Hugo Hanisch Ovalle - Para hacer el cuento corto...

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Para hacer el cuento corto...: краткое содержание, описание и аннотация

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Para hacer el cuento corto…, Hugo Hanisch Ovalle nos sorprende con entretenidas y aventureras experiencias vividas en sus diversos viajes y trabajos alrededor de todo el mundo, acompañadas por maravillosas acuarelas de su propia y genial mano, que deleitarán al lector a medida que avance por cada una de las inolvidables anécdotas. Aunque concebido para dejar un testimonio a sus descendientes, ofrece un rico contenido que atrapará a todo tipo de lector. En su interior encontrará entretenidas anécdotas, descripciones llamativas, datos históricos y detalles sobre situaciones políticas, sociales y culturales. Elementos que muy bien coordinados permiten hacerse una idea del contexto de cada escrito según el país y el año en que ocurrió lo narrado.

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Algo muy curioso sucedió muchos años antes de que se descubriera agua y plantaran viñedos. Un buen amigo recogió en el camino a una misionera del ejército de Salvación y la dejó en ese mismo punto, que debo insistir era absolutamente desértico. Se despidió al bajar del auto y se detuvo bruscamente. Volviéndose hacia él, le señaló con la mano que todo lo que se veía tan seco, en unos años sería hermosamente verde, y sin decir más, se fue. Mi amigo creyó que era medio loca, pero quedó muy sorprendido por su seguridad y me lo contó al día siguiente. ¿Quién era? Nunca lo sabré, pero fue una verdadera pitonisa.

Por último, viviendo en Budapest en 1998, una noche soñé vívidamente ir recorriendo viñas a caballo por un camino que cruzaba el antiguo campo que ya no existe. Recuerdo que en el sueño tenía barba blanca y una manta de huaso color vicuña. Ese sendero que llevaba a la casa de un querido ovejero y que se eliminó tras nuestra partición familiar y posterior venta. El camino terminó borrándose del mapa cuando mi nuevo vecino, décadas después, plantó sus viñas.

Cuando en el 2011 se diseñó un nuevo viñedo en nuestro campo, todo se revisó acuciosamente, se levantaron los correspondientes planos topográficos, la plantación por variedades, los sectores de riego, etcétera. En los planos, nunca me percaté de que el camino central del proyecto retomaba exactamente el que había desaparecido hacía treinta y cinco años. La plantación se desarrolló escalonada y, solo en su última etapa, el camino entre los cuarteles se terminó de configurar.

El 2014, mientras revisaba los avances de la nueva plantación, noté con curiosidad que el nuevo camino rehacía el antiguo y más aún, se proyectaba al fundo vecino que precisamente en esa parte, coincidía con otro camino rehaciendo el anterior trazado tal cual como lo había visto en mi sueño. Sentí un escalofrío cuando lo recordé con nitidez, y me percaté de que iba a caballo, mi barba era blanca y llevaba puesta una manta de alpaca. Quedé estupefacto por la coincidencia y se la comenté asombrado a quien me acompañaba.

A la fecha de mi sueño ni pensaba dejarme barba y las mantas huasas se usaban coloridas en vez de las actuales de tonos beige.

El mítico Nepal

Katmandú estaba en un valle enclavado entre los más altos picos del Himalaya, y la escasa longitud de su aeropuerto obligaba a los pilotos a peligrosos aterrizajes, sobre todo arriesgados si se volaba en los viejos aviones de la línea aérea pakistaní que salían de Karachi.

La capital Nepalí reflejaba su ancestral y mística cultura reuniendo pintorescamente budismo e hinduismo, cuyo espíritu mágico la llevó a ser un referente espiritual de la juventud en los años 60s y 70s. Aún vivían allí muchos hippies sesentones que se confundían con los expedicionarios al Himalaya.

Pude conseguir alojamiento en un hotel limpio y modesto, que por treinta dólares diarios me permitía baño privado y un frugal desayuno. El único inconveniente era que mi habitación daba a una escuela monacal budista, cuyos seminaristas cantaban monótonamente toda la noche, acompañados de tambores y el desesperante ulular de las campanas tibetanas.

Las empedradas callejuelas confluían en la céntrica plaza Durbar, que desde siglos estaba frente al antiguo palacio real, rodeada de viejos templos budistas. Entre estos deambulaban turistas, mendigos, comerciantes y santones pintarrajeados con melenas apelmazadas y túnicas de color azafrán, invocando a Krishna, atentos a cobrar algunas rupias por fotografiarse con ellos. La plaza mayor era el mejor lugar para comprar la artesanía local, pero había un fuerte olor a humo, incienso y marihuana, además del inquietante hedor de las piras de cremación hindúes en el cercano río que escurría hacia el Ganges.

