Camilla Läckberg
Las Hijas del Frío
(Incluido en esta versión digital)
Fjällbacka, 3 2009
Stenhuggaren 2005
Para Ulle,
la mayor felicidad posible
Erika, Madre
Patrick Hedström, Pareja de Erika. El policía
Maja, Hija de Erika y Patrick
Kristina, Madre de Patrick
Anna, Hermana de Erika
Lucas, Pareja de Anna
Charlotte Klinga, Amiga de Erika
Niclas Klinga, Pareja de Charlotte. Médico
Lilian Florin, Madre de Charlotte
Stig Florin, Pareja de Lilian. Padrastro de Charlotte
Lennart Klinga, Expareja de Lilian. Padre de Charlotte
Albin, Hijo de Charlotte y Niclas
Sara, Hija de Charlotte y Niclas
Arne Antonsson, Padre de Niclas
Aste, Madre de Niclas
Veronika Karlgren, Vecina de Charlotte
Frida, Hija de Veronika
Kaj Wiberg, Vecino de Lilian Florin
Monica Wiberg, Pareja de Kaj
Morgan, Hijo de Kaj y Monica
Sebastian Rydén, Adolescente
Rune, Padrastro de Sebastian
Martin Molin, Policía
Pia, Pareja de Martin
Bertil Mellberg, Jefe comisaría
Simon, Hijo de Bertil
Ernst Lundgren, Policía
Gösta Flygare, Policía
Annika, Recepcionista en la comisaría
Tord Pedersen, Forense
Beatrice, Maestra de Sara
Jeanette Lind, Amante de Niclas Klinga
Eva Nestler, Psicóloga
Harald Spjuth, Sacerdote
Rolf Wiesel, Médico
En el Pasado:
Agnes, Sin comentarios
August, Padre de Agnes. Rico propietario
Anders Anderson, Picapedrero
La pesca de la langosta no era lo que había sido en otro tiempo. Antiguamente, los que trabajaban duro para capturar el marisco negro eran pescadores profesionales. Ahora, en cambio, eran los veraneantes quienes, durante una semana, pescaban langostas para satisfacción propia y exclusiva. Y tampoco acataban las normas. Él había visto de todo a lo largo de los años. Cómo sacaban discretamente un cepillo con el que retirar las huevas de las hembras y hacerlas parecer legales, cómo vaciaban las cubetas ajenas e incluso buceadores que se sumergían para coger con sus propias manos las langostas de las cubetas de los demás. A veces se preguntaba adónde iría a parar todo cuando ni entre los pescadores de langosta quedaba el menor atisbo de honor. En una ocasión, al menos, le dejaron una botella de coñac en la cubeta cuando la sacó vacía, en lugar de con cualquiera sabe cuántas langostas que habrían desaparecido de su interior. Aquel ladrón, por lo menos, dio muestras de algo de honradez o, en su defecto, de sentido del humor.
Frans Bengtsson suspiró profundamente mientras revisaba las cubetas, pero se animó al ver que en la primera ya había dos magníficos ejemplares. Tenía buen ojo para saber dónde encontrarlas y conocía algunos lugares privilegiados donde podía llenar sus tinas con la misma buena pesca año tras año.
Después de haber llenado tres cubetas, tenía ya una cantidad considerable del codiciado marisco. Él no comprendía exactamente por qué tenía un precio tan escandaloso. No porque no le gustase, pero, si le daban a elegir, él prefería cenar arenque. No sólo estaba más rico, sino que, además, tenía un precio más razonable. Pero el dinero que sacaba pescando langosta era un extra que le venía muy bien añadir a la pensión en aquella época del año.
La última cubeta pesaba bastante y apoyó el pie contra la falca del barco para aumentar la estabilidad a la hora de sacarla. Poco a poco, fue notando cómo subía y esperaba que no hubiese sufrido ningún daño. Miró por la borda de su vieja barca para ver en qué estado aparecía. Pero no fue la cubeta lo primero que vio. Una blanca mano hendió las inquietas aguas y, por un instante, le pareció que señalaba al cielo.
