William Gass - En el corazón del corazón del país

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Después de su publicación en 1968,
En el corazón del corazón del país se convirtió en un clásico de la literatura estadounidense y fue reverenciado por autores como
David Foster Wallace y 
Cynthia Ozick. Gass demostró en este libro de relatos que era al mismo tiempo heredero de la prosa de Faulkner y renovador de la narrativa de su país, al igual que sus contemporáneos
William Gaddis, John Barth y
Robert Coover. Sus tramas están situadas en el Medio Oeste, y hablande violencia, soledad, de una especial relación con la naturaleza y, sobre todo, de la fragilidad del hombre y de las relaciones que este establece con su entorno. Gass explora y expande los límites de la narrativa, juega con las palabras, las retuerce y adentra al lector en dimensiones desconocidas hasta entonces en la literatura.Afirma Gass en el prefacio incluido en esta nueva edición: «Escribí estos relatos sin imaginar que habría lectores que los sostendrían, hoy existen como si carecieran de lectores, aunque a veces algún lector deje caer sobre ellos una luz desde ese otro mundo, menos real, de la vida común y de las cosas placenteras y cotidianas».

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1. Continúa trabajando…

2. Estudia a los maestros…

3. Haz ejercicios deliberados…

4. Toma notas regularmente… agudiza esa mirada peculiar y olvidadiza…

5. Dedícate a bosquejar… detalles… exactitud…

6. Empápate de historia…

7. … la mejor palabra… la mejor palabra… la mejor palabra…

8. Asume que van a pasar cinco años hasta que des con una…

9. Espera…

Un antiguo estudiante, que había alcanzado las laderas más bajas de una revista nacional, me escribió caritativamente para pedirme que escribiese algo sobre cómo era la vida en el Medio Oeste. Sin saber muy bien si mi respuesta sería sí o no, empecé aun así a recopilar datos sobre el tema, aunque pronto quedó claro que a la revista no le interesaban los desórdenes logarítmicos de mi lirismo. En mi obra siempre he evitado lo autobiográfico, al razonar que era una trampa para principiantes en la que no pensaba caer (más sabiduría imbécil), y ahora había empezado a desconfiar de mi propio desapego. ¿Sería capaz de escribir tan pegado a mí mismo, o sería la letra B, hacia la que decía mi narrador que había navegado, la inicial de bathos 11 ?

Vivía en Brookston, Indiana, por entonces, pero lo llamé B porque así era como se representaba a veces a las personas y los lugares en los viejos tiempos. Pamela está siempre quitándose del busto la zarpa del señor B 12 . En ocasiones los personajes de Turguénev esperan en un porchecito bajo que como un cinturón se ciñe a una posada o a una oficina de correos, y que se eleva igual que un chichón reciente en la carretera que va –digamos– a S., aunque todavía no haya nada a la vista cuando nos los encontramos. Igual que el lector, están a la espera de que el libro empiece. (Por su parte, las carreteras de Beckett carecen de letras, y sus personajes están a la espera de que el texto acabe). El narrador no solo ha venido a B con un juego de palabras (un mal lugar), con la inicial también buscaba invocar los ramajes dorados y los pájaros cantores de la Bizancio de Yeats. Más aún, sabía que cuando hubiese acabado, ya no sería Brookston, Indiana, sino un lugar tan lleno de sueños y fabricaciones como aquella ciudad fabulada. Dentro de mis cautelosas frases, y en contraste con la monumental poesía de Yeats, B se convertiría en un emblema inverso de la imaginación del hombre.

Desde luego no recurrí a la letra por timidez ni por un sentimiento tardío de discreción; pero, a medida que entendía con claridad mis «hechos» (clubs, cultivos, productos, perspectivas, la forma del pueblo, del tamaño de bares y cobertizos), recordé el entusiasmo con que había llegado a la comunidad, cuánto había necesitado sentir que mi mente –por una vez– corría libre y abiertamente en paz, en sana y despreocupada amplitud, de la misma manera que antes mis piernas en Larimore, Dakota del Norte, me habían llevado por calles hechas a una escala perfecta para la infancia; y poco a poco advertí que, mientras redactaba mis listas (trabajos, tiendas, clima), y señalaba los estratos sociales igual que un niño cuenta los pisos de un pastel, estaba tomando notas del pueblo tan alejadas de sonar en nada significativas que no me iban a permitir encontrar ni siquiera una vaca; aun así hice mis estimaciones (cambios de población, transporte, educación, vivienda, amor), y realicé mis censos (de iglesias y sus clientelas, de dietas y enfermedades); hice mis suposiciones con respecto a la privacidad de los lugareños (diversiones, juegos, ñaca-ñacas, altas y bajas finanzas: quién da o quién toma, gorroneo, trueque o subasta), como haría cualquier geógrafo, impresionado por la seriedad del hábito, además, de la simple charla o un ocioso escupitajo o un acuclillado prolongado; una mierda reflectante en un campo a lo lejos; y, a medida que con cautela empezaba a distribuir mis datos por mi manuscrito, comenzó una disolución constante de lo real; porque, con cuanta mayor precisión uno baja por una calle verbal, con mayor precisión, en efecto, se retratan las pilas de basura, las sombras vagabundas, las hileras de maleza, el tacto del viento y las grietas en los muros; cuando, de hecho, todo lo que es concebible de entrar en la conciencia –como la luz nívea y los arreos de un caballo, el grano que se derrama y el olor a aceite, el crecimiento de los setos y la hierba, el frío sabor a hojalata en una taza abollada de hojalata– entra como el miembro de una orquesta, armado de un instrumento (el zumbido de la abeja o la muerte de una mosca, por ejemplo); con cuanta mayor exhaustividad, en resumen, observemos más que meramente advirtamos, contemplemos más que percibamos, imaginemos más que tan solo sopesemos, entonces con mayor plenitud deben el lector y el escritor, conforme sus frases ponen un pie en la página, percatarse de que ahora están ante la gentilmente amenazante presencia del Ángel de la Introversión, ese radiante guardián de las Ideas de las cuales Platón y Rilke hablaron con tanto ardor, y que Mallarmé y Valéry invocaron; ya que una sensación de resonante universalidad surge en la literatura siempre que alguna callada y por lo demás trivial, aunque única, banalidad se experimenta con una exactitud intensamente pasional: a través de un anillo de similitud que, además, define para cada objeto su tierra de disimilitud (aunque ¿dice esto alguien más aparte de Schopenhauer, que con respecto al mundo estaba también equivocado?); y, en consecuencia, el corazón del país se volvió el corazón del corazón tan súbitamente que me dejó incomodado, en B y no en Bizancio, no en Brookston, se apartó de ese yo que creí que podría expresar, en ningún lugar cercano a la niñez y con pensamientos que encerré en los párrafos como animalitos enjaulados.

