Chris Wickham - Las formas del feudalismo

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Con una colección de sus artículos más importantes, Chris Wickham se enfrenta a una amplia gama de cuestiones, desde los rápidos cambios en las estructuras económicas al final del Imperio romano y los problemas clave en la sociedad y la economía de la Europa altomedieval, hasta cuestiones igualmente importantes en la historia cultural, como la naturaleza de la memoria histórica y cómo funcionan los chismes en las sociedades medievales (y contemporáneas). Desde su punto de partida inicial en Italia, Wickham extiende su interés al conjunto de Europa basándose en un buen conocimiento tanto de las fuentes archivísticas como de la bibliografía especializada, desde Escandinavia a Castilla y Cataluña. Su trabajo se caracteriza por una compleja síntesis de trabajo empírico y perspectivas teóricas explícitas, que tanto ha reivindicado en sus escritos de reflexión conceptual y metodológica y que ha puesto en práctica en sus numerosas publicaciones, desde los estudios monográficos a las grandes síntesis generales.

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Para acabar, volvamos a la cuestión de la supervivencia del Estado en Asia: al mantenimiento del dominio del modo tributario en varias formaciones sociales, a pesar del continuo desgaste producido por las relaciones feudales. Hemos visto, en el caso de China, cómo el hecho de conservar un campesinado libre a cuyos excedentes tenía acceso sólo el Estado fue una de las claves que permitieron la continuidad de la actividad fiscal incluso en momentos de adversidad. Por otra parte, este dominio fue en buena medida posible gracias a la modesta importancia de los posesores de tierra (aunque ejercieran dominios extensos en algunas áreas), de tal manera que las redes de patronazgo y la protección militar del Estado ofrecían más alicientes a la pequeña aristocracia local que los que podrían haberse derivado de una incierta independencia local.

Los estados árabes y los que vinieron después fueron posiblemente más complejos, y la gran vaguedad de la historiografía moderna no es de mucha ayuda a la hora de encontrar explicaciones. Pero, tal como hemos visto, la descentralización condujo a un cúmulo de estados de menor tamaño, en vez de a la abolición de las propias estructuras estatales. A pesar de que los procesos fiscales fueran delegados a recaudadores locales, el Estado mantuvo en todo momento el poder para volverlos a centralizar periódicamente, o al menos para asegurarse de que no fueran privatizados definitivamente. Unos estados hicieron esto con más facilidad que otros (los mamelucos en Egipto, la Turquía del siglo XVI, el Egipto del XIX, contrariamente a Irán en muchos períodos), pero siempre era posible .

No he tratado los orígenes de estas variadas versiones de las formaciones sociales tributarias, y este problema no tendría más importancia dentro de las pautas que he intentado desarrollar. No obstante, la cuestión de los orígenes puede ser relevante en el caso del único fracaso evidente entre estos éxitos seculares: el del Imperio Romano occidental. Los orígenes históricos del Imperio Romano arrancan de la diferencia entre la ciudad como institución y el campo. Esta diferencia se manifestó inicialmente, durante los primeros tiempos de la República, en la existencia de una propiedad pública sobre las tierras de las que podían disfrutar todos los ciudadanos y a la que se oponía la propiedad privada detentada por éstos. Éste es el núcleo del modo antiguo, que fue (al menos, idealmente) un sistema económico anterior a la aparición de las clases. Pero cuando los romanos empezaron a conquistar a todo el mundo, la parte pública del Estado, formada en origen en buena medida por tierras, empezó a incluir también el tributo. En el contexto de la historia económica del Mediterráneo, esto puede ser considerado, en lo que se refiere a las clases sociales, como una expresión del modo antiguo, en el que la ciudad explotaba al campo y a otras ciudades, las cuales, a su vez, explotaban a sus respectivas zonas rurales. 48 Pero desde una perspectiva asiática, no hay una diferencia estructural, modal, entre esto y los estados tributarios clásicos. La única diferencia organizativa estriba en que en el modo antiguo la fiscalidad fue delegada a cuerpos públicos locales, las nominalmente independientes ciudades del Imperio Romano. Los orígenes específicos del modo tributario en la ciudad-estado del Imperio Romano dejaron su rastro en una identidad institucional particular, cosa que basta para caracterizar al modo antiguo como un subtipo. La sociedad ciudadana descentralizada del Imperio fue la clave, no sólo de la recaudación de impuestos, sino de todos los aspectos de la sociedad y de la ideología de las clases dirigentes, a caballo entre el acceso al patronazgo del Estado y la posesión local de tierras, que en Occidente podían ser extensiones considerables. Las ciudades fueron los centros de la recaudación y también de toda la vida aristocrática, dotada formalmente de autonomía institucional. Nada de todo esto se parecía a las ciudades chinas, o a las árabes y a las iraníes, las cuales, si bien eran núcleos sociales principales, no gozaban de autonomía ni desempeñaban funciones recaudadoras.

