David Montesinos
Las razones del altermundismo
Naomi Klein y alrededores
© David Montesinos, 2020
© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2020
Todos los derechos reservados.
Primera edición: junio, 2020
Publicado por Punto de Vista Editores
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Diseño de cubierta: Joaquín Gallego
Coordinación editorial: Miguel S. Salas
Corrección: Luis Porras
Fotografía de cubierta: Naomi Klein. © Kourosh Keshiri
ISBN: 978-84-18322-03-7
THEMA: JPF, KCP
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1. Un fantasma recorre la aldea global
2. A la sombra de las marcas
3. Lo que queda de Seattle
4. Vallar la democracia
5. El capital o la vida. Klein contra Friedman
6. Naomi Klein y sus enemigos
7. El calentamiento global lo cambia todo
8. …Y llegó Trump
9. El shock se hace pandemia
Bibliografía
A Pepa y a Carmen, que parecen creer en mí. A Alejandro Lillo, seguramente por lo mismo.
Hay dos cosas importantes en la política: la primera es el dinero y la segunda no la recuerdo.
Mark Hanna (1895)
Un fantasma recorre la aldea global
En 2001, el presidente de la Unión Europea y primer ministro de Bélgica, Guy Verhofstadt, escribió una carta abierta a los «antiglobalización», quienes venían protagonizando las reuniones oficiales de los grandes Estados del planeta con sus multitudinarias contracumbres o marchas alternativas, como ocurrió ese mismo año en Génova o dos años antes en Seattle. Consciente de que la popularidad de instituciones tan influyentes como la Unión Europea (UE), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE), el grupo de países más industrializados del mundo (G8) o el Fondo Monetario Internacional (FMI) decrecía a la misma velocidad que se incrementaba la simpatía por el Foro Social Mundial (FSM) y todo el entorno activista que empezó su ciclo de protestas en Seattle, Verhofstadt trató de mostrar afinidad con sus preocupaciones.
Seattle, Göteborg, Génova... Miles de personas que salen a la calle a expresar su opinión. Un alivio en nuestra época postideológica. Si no fuera solamente violencia inútil, hasta darían ganas de aplaudir. La antiglobalización forma una resistencia bienvenida en una época en la que la política se ha vuelto estéril, aburrida y técnica. Esta resistencia es buena para nuestra democracia. Sin embargo, ¿qué es lo que realmente quieren decirnos ustedes, los anti-globalizadores? ¿Desean reaccionar con violencia ante cualquier forma de propiedad privada, como el black bloc?, o bien, ¿son adeptos al movimiento slow food, un club mundano que edita lujosos folletos en donde siempre se pregona el consumo de alimentos correctos en los mejores restaurantes?
¿Qué hay repentinamente de malo en la globalización? Hasta hace poco, incluso los intelectuales progresistas alababan el comercio mundial, que va a llevar prosperidad y bienestar a países en los cuales antes sólo había pobreza y recesión. Y con razón. (Verhofstadt, 2001)
Aparte del tono algo condescendiente, e incluso cínico, respecto a los activistas que protagonizaban las contracumbres, llama la atención que la línea del artículo se centre en el supuesto de que los manifestantes de Seattle o Génova están en contra de la globalización per se, lo que les convierte en involucionistas, enemigos de toda forma de progreso. Verhofstadt dijo «comprender» las inquietudes de aquellos grupos de jóvenes, pero la solución era contraria a la que estos supuestamente proponían: no hacía falta menos globalización, sino más. No se trataría entonces de impedir la globalización, sino de dotarla de fundamentos éticos.
Hemos escuchado muchas veces la denuncia, y fue correcto que un alto mandatario la asumiera: se han globalizado el capital y las mercancías, pero no la justicia ni los derechos. Fue Verhofstadt quien convocó la Conferencia Internacional sobre la Globalización en Gante, a la cual invitó a Naomi Klein. La ponencia que la canadiense presentó era en realidad una contestación a la carta del premier belga. Esa y otras intervenciones de Klein en aquellos años fundacionales del Foro Social Mundial repercutieron en la orientación del movimiento de oposición a la globalización neoliberal. También contribuyeron a desactivar la imputación de radicalismo destructivo e incapaz de ofrecer alternativas que pesaba sobre sus participantes más activos1.
En aquella ponencia de Gante, Klein empezó negando el prejuicio que etiqueta a quienes protestan como «antiglobalizadores». No lo son, no luchan contra la globalización, sino a favor de la democracia, explicó. No son luditas que reniegan del progreso tecnológico aplicado al sistema productivo ni se alinean con nacionalistas partidarios de algún trasnochado proteccionismo. Lo que cuestionan es que se ha internacionalizado un único modelo económico: el neoliberalismo, sin alternativa posible. La cultura, los derechos humanos, el medio ambiente y la participación ciudadana —elementos esenciales de lo que conocemos como democracia— sucumben ante la fuerza incontenible de ese modelo que lo reduce todo a la lógica empresarial. Las privatizaciones masivas o los recortes de los servicios públicos son parte esencial de un programa que está sujeto a una plantilla única.
Al debatir este modelo, no estamos poniendo en tela de juicio el comercio de mercancías y servicios a través de las fronteras, sino los efectos mundiales de la profunda empresarialización, la forma en que «lo público» está siendo transformado y reorganizado —recortado, privatizado, desregulado— bajo la admonición de la competitividad en el sistema comercial mundial. (Klein, 2004a, p. 88)
Si una nación no quiere ser dejada de lado por la Organización Mundial del Comercio, debe eximir de impuestos a las multinacionales, privatizar servicios clave, como la sanidad, el agua o la educación, y restringir la capacidad del Gobierno para fijar estándares de salud o medio ambiente.
Son contratos leoninos, pero —explicó Klein en su respuesta al primer ministro— la desregulación la imponen los grandes países a los demás sin contemplaciones, aunque no necesariamente a sí mismos, como se advierte con el mantenimiento de los subsidios para la agricultura y la minería, o de los aranceles de la importación. ¿No hablábamos de igualdad de oportunidades y de libre comercio? Entonces, llamaremos «ortodoxia económica» a lo que los Estados poderosos imponen a los pobres2.
El problema de la globalización —añadió Klein— es, en realidad, el problema del poder. Cuando el discurso de personas bienintencionadas, como el primer ministro belga, trata sobre igualdad o libertad, no parece haber nada más que un vacuo voluntarismo, apenas un pliego intransitivo de buenas intenciones. En las épocas más prósperas del capital, no se atienden estos problemas desde su raíz; en las recesiones, se piden más y más sacrificios.
¿Debemos contentarnos con la promesa de que nuestros problemas se resolverán con más comercio? ¿Con más protección para las patentes farmacológicas y más privatizaciones? Los globalizadores de hoy son como médicos con acceso a un solo medicamento: sea cual fuere la enfermedad —pobreza, migración, cambio climático, dictaduras, terrorismo— el remedio es siempre más comercio. (Klein, 2004a, p. 93)
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