Stephanie Laurens
Las Razones del Corazón
Where the Heart Leads (2008)
15° de la Serie Los Cynster
Londres, noviembre de 1835.
– Gracias, Mostyn. -Sentado a sus anchas en un sillón ante la chimenea del salón de su moderna vivienda en Jermyn Street, Barnaby Adair, tercer hijo del conde de Cothelstone, cogió la copa de cristal de la bandeja que le ofrecía su ayuda de cámara. -No voy a necesitar nada más.
– Muy bien, señor. Le deseo buenas noches. -Arquetipo de su profesión, Mostyn hizo una reverencia y se retiró silenciosamente.
Aguzando el oído, Barnaby le oyó cerrar la puerta. Sonrió y bebió un sorbo. Cuando se había instalado en la ciudad por primera vez, su madre le endilgó a Mostyn con la vana esperanza de que éste inculcara cierto grado de docilidad en un hijo que, como con frecuencia declaraba, tenía un temperamento indómito. No obstante, si bien Mostyn profesaba una estricta observancia de las costumbres y convenciones y era adepto a la deferencia debida al hijo de un conde, amo y criado no tardaron en llegar a un acuerdo. A Barnaby le resultaba imposible concebir la vida en Londres sin el auxilio que Mostyn le proporcionaba, las más de las veces sin que tuviera que pedirlo, como con la copa de brandy que estaba bebiendo.
Con los años, Mostyn se había vuelto más afable, o quizás el carácter de ambos se había endulzado con la edad. Fuera como fuese, la suya era ahora una casa muy cómoda.
Estiradas sus largas piernas hacia el hogar, cruzados los tobillos, hundido el mentón en el fular, Barnaby estudió las lustrosas punteras de sus botas bañadas por el resplandor de las crepitantes llamas. Todo debería ir bien en su mundo, pero…
Estaba a gusto, pero no obstante sentía cierta inquietud.
Se sentía en paz… bueno, digamos envuelto en una bendita paz pero insatisfecho.
No era que en los últimos tiempos no hubiese cosechado ningún éxito. Tras más de nueve meses de pesquisas había desenmascarado a una cuadrilla de jóvenes caballeros, todos de familias acomodadas, que no contentos con ser clientes de antros de perdición habían pensado que sería divertido regentarlos. Había presentado suficientes pruebas como para acusarlos y condenarlos a pesar de su posición social. Había sido un caso difícil, arduo y larguísimo; concluirlo con éxito le había granjeado agradecidos elogios de los pares que supervisaban la labor de la Policía Metropolitana de Londres.
Seguro que su madre, al enterarse de la noticia, había torcido el gesto con expresión remilgada, manifestando tal vez un irónico deseo de que su vástago pusiera tanto interés en la caza del zorro como en la de villanos, aunque sin duda se habría guardado mucho de decirlo en voz alta puesto que su padre era uno de los antedichos pares.
En toda sociedad moderna era preciso que se sirviera a la justicia con ecuanimidad, sin miedo ni favoritismos, mal les pesara a aquellos entre las élites que se negaban a creer que las leyes del Parlamento les eran aplicables como a cualquiera. El propio primer ministro le había felicitado por su último triunfo.
Barnaby se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo. El éxito le había sabido a gloria pero lo había áeja.do extrañamente vacío. Insatisfecho de un modo inesperado. Desde luego había previsto sentirse más feliz en lugar de vacío y sin rumbo, flotando a la deriva ahora que ya no tenía un caso que le absorbiera, que desafiara su ingenio y le ocupara el tiempo.
Quizá su estado de ánimo tan sólo fuese un reflejo de la estación, las últimas fases de otro año, la época en que descendían frías nieblas y la buena sociedad corría a refugiarse al calor de los hogares ancestrales, donde se prepararía para la llegada de las fiestas y las bulliciosas celebraciones que éstas conllevaban. A él esta época siempre le había resultado difícil, en especial hallar una excusa aceptable para eludir las reuniones sociales que astutamente urdía su madre.
Había casado a sus dos hermanos mayores y a su hermana, Melissa, con demasiada facilidad; en él había encontrado su Waterloo, pero presentaba batalla más obstinada e infatigable que Napoleón. Resuelta a ver casado como era debido al menor de su prole, estaba más que dispuesta a echar mano de las armas que fueran precisas con tal de lograr su objetivo.
Pese a no tener nada mejor que hacer, a Barnaby no le apetecía plantarse ante la verja del castillo de Cothelstone como candidato a las maquinaciones nupciales de su madre. ¿Y si nevaba y no podía escapar?
Por desgracia, incluso los villanos tendían a hibernar en los meses fríos.
Un golpeteo seco hizo añicos el reconfortante silencio.
Volviendo la vista hacia la puerta del salón, Barnaby cayó en la cuenta de que había oído un carruaje en la calle. El traqueteo de las ruedas sobre el adoquinado había cesado delante de su residencia. Escuchó el paso comedido de Mostyn dirigiéndose a la puerta principal. ¿Quién podía venir a aquellas horas -un vistazo al reloj de la repisa de la chimenea confirmó que eran más de las once- y en semejante noche? Al otro lado de las pesadas cortinas que cerraban las ventanas la noche era inhóspita, una densa y gélida niebla envolvía las calles engullendo las casas, convirtiendo el conocido paisaje urbano en un fantasmal reino gótico.
Nadie se aventuraría a salir en una noche como aquélla sin una buena razón.
Oyó unas voces apagadas. Al parecer Mostyn ponía empeño en disuadir a quienquiera que estuviese tratando de perturbar la paz de su amo.
De repente se hizo el silencio.
Un momento después la puerta se abrió y Mostyn entró en el salón, cerrando con cuidado a sus espaldas. Un vistazo a los labios prietos de Mostyn y a su expresión de estudiada indiferencia bastó para informar a Barnaby de que la visita no contaba con su aprobación. Aún más interesante resultaba que Mostyn hubiese sido derrocado, de manera inapelable, en su intento por rechazar al visitante.
– Una… dama ha venido a verle, señor. La señorita… -Penelope Ashford.
El tono seco y resuelto hizo que Barnaby y Mostyn se volvieran a la vez hacia la puerta, de súbito abierta de par en par para dejar entrar a una dama envuelta en una capa oscura con el forro de piel, austera a la par que elegante. Un manguito de marta le colgaba de una muñeca, y llevaba las manos enfundadas en guantes de cuero también ribeteados de piel.
Su lustroso pelo caoba, recogido en un moño, brilló cuando cruzó la sala con una gracia y confianza en sí misma que anunciaba su condición más aún que sus delicados rasgos, intrínsecamente aristocráticos. Rasgos animados por tanta determinación, tan firme voluntad, que la fuerza de su personalidad parecía precederla como una ola.
Mostyn dio un paso atrás al acercarse ella.
Sin quitarle los ojos de encima, Barnaby descruzó sin prisa las piernas y se levantó.
– Señorita Ashford.
Unos excepcionales ojos castaños enmarcados por unas gafas de montura de oro finamente labrado se posaron en su rostro.
– Señor Adair. Nos conocimos hace casi dos años, en el salón de baile de Morwellan Park con ocasión de la boda de Charlie y Sarah. -Se detuvo a dos pasos de él y lo estudió como si juzgara el alcance de su memoria. -Tal vez recuerde que hablamos brevemente.
No le ofreció la mano. Barnaby bajó la vista hacia su cabeza inclinada hacia arriba, cabeza que apenas le sobrepasaba los hombros, y se encontró con que la recordaba sorprendentemente bien.
– Me preguntó si yo era el que investigaba crímenes.
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