Hugo Hanisch Ovalle - Para hacer el cuento corto...

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Para hacer el cuento corto…, Hugo Hanisch Ovalle nos sorprende con entretenidas y aventureras experiencias vividas en sus diversos viajes y trabajos alrededor de todo el mundo, acompañadas por maravillosas acuarelas de su propia y genial mano, que deleitarán al lector a medida que avance por cada una de las inolvidables anécdotas. Aunque concebido para dejar un testimonio a sus descendientes, ofrece un rico contenido que atrapará a todo tipo de lector. En su interior encontrará entretenidas anécdotas, descripciones llamativas, datos históricos y detalles sobre situaciones políticas, sociales y culturales. Elementos que muy bien coordinados permiten hacerse una idea del contexto de cada escrito según el país y el año en que ocurrió lo narrado.

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Era cortés, ingenua y amante de la disciplina germánica que nos hacía sufrir en carne propia. Fuera de enseñarnos el alemán, nos imponía la estricta educación del höflichkeit austriaco e intentaba entonarnos cantando las canciones tirolesas Jodelsingen llenos de gorgoritos, que a mis hermanas les divertía mucho. A mí me rapaban la cabeza al mejor estilo bürstenschnitt que usaban los prusianos, cuando lo único que quería era parecerme al melenudo Tarzán. Al final, solo disfrutábamos de su inefable ¡Raus!, con que daba por terminadas sus clases bajo un parrón y nos largábamos al campo.

Cuando íbamos al pueblo en coche, casi ocupaba todo el asiento trasero y apenas podía ir acompañada de mi mamá que era bien menuda. Cuando se cargaba en la pisadera para subir al carruaje, este se inclinaba peligrosamente y las más de las veces los caballos debían caracolear para no perder pie.

Durante el verano se organizaban misiones donde los curas doctrineros llegaban a bautizar, confesar y casar a toda la comarca. Era un evento en que el pueblo y sus alrededores se vaciaban en nuestra capilla, cuyo jardín pasaba a pérdida por las misas al aire libre para lo que se disponían rústicas bancas de madera. Madame, que era muy devota, no se perdía la misa de la tarde y teníamos que acompañarla.

En una oportunidad estábamos aburridos escuchando la prédica con Madame sentada en un extremo de la banca que, por la disposición de sus patas, dejaba la humanidad de nuestra institutriz en volandas. No pudimos resistir la tentación de levantarnos de uno en uno, hasta que quedó solo un primo sirviendo de contrapeso en la otra punta. Cuando se levantó de golpe, la banca se desequilibró violentamente y se disparó como catapulta llevando estruendosamente al suelo a Madame en medio del ofertorio.

La pobre señora cayó sentada al suelo con tal escándalo que la misa se interrumpió con la consecuente algarabía que armaron varios feligreses ayudándola a levantarse. Eran tales las tentaciones de risa de los huasos que apenas podían hacer fuerza y el cura perdió toda concentración adivinando si los gritos en alemán serían jaculatorias o simples garabatos. La misa solo pudo proseguir cuando al fin un gentío logró sentarla de nuevo bajo la adusta mirada de mi madre, que nos obligó a retornar calladitos a nuestros asientos. No hubo sandía con harina tostada de postre ese día.

La vida siguió entre los potreros y las clases que nos impartía debajo de una higuera que siempre me la recuerda. Nuestra Madame debió sufrir con nosotros una frustración inmensa pues ninguno aprendió mucho alemán, aunque se entretenía charlando en francés con mi mamá. Fue un personaje querido que se integró a su manera a nuestro entrañable paisaje campestre.

No supimos más de ella hasta que mucho tiempo después, estando ya muy viejita, fue a nuestra casa de Santiago a despedirse de mis padres, antes de irse a vivir a un asilo de ancianos, donde falleció en completa soledad un par de años después.

El cristo de Chiu Chiu

Trabajé a principio de los 80s en el Ministerio de Justicia en un equipo de trabajo destinado a modernizar los sistemas judiciales del país. Era una pega compleja pues nuestras contrapartes eran los jueces, quienes entonces eran poco proclives a innovar sus viejos procedimientos. Recuerdo haber instalado un computador a un juez de la Corte Suprema, que permitía procesar textos y pidió a gritos que le sacaran el satánico aparato del escritorio.