La construcción antigua era de piedra y ladrillo y sus pisos superiores de - фото 18

La construcción antigua era de piedra y ladrillo, y sus pisos superiores de madera labrada con ventanas, cornisas y techumbres chinescas. En los templos entraba y salía mucha gente que subía y bajaba escalas ofreciendo flores e incienso en sus altares, a los que llegaban en triciclos cuyos escuálidos pedaleros se disputaban los clientes.

Los centros místicos del budismo eran la colina de Pashupathinat y la famosa Stupa Budhanat, una inmensa pagoda blanca de cúspide dorada, de la que colgaban cintas y coloridas guirnaldas de papel, al centro de una plaza de hospederías para peregrinos. La religiosidad hinduista se concentraba en un templo de cúpula blanca en la mitad de una laguna. Pathan era un barrio religioso más allá del río que dividía la ciudad, en el que se podía admirar varias pagodas y templos, así como un enorme y arcaico monasterio de monjes budistas que vivían en permanente oración. Dejé los zapatos confundido entre la marea de nepalíes que deambulaban por la vieja ciudad que el mundo conoce por su misticismo. Tuve la suerte de ver tanta maravilla apenas seis años antes de que un devastador terremoto arrasara la ciudad, que seguramente tardará mucho en ser reconstruida.

Para captar el espíritu de la ciudad, la caminé días completos o en algún rickshaw si me agotaba, y destiné un día al obligado sobrevuelo del Himalaya en avión. Para hacerlo había que recurrir a las compañías aéreas locales que operaban aviones a hélice, de segunda mano, y transportaban variada carga y pasajeros entre los encajonados valles cordilleranos, ostentando desgraciadamente los peores registros de accidentes en el mundo.

Los aviones demoraban bastante en tomar altura y mi vuelo duró dos horas sobrevolando seis o siete de las más altas y nevadas cumbres de mundo. El piloto se acercó a las montañas cuanto le permitieron los vientos hasta llegar al majestuoso Everest, que miraba impávido al mundo desde su inmensidad. Nos tocó un día despejado como no se veía en años, según dijo el piloto, y lo sobrevolamos por largo rato divisando boquiabiertos las pequeñas manchitas de colores de las lejanas bases de expediciones.

Tras las explicaciones que nos dio el comandante de la nave sobre la historia de la montaña más alta del mundo y sus grandes excursiones, volvimos a Katmandú algo frustrados por no haber podido ver rastro alguno del enigmático hombre de las nieves, a pesar de que volábamos en “Yeti” Airlines.

Bomba en Budapest

Mi oficina de Budapest estaba a medio camino entre el castillo imperial de los Habsburgo en el cerro de Buda desde donde gobernaban los famosísimos Francisco José y Sissy, y la estación de ferrocarriles Deli. Ajenos a la fastuosa historia del Imperio austrohúngaro, en la misión del Banco Mundial éramos siete extranjeros que teníamos la costumbre de almorzar en un pequeño restorán a dos cuadras de la oficina, donde algún consultor que sabía hablar húngaro nos traducía el menú del día, pues la dueña no hablaba sino su idioma natal.

En una oportunidad salieron todos a vacacionar, y estando solo, prefería comer algo más fácil de pedir en un McDonald, por lo que tomaba a diario un tranvía que me dejaba en el centro de Budapest. Para ir allí, cruzaba el túnel bajo el castillo imperial y el famoso puente Szechenyi colgando de sus enormes cadenas, y por la avenida Joszef Attila llegaba a la plaza Erzsebet-Ter en pleno corazón de Pest. Desde allí era entretenido caminar despreocupado hacia el concurrido bulevar Vaci Utca, donde estaban las poquísimas tiendas de marca y los aún escasos restoranes internacionales que la ciudad tenía.

El 5 de Julio de 1998, cuando salía de mi oficina a tomar el puntual tranvía de la una de la tarde, el jefe de nuestra misión entraba al edificio. Del saludo derivamos a una conversación que demoró lo suficiente para perder el transporte acostumbrado, que vi pasar al despedirnos. Contrariado, debí esperar sobre la nieve el siguiente que pasaría quince minutos más tarde, soportando un viento helado que calaba los huesos a pesar de llevar puesta una gruesa parka.

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