En este aspecto, incluso el más autocrático de los sistemas romanos, el Bajo Imperio de los siglos III al VI, estuvo más descentralizado que cualquier estado oriental. Y justamente fue esta cuestión, el control local sobre la recaudación en particular, la que resultó fatal para el Imperio Romano. Cuando sufrió una crisis militar en el siglo V, el Imperio occidental se deshizo, efectivamente, en sus componentes urbanos; y cada uno de estos componentes fue controlado por aristócratas que no tenían ya ningún interés económico en una recaudación fiscal que no les reportaba beneficios (ya que el ejército romano se estaba disolviendo) y que procedía en gran parte de sus propias posesiones. Las aristocracias del Bajo Imperio Romano de Europa occidental, civiles, pudieron ser conquistadas por los germanos desde el momento en que el gobierno central del Imperio empezó a caer, tal como lo fueron las aristocracias del Jorasán en el siglo XI por los turcos. Pero, mientras que las aristocracias romanas locales, como cuerpos organizados, es decir, como una clase (feudal), tenían en sus manos las propias estructuras de la recaudación fiscal, las aristocracias iraníes, salvo alguna excepción, no. Los romanos sabotearon el sistema. Cuando los germanos constituyeron estados organizados, la recaudación era apenas posible. El modo feudal tenía que ser el dominante desde entonces. No debe causar sorpresa que, cuando el superviviente Estado romano de oriente (bizantino) afrontó y superó su propia crisis en el siglo VII, en parte gracias a que no había grandes propietarios de tierras, una de las víctimas de la reorganización del Imperio fueran las redes de recaudación descentralizadas constituidas alrededor de las ciudades. A partir de entonces, Bizancio siguió un camino similar al de los estados árabes, con el antagonismo entre tributo y renta expresado en términos de centro frente a periferia. Y esto le permitió sobrevivir durante siglos. La delegación fiscal era un peligro para los estados a causa de su potencial de feudalización local; pero esto no resultó tan decisivamente fatal para su supervivencia como la descentralización institucional de la fiscalidad, con la consiguiente confianza otorgada a poderes que organizaban la recaudación de manera autónoma, a quienes estructuralmente se oponían al Estado, a la aristocracia feudal.

Al volver a la cuestión de la supervivencia de los estados mediante un repaso de las diferencias inherentes al Imperio Romano, he planteado el problema desde una perspectiva diferente a la habitual entre los estudiosos de Occidente: la supervivencia es la norma; la caída, una desviación. Los occidentalistas deben tener en consideración la capacidad de recuperación de los imperios asiáticos frente a las extraordinarias desventajas inherentes a sus vastas dimensiones y a las deficientes comunicaciones. No debemos usar esta capacidad para menoscabarlos ( despotismo oriental, estasis o estancamiento ). Una cosa diferente, desde luego, es lo que pensaran los campesinos de estos estados. Pero la base de su supervivencia fue la continua capacidad de actuar como motores de extracción de excedentes, incluso ante la presencia de aristocracias feudales estructuralmente antagónicas y más o menos dispuestas a remplazarlos en la jerarquía del poder, llegado el caso (que casi nunca llegaba). El planteamiento de este antagonismo ha sido lo que ha guiado mi análisis.

