William Gass - En el corazón del corazón del país

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Después de su publicación en 1968,
En el corazón del corazón del país se convirtió en un clásico de la literatura estadounidense y fue reverenciado por autores como
David Foster Wallace y 
Cynthia Ozick. Gass demostró en este libro de relatos que era al mismo tiempo heredero de la prosa de Faulkner y renovador de la narrativa de su país, al igual que sus contemporáneos
William Gaddis, John Barth y
Robert Coover. Sus tramas están situadas en el Medio Oeste, y hablande violencia, soledad, de una especial relación con la naturaleza y, sobre todo, de la fragilidad del hombre y de las relaciones que este establece con su entorno. Gass explora y expande los límites de la narrativa, juega con las palabras, las retuerce y adentra al lector en dimensiones desconocidas hasta entonces en la literatura.Afirma Gass en el prefacio incluido en esta nueva edición: «Escribí estos relatos sin imaginar que habría lectores que los sostendrían, hoy existen como si carecieran de lectores, aunque a veces algún lector deje caer sobre ellos una luz desde ese otro mundo, menos real, de la vida común y de las cosas placenteras y cotidianas».

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Horas de locura y evasión… horas inventando expresiones como «bésame los dientes» y preguntándome luego qué significaban… horas de locura y evasión… horas pasadas mirando objetos como si fuesen mujeres, bosquejando ceniceros, por ejemplo, y advirtiendo en uno de cristal

…los ojos, las líneas de luz, el lustre vivo del cristal; los patrones, el flujo y el reflujo; sombras, vetas; su curso como el del agua en las corrientes silenciosas con el sol en ellas; la espuma y las burbujas del cristal…

y concluyendo el estudio a lo grande (¿quién fingía ser yo? ¿Maupassant tutelado por Flaubert?) con este mandato:

Nunca menciones un cenicero a menos que seas capaz de transformarlo enseguida en el único de su especie en este mundo.

Una regla que obedecí no mencionando jamás un cenicero.

Como debería resultar obvio por mi colección de palabras referentes al cenicero, no podía aprender a ver sin, al mismo tiempo, aprender a escribir, pues las palabras, y la observación que comprenden, se funden. Si uno no tiene vida y lustre, tampoco la tiene el otro. No he hecho aquí nada por apagar una colilla en… un agrupamiento tan quemado y gris como la ceniza.

Así, oscura y fortuitamente, el azar trajo al mundo estos relatos de la nada. Los carámbanos, por ejemplo, gotearon sólidos una vez desde mis aleros. Pensé que eran notables porque parecían crecer como consecuencia de su propia aflicción, y me pregunté si mis sentimientos se helarían en mí cuando hubiesen atravesado mi altura, y si cada uno de nosotros no tendremos el tamaño exacto de nuestra consciencia solidificada; pero estas invenciones apenas se colaron en el relato que, como «El orden de los insectos», y cuanto he escrito desde entonces, es una exploración de la imagen. Me impresionó no solo su belleza, fría y perecedera, sino la sensación que tenía de que eran míos, y que, aunque un accidente los hubiese fijado a mis tripas tal como los había hecho colgar de todas partes, nadie tenía derecho a provocar su pronta destrucción. Pero donde podría reposar hoy el ojo su mirada, ¿no está magullado por los vándalos y sus víctimas? No importa. El relato lo inició este mero pensamiento, no se creó de una pieza como un carámbano debería, de tal forma que las pasiones entibiadas en otra parte se enfriaran a medida que atravesaran el texto hasta que, en el afilado extremo, ellas mismas se volvieran texto. Eso habría sido ideal. ¡Eso habría sido algo!

Horas de locura y evasión… recogiendo nombres con la esperanza de que resultaran ser el premio gordo, y que los relatos cayeran de repente en chaparrón como monedas…

Horace Bardwell, Ada Hunt Chase, Mary Persis Crofts, Kelsey Flowers, Annie Stilphen, Edna Hoxie, Asher Applegate, Amos Bodge, Enoch Boyce, Jeremiah Bresnan, James G. Burpee, Curtis Chamlet, Decius W. Clark, Revellard Durcher, Jedediah Felton, Jethro Furber, Pelatiah Hall, George Hatstat, Quartus Graves, Leoammi Kendall, Truxton Orcutt, Plaisted Williams, Francis Plympton, Azariah Shove, Peter Twist; y además los miembros del club de cocina de Mt. Gilead, Ohio, 1899: Dean Booher, Floxy Buxton, Nellie Goorley, Ira Irwin, Bessie Johnson, Clara Kelly, Sadie McCracken, Clara Mozier, Josie Plumb, Sarah Swingle, Maude Smith, Anna, Belle, Deane e Ivan Talmadge, Roberta Wheeler. 5

Nombres redondos, maduros y llenos de semillas como estos rara vez se encuentran y no se pueden inventar, aunque pudieran presentarse de la más dulce de las maneras. No podría haberlos vareado de ningún árbol local porque carezco de localidad. Yo no soy un hombre de Warren. ¿Qué significa ser de Warren?, ¿o a desgana mitad protestante, mitad católico?, ¿un anodino blanco medio- wasp 6 ?, ¿de sangre alemana y escandinava tan pálida que incluso a los arios puros repugna?, ¿y con un nombre destinado a divertir, uno que, incluso en alemán, significa «callejón» 7 ? Aunque lo soy, Gassy 8 no es lo peor que me han llamado. Soy el hijo de nadie, ni padre, al parecer. Ni norteño, ni estadounidense, ni teósofo, ni erudito, ni Prufrock, ni el danés 9 . Y pese a todo reuní estos nombres. De un libro… libros… de las páginas que son mis calles.

