Silvia Bleichmar - Psicoanálisis extramuros

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Este libro tuvo su germen histórico en 1985, y verá el lector cómo se va desplegando el pensamiento de Silvia Bleichmar a lo largo del curso que dictó a un grupo de profesionales, a pedido de Unicef, en ocasión del terremoto de México acontecido aquel año.

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Cuando yo empecé a trabajar en psicoanálisis de niños me tocó en un hospital ser la observadora de un grupo que coordinaba alguien que, en aquella época, se creía muy chingón (19), donde los niños, que eran enuréticos, andaban en un bote toda la sesión, los niños jugaban a remar toda la sesión, por supuesto, porque eran enuréticos. El consultorio, metafóricamente, se iba llenando de pipí, entonces el terapeuta lo señalaba y me decía “¡Cómo elaboran!”. Yo le respondía: “¿Elaboran qué?”, porque en realidad empezaron y terminaron el tratamiento remando. A los pobres niños, nadie les dijo sobre qué estaban remando. Entonces, la única manera de operar sobre las representaciones es a través del lenguaje y la interpretación es el único elemento que tenemos a nuestra disposición para transformar las redes de representaciones que producen la situación patógena. Cuando se liga un afecto y una representación lo que se hace es transformar el afecto descualificado en un sentimiento, la angustia en amor, odio o miedo; cuando se ligan dos representaciones se reemplaza ese afecto descualificado o que estaba mal emplazado o suprimido a través de la interpretación.

Voy a tomar dos párrafos de Freud de la Conferencia Número 17 para mostrar un poco este modelo de la compulsión a la repetición y a la búsqueda de significación del síntoma. Freud toma dos casos en esta Conferencia, que se llama “El sentido de los síntomas”, y vamos a hablar solamente de uno de ellos para ver de qué manera él desarrolla las hipótesis teóricas a posteriori. Es el caso de una dama de alrededor de 30 años que padece manifestaciones obsesivas graves, de quien Freud dice:

(…) a quien quizá yo habría sanado si un alevoso accidente no hubiera echado por tierra mi trabajo —tal vez les cuente todavía esto—, ella ejecutaba, entre otras, la siguiente, asombrosa acción obsesiva varias veces al día. Corría de una habitación a la habitación contigua, se paraba ahí en determinado lugar frente a la mesa situada en medio de ella, tiraba del llamador para que acudiese su mucama, le daba algún encargo trivial o aun la despachaba sin dárselo y de nuevo corría a la habitación primera (20).

Este es el síntoma compulsivo que aparece en esta señora.

No era ese, por cierto, un síntoma patológico grave [dice Freud] pero sí apto para despertar el apetito de saber. El esclarecimiento vino también de la manera más impensada e inobjetable, sin contribución alguna de parte del médico. Y yo no sé como habría podido llegar a una conjetura sobre el sentido de esta acción obsesiva a barruntar su interpretación. Toda vez que había preguntado a la enfermera: ¿por qué hace eso?, ¿qué sentido tiene eso?, ella había respondido, “No lo sé”. Pero un día, después que pudo vencer en ella un grueso reparo de principio, de pronto devino sabedora y contó lo que importaba para la acción obsesiva. Hacía más de diez años se había casado con un hombre mucho, pero mucho mayor que ella, que en la noche de bodas resultó impotente. Esa noche él corrió incontables veces de su habitación a la de ella para repetir el intento y siempre sin éxito. A la semana dijo, fastidiado: “Es como para que uno tenga que avergonzarse frente a la mucama, cuando haga la cama”; y cogió un frasco de tinta roja que por casualidad se encontraba en la habitación y volcó su contenido sobre la sábana, pero no justamente en el sitio que habría tenido derecho a exhibir una mancha así. Al principio yo no entendí la relación que este recuerdo podía tener con la acción obsesiva en cuestión, pues sólo hallaba una concordancia con el repetido correr-de-una-habitación-a-la-otra, y tal vez con la entrada de la mucama. Entonces mi paciente me llevó frente a la mesa de la segunda habitación y me hizo ver una gran mancha que había sobre el mantel. Declaró también que se situaba frente a la mesa de modo tal que a la muchacha no pudiera pasarle inadvertida la mancha. Ahora no quedaba nada dudoso sobre la íntima relación entre aquella escena que siguió a la noche de bodas y su actual acción obsesiva, pero sí restaban muchas cosas por aprender (21).