NOTAS ADICIONALES

Añado menos bibliografía que en el capítulo «La otra transición». He sido menos sistemático en las lecturas, de manera que las referencias pueden ser más incompletas. Es de justicia, sin embargo, hacer una concesión teórica al comienzo de esta retractatio . Se me ha criticado por sostener que la diferencia entre tributo y renta es una diferencia modal, que afecta más a la estructura económica básica que a la extracción del excedente. He llegado a la conclusión de que la crítica estaba justificada. Los que la han planteado argumentan que todos los sistemas económicos en los que los campesinos que practicaran una agricultura de subsistencia y entregaran excedentes a poderes extraños, fueran estos señores u oficiales del Estado, eran similares y seguían los mismos ritmos económicos. De ello se deriva que la división económica básica en las sociedades de clases se establece simplemente entre aquellas sociedades basadas en la extracción de excedentes de los campesinos (o de los artesanos domésticos), y aquellas basadas en la obtención de excedentes de los trabajadores asalariados (han existido otros sistemas de explotación, pero en términos históricos a escala mundial han tenido un alcance espacial y temporal muy limitado). El trabajo que he llevado a cabo posteriormente sobre los grupos campesinos en la Europa altomedieval, y cuyos pagos a los gobernantes no pueden ser fácilmente definidos como tributo o como renta, me ha ayudado a cambiar de opinión sobre esta cuestión (ver los capítulos «Los bosques de Europa en la Alta Edad Media: espacios silvestres y espacios roturados» y «Las sociedades rurales de Europa occidental en la Alta Edad Media: comparaciones y problemas», en este volumen). ¿Cuáles son las diferencias respecto a lo que sostengo en «La otra transición» y en «La singularidad de Oriente»? Lo dicho no significa que los imperios de Roma y China, los reinos francos y el mundo feudal del XI fueran exactamente la misma cosa, ya que existe una diferencia estructural entre los dos primeros, sistemas estatales tributarios (con aristocracias poseedoras de tierras sujetas a ellos), y los otros dos, dominados por aristocracias extractoras de rentas y por la política de tierras descrita por Marc Bloch. Ahora bien, se trataría, principalmente, de una diferencia que tendría que ver más con la estructura sociopolítica que con las reglas de la actividad económica implícitas en cada uno de los dos pares. Aquellos que no sean economistas marxistas encontrarán este cambio de posición irrelevante, teniendo en cuenta, sobre todo, que existen considerables diferencias en términos económicos entre los dos sistemas (ver, por ejemplo, los argumentos que presento en «Italia en la Alta Edad Media»). Debe quedar claro, no obstante, que mi cambio de opinión, que socava considerablemente buena parte del apartado III de «La singularidad de Oriente», no me ha llevado a omitir este capítulo de la presente publicación: creo que el análisis que presento en él sobre los conflictos estructurales entre estados y aristocracias es útil todavía. Y persiste también la importancia de la lógica económica de cada uno de los sistemas sociales. Tal lógica es la que hace posible y constriñe los otros aspectos de la sociedad. En otras palabras: este debate, ni es un arcano, ni una discusión abstracta mantenida en el seno de una escuela de pensamiento económico, sino que plantea directamente aquello que los campesinos, la gran mayoría de gente en las sociedades preindustriales, hacían diariamente. Ver H. Berktay, «The feudalism debate: the Turkish end –is “tax vs. rent” necessarily the product and sign of a modal difference?», Journal of Peasant Studies , XIV, 1987, pp. 291-333; J. F. Haldon, «The feudalism debate once more: the case of Byzantium», ibíd., XVII, 1989, pp. 5-39; ídem, The State and the Tributary Mode of Production , Londres, 1993; y, entre otras críticas relevantes, la de T. Asad, «Are there histories of peoples without Europe?», Comparative Studies in Society and History , XXIX, 1987, esp. pp. 594-607, en pp. 599-600. Cito a los primeros partidarios de esta visión en la nota 41 de este capítulo.

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