Raro es que la naturaleza entre en bucle. La naturaleza repite. Esta primavera no es la primavera anterior repensada, sino meramente otra, de alguna forma la misma, de alguna forma no. Sin embargo, en una ficción, las ideas, las percepciones, los sentimientos, regresan como reconsideraciones, y cuanto más veas una parte de prosa imaginativa como una aventura de la mente, más se plegarán y se interrumpirán las linealidades de la vida. Igual que la revisión en sí está hecha de regresos meditativos, así la reaparición de cualquier tema la constituye dicho tema reviéndose a sí mismo. De lo contrario, no hay avance. Hay estancamiento. La quieta espiral de la concha, un giro, incluso un remolino, un túnel que se eleva por los aires: estas son las formas apropiadas, los contornos acertados; aun así el lector no debe sucumbir a las tentaciones de la simple ubicación, sino experimentar en el ascenso, tornar el renglón en visión panorámica, igual que un planeador que traza círculos en una corriente térmica, y sentir al mismo tiempo que como un sacacorchos desciende al interior de la materia, una profundización progresiva en torno al ojo que lee, una penetración en lo particular que es en parte el tema de «La señora Ruin»: a la vez evasión y entrada, un interior sacado a la fuerza y un afuera metido a presión, como es también el caso de mi único relato corto, «El orden de los insectos».

Horas de locura y evasión… en las que escribo versos inadecuados, leo, rabio… recojo anécdotas que como manchas se desvanecen en la página… marco el tiempo con la punta de mi lápiz… mordisqueo con los dientes la piel floja de un lateral de mi mano… elaboro intrigas y tropos igual que horóscopos… practico la catacresis como si fuese croquet… grrruño… pateo papeleras a los rincones… advierto que cuando imagino mis métodos de construcción todas las imágenes son arquitectónicas, pero cuando sueño la ficción definitiva –esa entidad animal, el inventado ser silábico– estoy tratando de vigorizar los viejos y gastados órganos robados igual que el Dr. Frankenstein… trrrituro… arrojo fajos mojados de Kleenex por un resfriado primaveral o invernal al rincón donde en su mayoría yerran la cesta… O… Ohio: Oigo el aullar de ambas Oes… juego al ring agroan the rosie… 10 deambulo… devuelvo a mis calzoncillos una furiosa erección… rimo…

Entonces, ocasionalmente, en la página ante mí percibo algunas líneas que… mientras yo estaba en otra parte debieron de… sí, algunas líneas que tienen… que tienen el s onido… el verdadero silbido del espíritu. Verás cuando lean esto, digo, puede que incluso en voz alta, por encima del agua que corre por el fregadero, por encima del sonido de la lamparita de mi escritorio, el café que se enfría en la taza, el g rr uñido de mis tripas. Pero cuando levanto la palma de la mano derecha del papel en el que, blasfemando, la he posado, el silbido en esas palabras ya no está, y solo la lámpara canta. Hasta que tiro de su cadenita como en un retrete.

Así, la idea de un público regresa como un picor entre los dedos de los pies, ya que ahora tenemos palabras que observan palabras… no es de extrañar: ¿qué habrían de hacer los árboles de Berkeley, ocultos en sus bosques, si se enteraran, si creyeran, si supieran que desapercibidos lo probable es que no sean nada?, ¿alentar a las aves?, ¿criar ojos y orejas y frotar las hojas que les queden como billetes extranjeros? Cuando Henry James, magullado por su fracaso en el teatro, regresó a la novela con La edad ingrata, él mismo escribió la escena; creó a sus actores y les otorgó sus discursos y ademanes. Más aún, llenó de sensibilidad los espacios alrededor de ellos: otras observaciones; la perfecta vasija de aprecio: él mismo, o mejor, su escritura ambagiosa. Su método ha devenido modelo. Ahora, en la página, aunque el escenario está lleno, el teatro está a oscuras y vacío. Bombillas rojas brillan sobre las salidas. Y cuando el teatro está vacío, y el reparto continúa hablando entre bambalinas y van del aparador al sofá como si en plena emoción, ¿a quién hablan sino a ellos mismos? De repente no hay nada sino acción; las palabras imaginadas son reales; los actores son los papeles que representan; las preguntas ya no son apuntes; las réplicas son auténticas réplicas; se acabó el drama; las condiciones del ensayo han devenido las condiciones de la realidad, y la luz que como papel de colores cae a raudales de los focos es la única mañana que hay y habrá.

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