Hugo Hanisch Ovalle - Para hacer el cuento corto...

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Para hacer el cuento corto...: краткое содержание, описание и аннотация

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Para hacer el cuento corto…, Hugo Hanisch Ovalle nos sorprende con entretenidas y aventureras experiencias vividas en sus diversos viajes y trabajos alrededor de todo el mundo, acompañadas por maravillosas acuarelas de su propia y genial mano, que deleitarán al lector a medida que avance por cada una de las inolvidables anécdotas. Aunque concebido para dejar un testimonio a sus descendientes, ofrece un rico contenido que atrapará a todo tipo de lector. En su interior encontrará entretenidas anécdotas, descripciones llamativas, datos históricos y detalles sobre situaciones políticas, sociales y culturales. Elementos que muy bien coordinados permiten hacerse una idea del contexto de cada escrito según el país y el año en que ocurrió lo narrado.

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Una mañana recibí una llamada telefónica en un código preestablecido en que se me dio una dirección donde debía “acuartelarme” pues algo iba a “pasar”. Llegué a las ocho de la mañana a una casa que colindaba con mi colegio en la calle Pocuro, donde apenas llegado, me pasaron una subametralladora que jamás había visto y ni sabía cómo usar. Me apostaron en una azotea donde a lo más vigilaba a los estudiantes que salían a los recreos, mientras en el interior de la casa se escuchaban órdenes nerviosas de mucha gente cariacontecida que se agitaba entre la cocina, el salón y el patio.

Se escuchaba por radio el levantamiento del Regimiento Blindado Nº 2 a cargo del coronel Souper, quien había dirigido sus tanques hacia la Moneda, esperando una sublevación general de las fuerzas armadas que nunca ocurrió. Los tanques se dirigieron al centro desde la calle Santa Rosa respetando las luces rojas y llenando petróleo en los servicentros. Durante un par de horas se esperó que el coronel Marshall llegara con sus fuerzas desde San Felipe, pero los generales aplacaron los ánimos de los oficiales subalternos y ni un regimiento se movió mientras apenas sobrevolaban algunos helicópteros. Todo se diluyó y la historia terminó caricaturizada como el “tanquetazo”.

A medida que se aquietaba la calle, aumentaba el nerviosismo entre los conspiradores y la humareda de decenas de cigarrillos. Marshall no daba muestras de llegar desde ninguna parte, Souper había sido arrestado y la policía ya lanzaba su contraofensiva. Mientras los colegios volvían a clase, los conspiradores que parecían caricaturas en busca de un autor se revolvían inquietos buscando escapatoria. Dentro de la camarilla había un tipo flaco alto con la mitad de la cara quemada, un albino lleno de tics nerviosos que se aceleraban por minutos, un gordo de suspensores que chupaba frenético un puro y dos o tres tipos que, sin lugar a duda, eran militares vestidos de civil.

Devolvimos las armas que estoy seguro jamás habríamos disparado y se nos dio la orden de reagruparnos en una casa que por pura coincidencia quedaba a una cuadra de la mía, donde recibiríamos las instrucciones del plan alternativo para secuestrar un avión comercial y partir al exilio. En la espera, recuerdo que un compañero me encargó despedirlo de su novia si caía en acción. Nada pasó y ya de noche todos nos dispersamos, cuando supimos que habían sido apresados los altos dirigentes del abortado golpe. Llegué a mi casa a comer como si nada hubiese ocurrido y comentamos los acontecimientos en la sobremesa.

A la mañana siguiente, quienes pertenecíamos a la inocente tropa debimos pasar a la clandestinidad por unas semanas y me enteré por la prensa de las pesquisas donde se buscaba entre muchos a un tal “Pepe”, sobrenombre que me habían dado por chapa en ese absurdo pecado de juventud.

Había demasiados acontecimientos para que nuestro caso no pasara rápidamente al olvido. Nunca imaginé que los altos mandos buscaban monitorear las reacciones a una acción como la que detonaría un par de meses después.

El avión de los uruguayos

Por esas cosas de la vida, me tocó vivir de cerca el increíble caso de los rugbistas uruguayos accidentados en la cordillera en 1972. En el colegio San Ignacio fui compañero de curso y muy amigo de Pedro Algorta, uno de los sobrevivientes que había vivido en Chile pues su padre era funcionario del BID. En la universidad nos fuimos distanciando pues seguimos diferentes carreras y un par de años más tarde supe que había vuelto a su país por la re destinación de su padre.