Horas de locura y evasión… romper el papel en tiras delgadas como hilos: nada fácil… deslizar luego hileras de palabras de un lado a otro de la página, esperando en vano que la diferencia será conveniente… en lugar de una particularidad pasional, intentar una tintineante singularidad… anular, tachar, XXXXX… parar.

El gentil Turguénev (y uno de los maestros, sin duda, si amamos su arte arrogantemente modesto), al escribir sobre Padres e hijos –al escribir sobre sí mismo–, dijo: «Tan solo unos pocos elegidos son capaces de transmitir a la posteridad no solo el contenido sino también la forma de sus pensamientos y sus visiones, su personalidad, la cual, en términos generales, no es de la incumbencia de las masas». La forma. He ahí el fin de la larga búsqueda; porque la forma, como nos enseñó Aristóteles, es el alma en sí, la vida de toda cosa y la plenitud de toda cosa inmortal. Es la B del ser 13 . Unos pocos elegidos… unos pocos felices… esa pandillita de hermanos… Bueno, los elegidos no pueden elegirse ellos mismos, y, sin embargo, hacen la vista gorda.

Y pidió a sus compañeros escritores de Rusia que guardaran su lengua. «Tratad esta poderosa arma con respeto», suplicó, «en manos diestras puede obrar milagros». Pero los milagros tampoco pueden elegirse. Y aquellos de nosotros que no hemos obrado ninguno, aún podemos ingeniárnosla para el respeto. Una estúpida esperanza nos sostiene: que la próxima vez la destreza estará ahí, y que acontecerá el milagro.

De modo que sigo siendo el hombre oscuro que escribió estas palabras, y si alguien iba a preguntarme una vez más por las circunstancias de mi nacimiento, creo que finalmente debería responder que nací en algún lugar en mitad de mi primer libro; que la vida, hasta ahora, no ha sido extensiva; que mi estado natal es la Ira, un lugar no en alguna parte del continente sino más bien en lo profundo de mis tripas; que en la actualidad resido en la Sicilia del alma, en el México de la mente, la torre en Duino, la casa con jardín en Rye 14 ; y que estaré encantado de alquilar, vender o ceder estos relatos, que habría amueblado de manera más pródiga de haber podido permitirme el gasto, a cualquiera que quizás quisiera visitarlos, o –aleluya– habitarlos. Sin embargo, para sustituir esa improbabilidad, voy a confeccionar un lector para estas ficciones… ¿de qué tipo, preguntáis?, bueno, diestro y generoso con su atención, para empezar, paciente con las longeurs, que perdone todo error y la autoindulgencia del autor, ávido de detalles… ah, y amante de las listas, que juguetee con los renglones. ¿Ha de entregarse ocasionalmente ese lector a articular una palabra en voz alta o al deseo de leer a su compañía en un punzante susurro de biblioteca?, sí; ¿y ha de ser ese lector alguien cuyo pulso se altera con los tiempos verbales?, eso estaría bien; ¿y se ha de pillar toda alusión como se pilla un resfriado?, no, comerse igual que el pescado, entero, con aletas y piel; ¿y ha de darse una frente amplia que con asombro se arrugue ante la retórica?, ¿bruscas bocanadas de aire?, ¿y hallar los pensamientos profundos y que las emociones que sienta sean de la mejor clase?, sí, y aplaudidos los patrones… pero no hay necesidad de que pongamos pelo o nariz a nuestro lector, ni ninguna otra abertura ni señuelo… ni un músculo necesita ser imaginado… es un cuerpo bastante indiferente al tiempo, a la dieta… es todo ojos… ¿cómo?, oh, será una suerte de tardón en la página, dará sorbitos a las frases, rebosará pausas reflexivas, así que debería designarse un dedo para guardarle el sitio; ¿un movedor de labios, pues?, justo eso, sí, unos anchos y dulces y húmedos, de un rojo natural, de una blandura natural, pero hechos solo para conformar sílabas, ya me entendéis, para cantar… cantar. ¿Y este lector, mientras el libro se abre, ha de sombrear la página como una palmera?, sí, eso sería tal vez lo mejor (sin embargo, ojo al esfuerzo del espíritu, no hay gafas que corrijan eso); ¿y ha de hundirse ese lector en el papel?, ¿volverse la letra?, ¿y florecer al otro lado con placer y sensualidad… desde el tacto de la mente, y del amor que perdura en el lenguaje?, sí. Imaginemos un ser así, entonces. Y empecemos. Y entonces empecemos.

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