Por supuesto, lo primero que queda sin entender acá es por qué la señora hace lo que seguramente hizo el marido, en primer lugar, porque la impotencia era de él no de ella, de manera que pensemos que acá hay una sobredeterminación. Freud cuenta después que esta señora se divorció de este hombre al cual amaba y es evidente que, de alguna forma, ella ha traído sobre sí, ha caído sobre ella el objeto, en el sentido de la melancolía, pero también es cierto que si esto fue el episodio tan traumático para ella es porque de alguna manera activó algo previo, algo que tenía que ver con su femineidad y algo que tenía que ver con la impotencia masculina, con sus propios fantasmas angustiosos:

El sentido de un síntoma reside según tenemos averiguado, en un vínculo con el vivenciar del enfermo. Cuando más individual sea el cuño del síntoma, tanto más fácilmente esperaremos establecer este nexo. La tarea que se nos plantea no es otra cosa que esta: para una idea sin sentido y una acción carente de fin, descubrir aquella situación del pasado en que la idea estaba justificada y la acción respondía a un fin (22).

Cuando trabajamos con sujetos, en las circunstancias en que los estamos abordando, a veces creemos que sabemos a qué obedece la acción, y entonces lo que podríamos estar haciendo es tapar aquello que realmente la determina, en la medida en que obturamos con la realidad el sentido oculto del síntoma, que es siempre inconciente y por lo tanto incognocido. El terremoto no es razón ni para la aparición de una encopresis ni para la aparición de un síntoma de hiperkinesis ni de un trastorno de aprendizaje. El terremoto es disparador de algo que estando en el aparato psíquico tiene sobredeterminaciones específicas que tendremos que encontrar a lo largo del trabajo con el sujeto.

Si bien no voy a detenerme en el análisis, menciono sólo a modo de ejemplo para lo que venimos viendo un caso de un niño con un episodio traumático infantil, al cual sus terapeutas se pasaron mucho tiempo diciéndole que él no podía leer porque el padre había muerto. A lo largo del trabajo con este niño se hizo evidente que, en realidad, él no podía leer por otras muchas razones; entre otras, porque nunca había salido de la posición primaria infantil de los tres años, en correspondencia con el momento de la muerte del padre, y nunca había permitido el acceso del nuevo padre que tenía. Por eso el padre no terminaba de morir nunca.

Volvamos a la paciente de Freud. A partir de ese caso, él trabaja en la Conferencia Número 18 , “La fijación al trauma, lo inconciente” (23)y dice: “Las dos pacientes [se refiere a esta que les acabo de mencionar y a otra] nos hacen la impresión de estar fijadas a un fragmento determinado de su pasado; no se las arreglan para emanciparse de él y por ende están enajenados del presente y del futuro” (24). Esta acción automática que los pacientes repiten sin posibilidad de variación es como una fijación, como se fija una fotografía, algo que queda siempre idéntico, algo del pasado que en realidad no es del pasado nunca, es un permanente presente, lo cual da cuenta de su carácter inconciente, de transacción del inconciente y ese síntoma.

Cuando ustedes empiecen a trabajar con los niños, se van a dar cuenta de que los tres elementos temporales que vamos a incluir en la consigna (“Estamos acá para pensar en cómo se sintieron en el momento del terremoto, cómo se sienten ahora y cómo piensan que va a ser el futuro”), no van a poder pensar ninguna de las segundas partes si no pueden trabajar primero cómo se sintieron en aquel momento. Y todo apresuramiento lo único que hace es producir fijación y compulsión a la repetición.

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