Un año después supe que vendría a Chile integrando un equipo de rugby uruguayo y nos preparamos para recibirlo. Todo iba bien hasta que supimos que el avión Fairchild de la fuerza aérea uruguaya que los traía, había desaparecido cruzando la cordillera. Todas las alertas se encendieron y desencadenaron una intensa e infructuosa operación de búsqueda y rescate, desorientada por la última información que el piloto había alcanzado a reportar.

La búsqueda fue terminada ante las imposibles condiciones climáticas y sus amigos concurrimos consternados a un funeral de cuerpo ausente en la capilla del colegio. Era el primer compañero que nos dejaba y fue muy triste saludar en esas condiciones a su familia, en especial a su eterna polola que apenas unos días antes lo esperaba alegre.

Pasados tres meses, llegando de vuelta a casa en plena época de exámenes, mi madre me recibió muy feliz pues en la televisión habían anunciado que existían sobrevivientes y que Pedro estaba entre ellos. Con varios conmocionados compañeros partimos rápidamente a San Fernando, adonde llegamos al tiempo que los últimos sobrevivientes descendían de los helicópteros de rescate. Aún los helicópteros iban y venían rescatando sobrevivientes para trasladarlos al vetusto hospital de San Fernando. Se había congregado la prensa y aparecían acongojados los primeros parientes que viajaron apenas supieron que había vestigios del siniestrado avión.

Recién se había sabido que el piloto temerariamente cruzó la cordillera frente a San Fernando contraviniendo la indicación de evitar una tormenta cruzando por Curicó y mintió acerca de su ruta. Lastimosamente esa falsedad desinformó a los esfuerzos de búsqueda que buscaron infructuosamente en aquellos lugares que supuestamente cubría la ruta de vuelo. Curiosamente siempre relacioné los supuestos últimos minutos de Pedro con nuestro campo de Chimbarongo adonde íbamos con él de vacaciones y que estaba ubicado valle abajo del lugar del accidente, lejos de donde lo buscaban.

Pude entrar al hospital pues contaba con un carné de reportero que conseguí trabajando en la Radio Corporación durante las largas huelgas universitarias. Pude verlo, no sin antes entrevistarme con un comando de la fuerza aérea, quien me explicó y exigió que tomase con la mayor naturalidad todo lo que mi amigo necesitaría desahogar, pues habían penosamente sobrevivido alimentándose de los restos de sus compañeros.

Fue impactante entrar a verlo y encontrar su sonrisa que destacaba entre el pelo que le caía desgreñado sobre la cara que había adquirido un color cobrizo obscuro. Estaba muy delgado y me impresionó ver sus esqueléticos brazos blancos cubiertos del sol por meses, junto a sus obscuras muñecas quemadas por la nieve.

Estaba alegre y aún incrédulo, no tardó en contarme todo lo acontecido en los diez minutos que me permitieron estar con él. Después volvió a su país, estudió en Estados Unidos y tras ser un exitoso ejecutivo en Argentina, se retiró al campo y dedicó a escribir sobre el tema del que se han editado varios libros y hecho un par de películas.

En el año 2012, nos visitó en Marchigüe y tuvimos largas y entretenidas charlas con nuestros hijos. Ha terminado siendo escritor y un formidable conferencista capacitando a ejecutivos sobre cómo tomar decisiones en circunstancias dramáticas, enfatizando con crudos ejemplos que quienes sustentan el poder real de cualquier organización, son quienes administran los siempre escasos recursos disponibles.

Mi pobre dentadura

Si hay algo difícil de solucionar son los dolores de muelas en los países clientes del Banco Mundial, caracterizados por su escaso ingreso y diversidad cultural. En Ecuador íbamos todos a un dentista muy amable que recuerdo era muy barato para los costos que acostumbrábamos en Chile. Era como los dentistas de cabecera que tenían las familias hasta los años 60s, antes de que empezaran las clínicas haciendo coronas e implantes que dispararon a las nubes las cuentas.

En Colombia debí hacerme un tratamiento de canales que me dejó sin poder comer en una semana y en Hungría, que había muy buena odontología, se ejercía en los hospitales públicos y era casi gratis. Mis colegas se aprovecharon de la situación y se arreglaron todos los dientes. Yo fui lo justo y necesario por mi eterno pánico a las máquinas dentales.

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