William Gass - En el corazón del corazón del país

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Después de su publicación en 1968,
En el corazón del corazón del país se convirtió en un clásico de la literatura estadounidense y fue reverenciado por autores como
David Foster Wallace y 
Cynthia Ozick. Gass demostró en este libro de relatos que era al mismo tiempo heredero de la prosa de Faulkner y renovador de la narrativa de su país, al igual que sus contemporáneos
William Gaddis, John Barth y
Robert Coover. Sus tramas están situadas en el Medio Oeste, y hablande violencia, soledad, de una especial relación con la naturaleza y, sobre todo, de la fragilidad del hombre y de las relaciones que este establece con su entorno. Gass explora y expande los límites de la narrativa, juega con las palabras, las retuerce y adentra al lector en dimensiones desconocidas hasta entonces en la literatura.Afirma Gass en el prefacio incluido en esta nueva edición: «Escribí estos relatos sin imaginar que habría lectores que los sostendrían, hoy existen como si carecieran de lectores, aunque a veces algún lector deje caer sobre ellos una luz desde ese otro mundo, menos real, de la vida común y de las cosas placenteras y cotidianas».

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Observé esta escena, representada con tan solo ligeras variaciones, muchas veces, y lo que me interesó de ella, finalmente, fue el triángulo que formaban la madre, los niños y mi yo público-privado; pero no empecé a inventar un Ojo narrativo, me dice mi diario, hasta el 12 de julio de 1955, cuando las primeras palabras del relato aparecieron en forma ya madura. Vacías de todo detalle persuasivo, mal enfocadas, de orden inepto, ritmo flojo, esas tempranas frases iniciales carecen de objetivo, de tono, de figura, son magras.

La llamamos señora Ruin, mi mujer y yo. La vista que tenemos de ella, igual que la vista de su marido y de cada uno de sus hijos, es la vista desde el porche. Cómo es su vida en el interior de su casita solo podemos suponerlo, pero en las cálidas, sofocantes tardes de domingo, mientras procuramos mantener fresco el porche y la vemos renquear a pleno sol, vara en mano para pegar a sus hijos, pensamos muchísimo en ello.

En noviembre advierto que he empezado a escribirme a mí mismo notitas alentadoras: anímate, muchachote, y demás. Se ha convertido en un asunto sombrío, como la escritura de todas mis ficciones. Imaginad un adulterio lleno de falsos comienzos, procrastinación, indecisión, excusas pobres, impotencia y, sobre todo, planes.

La idea que debo tener en mente es cómo puedo a) contar la historia del señor y la señora Ruin públicos, tal como la ve el «yo» del relato, b) hacer del «yo» más que un pronombre: más bien una personalidad pronunciada, c) cambiar lenta e imperceptiblemente de la crónica fáctica a las proyecciones imaginarias del «yo». El problema es igual de espinoso que en PK, 4 e igual de agradable. El final será, por supuesto, insatisfactorio, tal como terminará en la imaginación, no en el hecho, como si la imaginación hubiese llenado los espacios con más hechos, pese a que ahí no haya más que fantasías. Todos los relatos deberían acabar de manera insatisfactoria.

Un mes más tarde tenía una página, y completé la obra en un momento indeterminado de 1957.

Escribo estas fechas, hoy, y recorro estos espacios temporales con la mirada y una suerte de asombro atontado, porque me veo de nuevo obligado a aceptar la manera absurda en que mis relatos han sido compuestos a paladas: pasta sobre plasta, como esas catedrales que tienen pórticos barrocos, naves góticas y criptas románicas; ya que en ellas las obras siempre fueron lentas; pasaba el tiempo, luego volvía a pasar, los obispos y los príncipes perdían el interés; se terminaban los fondos; morían los hombres; los proyectiles hacían añicos sus radiantes vidrieras; se convertían en víctimas de robos, fuegos, curas, arquitectos, vientos; y, al haber sido puestas en servicio mientras aún estaban en construcción, el pavimento había desaparecido, los pilares estaban en estado de derrumbe, llegado el momento en el que la cúpula estaba lista para el remate en oro o las torres para doblar sus campanas; de modo que para mí la dificultad era bastante obvia: como autor naturalmente deseaba cambiar, desarrollarme, crecer, mientras a su vez cada relato quería que el escritor que lo había empezado no se apartara de él hasta el final como un padre fiel. Este dilema, igual que la bebida, casi destruyó el trabajo de Malcolm Lowry. La absurdidad ensancha como la nariz de un payaso, además, cuando uno se percata de que la estructura a la que al final se le aplica el mortero y el revoque y que se ensambla a martillazos se parece más bien a una maison de convenience que a la más modesta de las iglesias. Aun así, lo humilde y lo ridículo atienden sus necesidades igual que lo señorial y lo sublime.

