuales, así que lo acogió y, apenas le dio de comer, lo envió a bañarse en el baño de las ovejas para matarle las pulgas y los piojos. Lo vistió con ropa vieja, el maestro del fundo le hizo unas ojotas y alguien le cortó el pelo.
Desde entonces no se movió de allí, pues mi padre le buscaba pequeñas pegas en el jardín; le enseñó a ensillar sus caballos y le acomodó un lugar en el granero para dormir. Al poco tiempo, madrugaba sonriente para hacer sus quehaceres.
Buscaron a su familia durante mucho tiempo, pero no fue posible encontrarlos por su difícil situación, ya que no tenía papeles y al parecer nunca los había tenido, aunque aseguraba llamarse “Jeneroso Parra” y lo podía escribir. En esos años los niños eran “pasados por el civil” cuando con suerte iban a la escuela, lo que raramente sucedía antes de los diez años.
Durante mucho tiempo colaboraba en lo que se necesitara, ya fuese barriendo, regando o yendo de compras menores al pueblo, no sin que antes mi mamá le enseñara el valor de los billetes y a contar el vuelto. Por último, se le dio una pieza desocupada al lado de las cocheras cuando se pudo conseguir su primer certificado de identidad. Me lo regaló emocionado cuando no hace mucho, lo fui a visitar al pueblo donde ahora vive. Mi padre, que era abogado, consiguió inscribirlo con su verdadero nombre, del que siempre fue orgulloso, y recién de viejo supo quién había sido su padre.
Después fue trabajador de campo y por años circulaba con una pala al hombro, hasta que llegó a ser ovejero cuando aprendió a esquilar y se puso botas. Para mí, mis hermanos y mis primos, fue nuestro héroe infantil que calzaba a la perfección con los famosos cow-boys de esa época y lo acompañábamos de madrugada a arrear el ganado. Dábamos la vuelta al día comiendo por el camino los sándwiches de pan negro, charqui y ají que nos preparaba el casero, mientras aprendíamos a silbar a los perros y apurar al ganado con gritos. De vuelta mi madre nos esperaba con sandía y harina tostada.
Generoso fue buen futbolista y llegó a ser un temible defensa lateral de un club de Marchigüe, a donde lo íbamos a ver jugar los días domingo. Sin embargo, un día cambió su caballo por una bicicleta de media pista y se largó a recorrer el mundo a pesar de los consejos de mi padre, quien había terminado siendo su padrino. Todos lloramos su partida mientras lo vimos alejarse camino al pueblo llevando una vieja maleta.
Volvió años después para casarse con una mujer algo mayor y se arranchó en el fundo donde siempre nos recibía alegre en su casa del potrero más alejado del campo. En invierno nos invitaba a desmontar para comer junto al brasero empanadas de chagual, y tomar café de trigo tostado.
Aún vive. Se jubiló hace muchos años y lo visito a menudo. Le pido siempre que me describa la única vez que en su vida fue a ver jugar a Colo-Colo en el estadio nacional, la que narra alegre como un niño, aunque cada vez que se acuerda de mi padre, no puede contener las lágrimas.
Una de las ventajas de trabajar en Pakistán era que estaba en la antípoda de Chile y podía elegir cualquier ruta para cruzar el planeta. En una oportunidad derivé desde Londres a El Cairo para llegar a Islamabad. No conocía Egipto, así que me preparé estudiando cuanto pude en Internet. Me embarqué en un vuelo de British Airways que despegó de Londres con mucha llovizna y por alguna razón debimos acceder al avión por las escalerillas. Íbamos en fila subiendo cuando una señora que me precedía con dos guaguas en brazos se desequilibró y tuve que contenerla para no solo evitar que cayera, sino para que los niños no rodaran escaleras abajo.
Por lo que debí merecer un agradecimiento, recibí una furibunda mirada del marido que interrumpió su llamada por celular para ladrarme algo que no entendí, pero sí el tono. La mujer me miró incómodamente agradecida mientras recuperaba el equilibrio y me recordaba con la mirada que estábamos ingresando al mundo musulmán.
Llegué al aeropuerto de El Cairo y en la cola de migración recordé también que estaba ingresando a un país subdesarrollado. Todo era desorden y cobros por esto y por lo otro, estampillas, timbres, colas y un calor insoportable.
Por fin tomé un taxi al que regateé la tarifa a cambio de llevarme a un hotelito cerca de las pirámides al que llegamos de noche por la congestión de tránsito que parecía connatural a la ciudad. La experiencia del aeropuerto me enseñó que debía estrujar el tiempo si quería sacarle provecho a la escala, pues el avión a Islamabad salía en la noche siguiente. Negocié urgente con el tipo del taxi un día completo por un precio razonable, teniendo en consideración que debía mantener a dos esposas según me explicó.
A las cinco y media de la mañana, estaba en pie esperando al taxista que se presentó puntual. Cargamos mis maletas y llegamos al acceso a Giza, a un costado de la esfinge, en el momento exacto que abrían el recinto. A esa hora todo fluye con rapidez y antes de cinco minutos estaba vestido de Lawrence de Arabia arriba de un incómodo camello frente a la pirámide de Keops.
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