En una oportunidad, viniendo de Nueva York, en la fila del lado viajaban una linda señora con sus dos hijas veinteañeras de rasgos árabes y unas preciosas fachas que resaltaban con ajustados jeans y casi provocativas poleras. Cuando el piloto indicó que la aeronave ingresaba al sagrado espacio saudí, se levantaron raudas al baño para volver cubiertas de pies a cabeza con negros y solemnes burkas.
El aeropuerto era inmenso, con más de trescientas mangas de abordaje y parecía un mall recargado de mármol y adornos. Llamaba la atención la existencia de miles de autos de lujo abandonados en sus estacionamientos, que llevaban años cubriéndose de polvo del desierto al ser abandonados por extranjeros que habían huido acosados por deudas que la ley Islámica castigaba con cárcel.
La ciudad era una larga franja costanera en mitad de un árido desierto de varios kilómetros de ostentosos rascacielos que iba desde el centro histórico hasta la inmensa marina de Jeumeirah. Entre los cientos de lujosos edificios, se podía observar el Burj-el-Arab, único hotel siete estrellas del mundo, y el edificio Burj-Khalifa, que entonces era el más alto del planeta, el que como aguja se iba ahusando a medida que crecía hasta perderse entre las nubes. En esos tiempos, se estaban construyendo un millón de metros cuadrados en una ciudad donde el 85% de sus habitantes eran extranjeros.
Esos no eran todos iguales, pues por una parte estaban los ejecutivos de las grandes firmas occidentales que abrían sucursales allí para expandir sus mercados y los obreros musulmanes que llegaban al país atraídos por los salarios que ofrecía la construcción. Los primeros vivían en los lujosos edificios con vistas al mar y los otros en hacinadas barracas en mitad del desierto, lejos de la ciudad. Muchos de los obreros solo retornaban a sus países después de varios años cuando habían reunido el dinero para comprar una casa y educar a sus hijos en Afganistán, Pakistán o Bangladesh.
Por si el desierto fuera poco, se habían construido unas inmensas islas artificiales en forma de palmeras que albergaban gigantescos barrios de lujo, cuyas palaciegas casas fueron construidas en serie contando cada una con su playa propia.
El problema era que Dubai había sido pensado como un centro de negocios y turismo que materializara la riqueza del petróleo, olvidando que se encontraba en uno de los lugares más explosivos e inhóspitos del planeta. El emirato tiene solo dos estaciones: la calurosa y la tórrida, donde los termómetros no bajan de los 50º C, aun cuando para eso se construyó una inmensa cancha de esquí bajo techo.
Las estrictas reglas morales del islam eran además un contrasentido turístico pues no podía consumirse alcohol y las mujeres debían bañarse cubiertas con burkas. Recorrimos con mi esposa las playas incluyendo las famosas “islas-palmeras”, y jamás vimos a nadie bañándose o tomando sol. En esos días, una pareja inglesa fue sorprendida de noche haciendo el amor en una playa solitaria y los encarcelaron por varios años.
Dubai era una extraña ciudad donde la abundancia del petróleo había transformado una caleta de pescadores en una gigantesca y ostentosa ciudad, en la que mi esposa reparó en un detalle muy femenino: casi todos los edificios estaban vacíos, pues no tenían cortinas.
Viaje a Sukhottai y Chiang-Mai
Bangkok en el tiempo de monzones era un diluvio universal que inundaba la ciudad, así que agradecí tener que partir a Chiang-Mai, la antigua capital de Tailandia que estaba en las montañas. Todos mis compañeros de misión se fueron en avión, pero me aventuré a irme en bus para conocer las ruinas de Sukhottai.
Lo que fue una excusa para disimular mi deplorable estado financiero, resultó ser una linda experiencia. Tomé un bus de recorrido y sin aire acondicionado en el terminal Mo-Chit y me adentré en la Tailandia profunda. Logré un buen asiento, pero cuando íbamos viajando, se subió una vieja monja budista de hábitos blancos y cabeza rapada que se sentó a mi lado. De inmediato llegó el auxiliar a indicarme que debía dejar el asiento, sin mayores explicaciones; intuí que las religiosas debían viajar solas. Tenía una mirada muy dulce dentro de las mil arrugas de su cara.
