EN EL CORAZÓN
DEL CORAZÓN DEL PAÍS
WILLIAM H. GASS
EN EL CORAZÓN
DEL CORAZÓN
DEL PAÍS
Traducción y epílogo de
Rebeca García Nieto
Traducción del prefacio de
Ce Santiago
Título original: In the Heart of the Heart of the Country
Primera edición: noviembre, 2020
© de los textos: Estate of William H. Gass, 1958, 1961, 1962, 1967, 1968
© de la traducción: Rebeca García Nieto, 2016
© del epílogo: Rebeca García Nieto, 2016
© de la traducción del prefacio: Ce Santiago, 2020
© de la presente edición: Editorial Humbert Humbert S.L., 2020
Ilustración de cubierta: Alejandra Acosta
Ilustración de interiores: Laura Moreno
Producción del ePub: booqlab
Publicado por La Navaja Suiza Editores
Editorial Humbert Humbert, S.L.
Camino viejo del cura 144, 1.º B, 28055 – MADRID
http://www.lanavajasuizaeditores.com
ISBN: 978-84-123059-5-1
Thema: FBA
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LA PRESENTE EDICIÓN LA PRESENTE EDICIÓN El lector encontrará en el texto usos no ajustados a la norma de las mayúsculas. Asimismo advertirá rasgos tipográficos (puntuación, cursivas y sangrías) poco habituales. Hemos considerado que estas características «heterodoxas» del texto son indispensables para tener un contacto más fiel con el estilo del autor y lograr una mejor comprensión de la obra, de ahí que hayamos decidido mantenerlas en la medida de lo posible.
PREFACIO
EN EL CORAZÓN DEL CORAZÓN DEL PAÍS
El chico de Pedersen
La señora Ruin
Carámbanos
El orden de los insectos
En el corazón del corazón del país
EPÍLOGO de Rebeca García Nieto
El lector encontrará en el texto usos no ajustados a la norma de las mayúsculas. Asimismo advertirá rasgos tipográficos (puntuación, cursivas y sangrías) poco habituales. Hemos considerado que estas características «heterodoxas» del texto son indispensables para tener un contacto más fiel con el estilo del autor y lograr una mejor comprensión de la obra, de ahí que hayamos decidido mantenerlas en la medida de lo posible.
Pocos de los relatos por contar que uno guarda en su ser llegan a ser contados, porque el corazón rara vez confiesa a la inteligencia sus necesidades más profundas; y pocos de los relatos por narrar que uno guarda en la cabeza llegan a ser narrados, porque la mente no siempre dispone de una voz que darles. Incluso cuando la voz está ahí, y la lengua está flácida como sucede con el licor o con el amor, ¿dónde se mete ese sensible, ese elogioso par de orejas?
Ningún tribunal demanda nuestras diversiones, requiere nuestros halagos, necesita nuestras fieles ampliaciones ni nuestras mentiras conmemorativas. La fama no es una ramera a la que podamos telefonear. El público gasta su dinero en el cine. Llena estadios con sus vítores; baila el ruido organizado; y mientras los libros mueren en silencio, y con mayor prontitud que sus autores. Mammón 1 no está interesado en nuestros servicios.
Antes la literatura mantenía unidas a las familias mejor que las riñas. Forjaba una ascendencia común con el simple vibrar del aire, y poblaba un pasado a menudo vacío y olvidado con dioses, demonios, enemigos meritorios y sus debidos héroes, hasta que se volvió responsable en gran medida de ese orgullo que todavía sentimos a veces por ser atenienses o vascos, un adepto o un fan. Pensad en los mitos con los que hemos envuelto a Lincoln, esa figura que hemos convertido en ficción con el fin de hacerla inmortal. Pensad en la satisfacción que se da al animar a cualquier equipo que gana. No es un regalo menor, esa sensación de valía que nos alcanza antes que cualquier acción propia, como el cabello al nacer, y que posibilita las empresas brillantes.
Algunos de los relatos de este libro llevan vivos (tal es hoy día la brevedad vital del relato: la del flash del fotógrafo) mucho tiempo (que no es tiempo, desde luego, pues Un corazón sencillo, de Flaubert, tiene ya un centenar de años); no, conforme a la medida de la inmortalidad no es mucho, y es no obstante un período que sorprende, como el pez en tierra que nos sobresalta con un estertor tardío. Ahora voy a disponer unas palabras ante ellas –estas historias sin argumento y sin gente, me han dicho– y a preguntarme si deberían servir como sirven los tambores apagados o los pasos pausados: para aprestar el respeto ante la llegada del coche fúnebre.
Tal vez sea el caso de muchas invenciones, pero me impacta la facilidad con que podrían no haber sido en absoluto; cuán irracionalmente provisional resulta su entera existencia. ¿Como la de todos, decís?, ¿no somos acaso accidentes genéticos y condiciones de acidez, de un teje y un maneje elementales?, ¿producto de la posibilidad y la inclinación, simples negligencia y malicia? Sí. Oh. Sí. Por supuesto. Pero brotamos con la sencillez con la que cae el agua. Crecemos del modo ruin en que lo hace un cáncer. Hectáreas baldías atestiguan los incólumes requerimientos de nuestras necesidades. Supongamos que fuese diferente, y que una madre debiera formar cada célula de su niño. ¿Cuántos de nosotros, en ese caso, habríamos alcanzado una existencia completa?
¿Qué hay de la lacerante pasividad de la letra impresa? Si rompo un plato, la física se hará cargo de mi libertad igual que un carcelero, y no habrá pringue de mi dedo en sus pedacitos esparcidos. El vómito grasiento de mi gato, ay, revela más de mí que las virutas de mi sacapuntas. Aun así, estos –los desechos del lenguaje– no podrían existir sin el testarudo sostén de mi voluntad… asombroso de contemplar… un lugar común en el que encontrarse. Compuestos a conciencia pues, estos relatos están cargados naturalmente de deudas, como si hubiesen estado en Hawái, y rodeados de flores exóticas. Si el cabello de mi héroe es rojo como la herrumbre, de quién es mérito: ¿de un gen recesivo en la inmencionable constitución de mi abuela? Y todos los autores con los que he yacido, a quienes he amado, abandonado, ¿a cuáles hay que culpar por mis listas de la compra de una página de largo, mi vulgarizada jerigonza, mi hojalatosa prosa?, ¿de quién es la sangre que palpita en el bebé cuando nadie reclama la paternidad ni se conoce a la madre?
Nacer libre de cargas no es la ventaja absoluta que de inmediato cabría imaginar. Aunque la lucha por liberar al yo juvenil de la religión, de los parientes y la región está de tal suerte muy simplificada, puesto que no hay complicados grilletes que descerrajar, ni sutiles nudos que desanudar, el yo en cuestión es tan vago y está tan vagamente embrollado como un renglón emborronado. Nací en un lugar tan desprovisto de distinciones como mi escritorio. Cuando escribí la mayoría de estos relatos, lo hice en la mesa de la salita, tan falta de atributos como Fargo. Y nací en un tiempo tan indigno de mención en la localidad que la memoria pública moría de hambre, aunque apenas tenía seis semanas cuando me sacaron en volandas de Dakota del Norte en un canasto de mimbre igual que a Moisés. Ay… el parecido fue breve y superficial, porque mi canasto lo pusieron en el asiento trasero de un viejo Dodge que horadó casi dos mil kilómetros de polvo de grava hasta que emergió en la tiznada ciudad industrial de Ohio, donde mi padre fue a enseñar y, por último, a sujetarse con fuerza los huesos con una garra dolorida y acusatoria.
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