En cualquier caso, se hacía necesario (siempre es necesario) reescribir las secciones más tempranas de lo que fuese aquello en lo que me viera finalmente atrapado, en consonancia con los estándares y con el estilo de la parte que en ese momento tuviese en marcha; porque, aunque pudiera parecer que en el interior de un relato el tiempo pasa, ha de dar la sensación de que el relato en sí es un borrón que hubiese goteado de una sola sacudida de la pluma.

Y cuando vuelves sobre tus pasos, incluso si tu intención es cambiarlos, la senda que ya has abierto ahonda; se hace cada vez más difícil escapar de tus errores iniciales, distinguir un modo verdaderamente nuevo de resolver problemas que se repiten; y mientras, ciertos puntos a lo largo de la ruta, como lugares en los que a menudo has caído, amenazan tu temple, de forma que te inclinas por buscar nuevos senderos que bordeen la montaña y que no requieran para cruzarla una escalada a la intemperie.

Entretanto la mente susurra al alma razones que explican por qué una línea mala es preciosa; cómo han triunfado maravillosamente todas tus estrategias; por qué ha de ser confiado tu desfile con calzado de cartón, pues quién se va a dar cuenta. Mi aprendizaje me había surtido de racionalizaciones igual que un estanque. Bastaba con largar una sola línea para pescar uno. La frase pobre, la conexión remilgada, el chiste fácil, la observación trillada, ese giro encantador que has ideado, la actitud pedante, las ideas infantiles y las innumerables aliteraciones, el baño de oro que acabas de verter sobre un párrafo: estos y otros espantos son parte de ti; provienen de la más profunda de las cavernas; y han de ser repelidos como un bebedizo imbebible sin importar lo que diga la etiqueta, ni tu grado de humillación.

Hay mucho miedo. Se asienta en el estómago como un nubarrón de ácido. Los médicos prescriben leche. Saben que en la bondad no hay calcio. Aunque indispuesto, uno trata de disponer sin fisuras sus palabras; pero tal vez, mientras escribo esto, los enunciados a los que estos enunciados se supone que han de hacer de frontal deben fundirse como carámbanos, y que punzantes desaparecen; así que, lector, cuando pases las últimas páginas de este prefacio, afrontarás un vacío pálido y pretencioso; y si eso sucede, sé quién de nosotros será el más tonto, pues los pocos céntimos gastados en este libro suponen una pequeña pérdida a raíz de un pequeño error; piensa en mí y sonríe: yo he malgastado una vida.

Mi diario empieza a balbucir… a agonizar ya. Se acabaron los pequeños planes, se acabaron los registros de melancolías y las exhortaciones gloriosas, y se acabaron también las prácticas de párrafos, como escamas atropelladas en la calle. Antes de empezar «El chico de Pedersen» los practiqué durante varios años (y también frases simples, y palabras inventadas, y sonidos que esperaba hubiesen caído de Alicia ); tres de los cuales he incluido en este prefacio como trocitos de fruta sueltos en un pudin –un simple cambio de textura y algo de acción para la dentadura– y dichos ejercicios no eran sino otra idiotez, porque sabía que las palabras eran comunidades que creaban los repetidos cruces de contextos igual que las vías del tren dan forma a los pueblos, y que los enunciados no nadan indiferentes entre otros como bancos de peces de otra especie, sino que eran tramos de telaraña dentro de una telaraña, pese a la sensación propia de que el diseño interno es el del punto anudado.

Una vez más acertados con respecto al arte y equivocados con respecto al mundo, los filósofos idealistas habían argüido de igual modo, la sugerencia de Leibniz de que toda verdad era analítica, y que todos los predicados legítimos serían finalmente hallados (por Dios) encastrados como una miríada de gorgojos en un único sujeto, no era ningún dulce; pero entonces, a la inversa, ¿era un enunciado como esa flor en una pared agrietada, esa pizca de arena en la que vemos quizás un mundo, y en la que dentro de su yo sintácticamente pequeño uno podría observar la forma de una turba ajetreada?, ¿serviría la unidad de una frase bien formada como modelo para la unidad de Todas o de Cualquiera? Supongo que era eso lo que yo esperaba.

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