Estos buses no se detenían en restoranes sino en comedores al aire libre, donde en grandes galpones servían comida barata basada en el popular arroz Khao niaocon pollo kai yangy wok aderezado con mucho picante del norte. Todos compartimos mesas cubiertas con hules y sillas plásticas, maniobrando los palitos para recoger el arroz. Las cocinerías funcionaban en casuchas desde donde salían unos mozos a pie pelado repartiendo los platos, agua y servilletas de papel toalla. Los baños eran apenas unos biombos al aire libre.
El viaje duró seis tórridas horas por un paisaje intensamente verde de arrozales de los que sobresalían inmensos macizos dolomíticos coronados de frondosa selva. Todas las ventanas iban abiertas mientras un viejo televisor amarrado con ligas de goma transmitía descoloridas películas hindúes.
Encontré un hotelito decente en Sukhottai y aproveché un día para recorrerlo pues mi bus a Chiang-Mai partía de noche. Temprano estaba ya buscando un rickshaw que, al contrario de Bangkok, eran a pedales. El pobre conductor era flaco y vestía solo unos bermudas viejos. Por cinco dólares convenimos para que me trasladara al complejo de templos donde debía esperarme en cada uno. El parque histórico de Sukhottai estaba cruzando el río Yom y tenía su mayor expresión en el templo Mahattat que databa del siglo XII. Todo el complejo era de unas cuarenta y cinco hectáreas donde se distribuían decenas de pagodas de piedra de diferentes épocas, completamente rodeadas de canales. El flaco pedalero debió armarse de paciencia mientras yo visitaba cada lugar.
De noche tomé un bus que demoraba ocho horas en llegar a Chiang-Mai, que tiene un clima menos sofocante que Sukhottai y su verde intenso está rodeado de montañas. Por todas partes se veían templos muy dorados y relucientes, en especial la pagoda de oro macizo en Doi-Suthep, donde reposaban unas cenizas de Buda que desde hacía dos mil cuatrocientos años eran custodiadas por cientos de monjes con túnicas de color azafrán. En las montañas vivían los Akha, una tribu tibetana que usan cascos de metal adornados con monedas y cintas de color. Eran pobres, desdentados y vivían de vender lastimosamente artesanías por las calles. Las tribus de Mae-Hong son de origen chino y las niñas usaban collares hechos de anillos de bronce, cuyo número crecía junto con ellas para estirar sus cuellos como jirafas y así desestimular a novios de otras tribus.
Desde allí hasta el río Mekong, la población rural vivía del contrabando de jade y opio, que sus habitantes fumaban en largas pipas de cerámica azuleja mientras las traficaban a lomo de elefantes. Era una zona de muchísimas serpientes venenosas, que los lugareños cazaban a mano pues estaban muy acostumbrados a que todo lo que crecía o se movía, se comía.
Ya en Chiang -Mai participé en un importante seminario al que nos llevaban en limusinas, pero eché de menos la sencillez del descalzo pedalero de Sukhottai.
Nuestra institutriz austríaca
Mis vacaciones en el campo tenían el encanto de reencontrar el olor a tierra, la fruta de verano, la alegría de los perros y las largas cabalgatas con tres primos de mi edad que siempre mi madre acostumbraba a invitar para suplir los hermanos que no tenía. Debíamos tener entre ocho y diez años.
Mis padres llevaban todos los años a una institutriz austríaca para que nos enseñara alemán. Medía casi un metro noventa y debió ser muy bella de joven, pero para entonces había engrosado y nos parecía inmensa. Tenía un largo e impronunciable apellido teutón por lo que la llamábamos simplemente Madame, pues era viuda de un ingeniero francés cuyas juergas la habían dejado en la ruina.
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