Se buscaba informatizar los procedimientos judiciales y había mucha resistencia a pesar de que los argumentos sobraban por los miles de causas impunes por el desorden y la corrupción. Para experimentar se eligió un juez innovador de Antofagasta para que en su magistratura se desarrollara un plan piloto y se pudiera probar algunas técnicas muy básicas.

Me integré a un equipo con otros tres profesionales escogidos con pinzas: un administrativo del Poder Judicial, un informático hijo de un alto juez y otra ingeniera que era además monja de esas que no usan hábitos. Todos los frentes habían sido cubiertos para nuestro mejor éxito. Hicimos un buen trabajo y aprovechamos los días feriados para recorrer la región. Fuimos a Chuquicamata y desde ahí, al altiplano a conocer por pésimos caminos de tierra, los pequeños pueblos que entonces eran absolutamente rústicos y aislados en el majestuoso paisaje de los nevados volcanes y las pampas de coirón.

San Pedro era un lugar apenas conocido por las excavaciones arqueológicas del padre LePaige, que recorrimos caminado por sus calles de tierra, de la misma que estaban hechas sus casas e iglesia; Toconao nos sorprendió con un funeral en un atardecer mágico; en Caspana nos tocó la fiesta de las acequias en que el pueblo rogaba por sus cosechas al son de diabladas y una borrachera descomunal. En Chiu Chiu visitamos su iglesia de adobe y techo de paja, construida por los conquistadores y pintada a la cal con puertas y ventanas de cactus que nadie se preocupaba en cerrar. Recorrimos Ayquina, Toconce, Socaire y otros lugares preciosos pero muy abandonados.

De vuelta en Antofagasta y cuando ya nos devolvíamos a Santiago, la policía de Investigaciones del aeropuerto detuvo a la monja por ser sospechosa de haber robado una imagen religiosa desde la parroquia de Chiu Chiu. Quedamos atónitos y fuimos citados a declarar como testigos, lo que podríamos hacer por exhorto desde Santiago en atención a nuestro viaje. Nuestra buena amiga monja, quedó detenida, pero fue socorrida por el juez.

Ya de vuelta en Santiago supimos que ella había sido imputada y dejada en - фото 29

Ya de vuelta en Santiago, supimos que ella había sido imputada y dejada en libertad condicional, por robar un Cristo colonial de madera policromada avaluado en una millonada de dólares el mismo día de nuestra visita. Todos recordamos la hermosa efigie y nos sorprendimos de que siendo tan valiosa careciera de resguardo, pues las puertas estaban sin llave y nadie había que la cuidase. Solo había un viejo libro de visitas que firmamos todos y que imaginábamos era la fuente de información con que contaban los detectives.

No fueron días fáciles declarando en los juzgados e interrogados inquisitoriamente por los jueces del crimen, hasta que se descubrió a un anticuario intentando vender la imagen, que fue de inmediato recuperada para la comunidad de Chiu Chiu. Había sido robada por unos vagos que al ver la oportunidad que se les presentaba, se hicieron de él y vendieron a vil precio.

Fuimos sobreseídos de la causa, pero lo más ridículo terminó siendo el raciocinio policial para imputar a un ciudadano de tan feo delito. Quién más podría ser culpable del robo del Cristo, sino una religiosa que estampó su firma y nombre en el libro de visitas de ese día. Estaba claro como el agua.

Dos curas volubles

Estudié siempre en colegio de curas en Santiago y tengo un buen recuerdo y agradecimiento de ellos, en especial por su paciencia conmigo y la impronta de vida que me inculcaron. Siempre hubo sacerdotes inclinados a diferentes ideologías que trasuntaban de una manera u otra, y basta leer la historia para darse cuenta de que siempre han estado en todos los bandos. Sin embargo, hay dos casos que, por la particularidad de sus vuelcos, me atrevo a narrar.

Estudié mis primarias en el Colegio Saint George que se caracterizaba por su disciplina y espíritu competitivo. Yo era apenas un alumno cuatrero-marzista (de esos que apenas sacan un cuatro en los exámenes de marzo) y mi conducta no se alineaba a la disciplina casi militar que imponía el padre prefecto, un gringo que confundía el colegio con un regimiento.

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