Su primer impulso fue soltar la cuerda que sostenía en la mano y dejar que, fuese lo que fuese aquello que descansaba bajo la superficie del agua, volviese a desaparecer en las profundidades junto con la cubeta llena de langostas. Sin embargo, enseguida le pudo la experiencia y empezó a tirar otra vez de la cuerda que estaba atada a la cubeta. Su cuerpo conservaba aún gran parte de su vigor de antaño, y no le vino mal, pues se vio obligado a tirar con todas sus fuerzas para subir su macabro hallazgo por la borda. Cuando el cadáver pálido, exánime y empapado cayó de golpe sobre la cubierta, perdió el aplomo. Había sacado del agua el cuerpo sin vida de una menor, una niña, con los largos cabellos adheridos al rostro y los labios tan violáceos como los ojos, que ahora se clavaban invidentes en el cielo.
Frans Bengtsson se asomó por la borda y vomitó.
Patrik jamás creyó que pudiera llegar a sentirse tan cansado. Todas aquellas fantasías sobre lo mucho que dormían los bebés habían quedado destrozadas en los dos últimos meses. Se pasó las manos por el corto cabello castaño, pero sólo logró empeorar su sensación de sueño. Y si él estaba cansado, no quería ni imaginar cómo debía de sentirse Erica. Al menos él no tenía que amamantarlo regularmente por las noches. Además, estaba realmente preocupado por ella. No recordaba haberla visto sonreír desde que llegaron del hospital y lucía unas marcadas ojeras. Al ver la desesperación en sus ojos por las mañanas, le costaba dejarlas a ella y a Maja, pero al mismo tiempo debía admitir que experimentaba un gran alivio al poder dirigirse a su conocido entorno adulto. Amaba a Maja sobre todas las cosas, pero tener un bebé en casa era como entrar en un mundo ajeno, extraño, con nuevas y constantes situaciones de estrés acechando a la vuelta de cada esquina. ¿Por qué no duerme? ¿Por qué llora? ¿Tiene calor? ¿Frío? ¿No le habían salido unos puntitos raros? Los delincuentes adultos eran, al menos, algo familiar, algo que sabía cómo manejar.
Clavó una mirada vacía en los documentos que tenía delante mientras intentaba retirar la telaraña del cerebro lo suficiente como para poder seguir trabajando. El timbre del teléfono lo hizo saltar de la silla y sonó hasta tres veces antes de que reaccionase y contestase.
– Patrik Hedström.
Diez minutos después, echó mano de la cazadora, que colgaba de una percha junto a la puerta, y se apresuró al despacho de Martin Molin:
– Un hombre que pescaba langostas ha sacado un cadáver.
– ¿Dónde? -preguntó Martin visiblemente desconcertado.
Tan dramática información vino a quebrantar el pacífico almuerzo del lunes en la comisaría de Tanumshede.
– A las afueras de Fjällbacka. Ha fondeado en el muelle de la plaza Ingrid Bergman. Tenemos que irnos ahora mismo. La ambulancia está en camino.
No tuvo que decírselo dos veces. Martin cogió la cazadora para protegerse del desapacible tiempo de octubre y acompaño a Patrik al coche. No tardaron en recorrer el trayecto hasta Fjällbacka. Martin se agarraba angustiado al asa del techo cada vez que el coche se tragaba el arcén en las curvas cerradas.
– ¿Será alguien que se ha ahogado por accidente? -preguntó Martin.
– ¿Y cómo demonios voy a saberlo yo? -respondió Patrik, lamentando enseguida el tono desabrido de su respuesta-. Disculpa, es la falta de sueño.
– No pasa nada -dijo Martin. Teniendo en cuenta el aspecto extenuado de Patrik en las últimas semanas, no le costaba perdonarlo.
– Lo único que sabemos es que la encontraron hace una hora y que, según el tipo, no parecía llevar mucho tiempo en el agua, pero pronto lo veremos -explicó Patrik mientras bajaban Galärbacken en dirección al muelle donde estaba anclada la barca.
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