Desde allí todo fue flotar por los aires sin más ruido que el viento que se colaba por el maderamen. Ricardo demostró su habilidad con las corrientes de aire y al cabo de unos minutos aprendí a direccionar el vuelo con un bastón de mando y dos pedales que replicaban los que él llevaba. Volamos más de una hora hasta que bajamos siguiendo el curso del río Mapocho para aterrizar con suavidad, hasta que el patín de cola nos recordó lo áspero de la pista.
Desde entonces solo volé en aviones convencionales y he dado varias veces la vuelta al mundo por las facilidades que permite el progreso aeronáutico y me acostumbré a motores y turbinas. Sin embargo, estando en Marchigüe, un buen día se me apareció por los aires un monumental y multicolor globo aerostático. No podía dar crédito a lo que estaba viendo y casi me fui de espaldas cuando me contaron que despegaba a diario por las tardes desde La Patagua, a un par de kilómetros del campo. Podían volar o muy temprano o muy tarde, cuando el aire estaba frío.
Al día siguiente, me las ingenié para llegar adonde despegaba y tuve la suerte de que había fallado un pasajero. Entre todos ayudamos a desplegar e inflar el inmenso globo que empezó a inflarse de costado a lo largo del suelo. El piloto nos fue indicando qué hacer, para que los viajeros que volábamos esa tarde, abordáramos el canasto. A un lado del gran cesto iba el piloto con su parafernalia de quemadores de gas, radio transmisor y altímetro. En el otro nos repartíamos los ocho pasajeros que apenas hablábamos, expectantes por la pequeña aventura que estábamos a punto de iniciar.
El globo se despegó muy suave del suelo y comenzó un lento ascenso flotando por el aire sin más apuro que la puesta del sol. Subió y bajó girando varias veces de acuerdo con el viento y pudimos remontar hasta unos quinientos metros, desde donde se podía ver nuestro querido campo a la distancia. Los globos no son dirigibles y como los vientos predominantes son del suroeste, tras una hora aterrizamos sobre un espino, tras cuyo rebote el globo terminó posándose en un potrero pelado. Allí nos esperaba la camioneta que nos había seguido por tierra con un acoplado donde se plegaba y guardaba el globo, que entre todos terminamos empacando. Después brindamos con un champán por nuestra proeza. Nunca más se le ha vuelto a ver ni he volado de nuevo como los volantines.
Recorriendo la India
en tren
Si se quiere conocer de verdad la India, la mejor manera es en un tren común y corriente, de esos que transportan millones de personas en miles de convoyes que se desplazan por todo el subcontinente a diario. Tomé mi primer tren en Agra, sede del famoso Taj-mahal, con destino a Nueva Delhi. Había visitado el maravilloso templo en un día en que los termómetros marcaron 52º C a la sombra. Para paliar el calor adquirí varias botellas de agua helada que al segundo trago ya estaba caliente e intomable.
Compré un pasaje que no tenía clase, en una estación victoriana abarrotada de personas que pujaban por subir y bajar de los vagones que cada tren acercaba a los andenes con horas de atraso. Se veían muchas mujeres vestidas de sari, musulmanas tapadas con velo, miles de barbudos sijs cubiertos de vistosos turbantes que parecían tener mucha prisa, mientras algunos camellos y vacas deambulaban indiferentes entre el gentío.
Mi tren demoró dos horas en llegar y sobre sus vagones venían miles de personas que trepaban a los techos con asombrosa facilidad, a pesar de que no debía quedar en ellos ni un centímetro cuadrado libre. Tras empujar mucho rato dentro de la marea humana, logré avanzar y hacerme de un lugar en un carro repleto de viajeros amontonados en escaños de acero apilados como estantes. Eran tres pisos de escaños y en cada uno viajaban familias completas que conversaban, comían y dormían apretujadas en el más variado conjunto de colores y olores.
Logré sentarme al lado de la ventana y percibir el caliente aliento de los arrozales hindúes repletos de búfalos negros. Más al interior, el aire era irrespirable, en especial cuando muy cerca de mi cara se balanceaban las sudadas sandalias plásticas de quien iba en el piso superior y con frecuencia se hurgaba los dedos de sus pies a solo centímetros de mis ojos. Todos comían fruta, pan, refrescos y frituras envueltas en papel de diario mientras se intercambiaban asientos trepando. Los viajeros entablaban con facilidad conversaciones con sus vecinos y trocaban comistrajos en el calor infernal de los vagones, que algo se aliviaba cuando adquiríamos velocidad.
En mitad del interminable viaje, sentí que alguien me tocaba los tobillos y de un brinco me aparté para dejar pasar a un leproso que se arrastraba mendigando por el suelo. Un tipo que iba sentado al frente observó mi cara de espanto y en un mal inglés me hizo ver que no era contagioso y que le diera un par de rupias para evitar que siguiera limosneando a costa de sus muñones.
No pasó mucho rato antes de que se presentara una travesti apretujada por la muchedumbre que se atoraba en el pasillo. Vestía un sari colorido y desgastado, llevaba una diadema en la cabeza y barba de tres días. La aparatosa cosmética de la cara se había corrido y le faltaban dos o tres dientes. Nadie se negó a poner algunas rupias sobre su mano suplicante. Por supuesto, no me resté y esta vez el tipo me dijo que nadie se negaba, pues maldecían a los mezquinos con mucha facilidad y los hindúes eran muy supersticiosos.
Llegué a la gigantesca estación de Nueva Delhi casi a la medianoche y contraté en Connaught Circus un rickshaw para que me llevara a mi hostal inmerso en un sobrepoblado arrabal de chabolas y baratillos. Me daba pena ver las flacas piernas de mi conductor bengalí trotando forzadas por la barrosa calle mientras tiraba del carricoche, pero me lo habían aconsejado por seguridad, pues la paradójica paz de los antiguos callamperíos hindúes había pasado a la historia.
No siempre sueño y la mayoría de las veces, se me olvida en pocos segundos. Sin embargo, algunos me han perdurado en la memoria, en especial aquellos tan realistas que recuerdo hasta los colores. Respecto a Marchigüe, tengo tres nítidos recuerdos de sueños de hace mucho tiempo que se han realizado con gran posterioridad.
Mucho antes de haber construido los pozos profundos y menos plantado las viñas, soñé con extraordinario detalle unas mujeres cosechando una viña exactamente en unos potreros detrás de las casas patronales. En ese sueño, que debió haber sido en 1972 o 73, recuerdo que las mujeres cosechaban llevando mascarillas y tocas blancas. Cuarenta años después hay un viñedo plantado justo en ese lugar, en lo que entonces era una pampa reseca y ahora deben cosechar de esa manera a causa de la pandemia del coronavirus.
También soñé varias veces con un recodo del camino a un lugarcito llamado Chequén, hacia la entonces hacienda de Las Aguadillas. En cada sueño lo veía verde y plantado de huertos frutales, que no puedo recordar si eran viñedos o no, y que conducían a un lugar palaciego subiendo unos cerros. Son sueños de los años 70s, cuando ese lugar era un desierto de quiscas, y que décadas más tarde se transformó en un verde vergel. El camino enrumbaba hacia una afamada viña, cuyos viñedos se encaraman en los cerros y su casona de campo, sin ser un palacio, se ha particularmente hermoseado para la recepción de turistas.
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