Las hijas del sol de sangre
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Colección Sulayom
San José, Costa Rica
Primera edición, 2020.
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© Flory Vargas.
San José, Costa Rica.
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Una lágrima cayó haciendo borrosa la imagen cristalina que se reflejaba sobre la Laguna de Botos, espejo monumental que se había formado por las lluvias que caídas sobre el cráter extinto, uno más en medio de aquella tierra de volcanes. Nirú vio toda su tristeza plasmada en el agua. También notó, con algo de vanidad, su belleza, la cascada lisa de cabello que cubría su cuerpo joven, oscuro y esbelto. En su frente, como un recordatorio que los dioses habían dispuesto para ella, figuraba desde su nacimiento una marca particular, un pequeño círculo rojizo que para su gente representaba el sol extraordinario que alumbró su nacimiento. Esa pequeña mancha era la confirmación de la elección divina que pesaba sobre ella y por eso le llamaban: la Hija del Sol de Sangre.
Pronto el pueblo realizaría una más de las ascensiones al volcán, pero en esta ocasión no sería para obtener el azufre que entregaban a los Huetares. Esta vez, sería distinto. La tribu tenía que cumplir su promesa. Solamente un sacrificio humano sería capaz de mantener la calma del enorme coloso que reposaba junto al lago y les acechaba en constante amenaza. Una fuerte lluvia de cenizas había destrozado los pastizales y cultivos, así que, según la tradición, la niña sería lanzada a las entrañas del volcán en medio de un acto ceremonial.
Nirú lo sabía, siempre supo que esa sería su suerte y la molestaba sobremanera el trato tan distinto que recibía por esa razón, como si se tratara casi de alguna divinidad terrena. Frecuentemente sentía sobre ella la lástima de los aldeanos que, sin saber muy bien cómo reaccionar, la ofrendaban con humildes presentes cargados de gratitud. No soportaba la mirada de borrego ahorcado, como ella le llamaba, que encontraba constantemente a su paso, tampoco la tarea cruel que le habían asignado sin preguntar.
—¡Vamos, Nirú! ¡Apurate! Pronto oscurecerá y el camino es largo.
—Voy. Dejame despedirme del lago.
La joven metió sus manos en el agua por última vez. Enjuagó su rostro y se levantó tomando la mano de Rogan, su amigo de siempre. Después de una última mirada al paisaje, corrieron bosque adentro.
Así pretendía huir de su destino. Su alma pesaba tanto que no podía con ella. No lograba, por más que intentaba, dejar de pensar en el dolor y la vergüenza que les causaría a sus padres. Pero ella quería vivir, quería conocer otras tierras, disfrutar cada segundo. Tenía tanto amor y tanta ilusión por dentro que esa era la única salida. No había otra. Llevaba algún tiempo valorando posibilidades, definiendo estrategias, siempre acompañada por su mejor amigo y confidente. La única persona en la cual podría confiar ciegamente sus temores y planes de escape.
Después de varias horas de camino, el resultado no era muy alentador, estaban todavía lo suficientemente cerca como para ser encontrados. La maleza se había encargado de rasgar sus ropas y hacer cortes en su piel que ardían como minúsculos latigazos. Tenían hambre y estaban muy agotados.
Se detuvieron para pasar la noche en una pequeña cueva que se formaba entre las elevaciones rocosas. Después de un buen rato tratando de encender el fuego, cenaron pequeñas raciones que tenían previstas para la primera parte de la jornada. Más adelante tendrían que cazar para sobrevivir, pero el joven era un experto cazador, así que alimento no les faltaría. Todo lo tenían cubierto.
—Rogan, amigo, dejaste todo atrás por mi culpa. Nunca dejaré de agradecerte por eso, por apoyar mi sueño de libertad –le dijo Nirú con ternura. –Espero algún día poder retribuirte tanta generosidad.
—Sabés que jamás te dejaría sola. Mi corazón me dice que tu camino es otro, que es importante para nosotros. Tu nacimiento ocurrió en un momento sobrenatural, estás marcada por los dioses. No puedo hacer otra cosa.
—Yo no nací solo para apaciguar la furia del volcán. Estoy convencida de que tengo otro propósito –aseguraba la joven mientras sus ojos se cerraban vencidos por el cansancio.
El sueño se había apoderado de ellos cuando la tierra empezó a vibrar suavemente, luego, a temblar cada vez con más fuerza. Se podría decir que estaban acostumbrados a eso, pero no a este nivel. Las fuertes sacudidas que siguieron dejaron en evidencia la magnitud de la situación. Tenían que buscar de inmediato un lugar más seguro. El suelo se agrietó en distintos lugares y los árboles caían por doquier. Semejante caos no podía significar otra cosa, el coloso reclamaba su sacrificio.
Un bramido amenazante sacudió nuevamente la cueva y los muchachos salieron corriendo antes de que se derrumbara sobre ellos. Era como si el volcán lo supiera, como si pudiera ver y sentir de lejos el terror de la joven y sus intenciones de huir, como si defendiera lo que era suyo.
Unos minutos después regresó la calma, pero ellos sabían que era una tranquilidad engañosa y que, muy probablemente, lo peor estaría por venir. Tomaron sus cosas y caminaron un poco más. Nirú sintió un cosquilleo de pánico en sus venas. A lo lejos, el enorme cono lanzaba nubes interminables de ceniza. Tomó conciencia de su realidad, si no regresaba, las consecuencias serían mucho más serias de lo que había imaginado. Sus padres, su pueblo, su gente, dependían de ella. No les podía defraudar. Si aquel era su destino, tendría que cumplirlo a pesar de todo, incluso de ella misma. Su llanto descontrolado casi no la dejaba ver, era lo único que quedaba sin control dentro de sí al tomar la decisión.
—Rogan, tenemos que volver.
La aldea estaba alborotada por la mañana. Estaban temerosos del volcán y lo que podría ocurrir. Al saber que la niña no estaba, algunos habían huido a otros territorios, otros sacaban sus pertenencias para emprender también el camino cuanto antes y un grupo sacrificaba animales en honor de los dioses, untando la sangre derramada sobre sus cuerpos en señal de rendición. Los altos dirigentes de la tribu estaban reunidos con los padres de los jóvenes fugitivos tratando de encontrar una solución. Desde que se les informó sobre su huida temían lo peor.
Nirú apareció sucia, herida y sudorosa. Cayó de rodillas junto a ellos. Las palabras no lograron salir de su boca de inmediato, pero no fue necesario. Corrieron a abrazarla. Estaban salvados.
Al atardecer, un nutrido grupo terminaba de subir la empinada montaña hasta el cráter. Ella a la cabeza, seguida por el gran sacerdote, sus padres y sus amigos. Una vez que llegaran al punto de no retorno, tendría que continuar sin compañía hasta cumplir su misión.
No hubo despedidas. Ya todo estaba dicho. Bastó una mirada cálida e interminable sobre ellos, especialmente sobre Rogan. Dio la vuelta y caminó sola. A pesar de que sus piernas ya no le respondían, siguió adelante con su corazón hecho pedazos y el pánico apoderándose de su ser. Al llegar a la orilla del cráter, cerró sus ojos, levantó sus brazos al cielo, lanzó un profundo suspiro y se dejó caer.
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