Flory Vargas - Las hijas del sol de sangre

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Las hijas del sol de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Cada cuento de este libro, a pesar de mantener su propia identidad, propone una interconexión, un delgado hilo conductor, casi imperceptible, a través de las vidas de sus protagonistas. Desde Nirú hasta Sara, desde épocas remotas hasta la más retadora tecnología futurista, ellas guardan con celo la existencia de una supuesta hermandad que ha estado presente desde el principio de los tiempos. Tal vez, sin proponérselo, encuentren la respuesta a la pregunta más básica y persistente de su género o, tal vez, simplemente la olviden en el tiempo. Se trata de las «Hijas del Sol de Sangre»; mujeres marcadas por hechos y elementos sobrenaturales que han construido su identidad, su perspectiva frente al dolor, el miedo, el valor y la muerte. Estaba en otra dimensión. Allí había otras como ella, muchas otras. Dejó de ser ella misma y fue muchas mujeres en una. No podía entender cómo, pero lo sentía y lo entendía todo, cada una de ellas, cada historia, cada sentimiento, cada emoción. Ella era Nirú, Alira, Ana, Claudia, cada una de ellas y todas a la vez. Todas fundidas en una misma alma.

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Nació niña y al ver su pequeño y enrojecido rostro, sus padres no pudieron más que adorarla, sintiendo inevitablemente un doloroso aguijón en el pecho al tener que entregarla de inmediato al grupo de sacerdotes. El grito de la recién nacida terminó de oprimir su corazón. Acababa de ser marcada en su frente para siempre con el mismo sello que llevaron ellos durante toda su existencia.

Los días pasaron y los novatos padres vieron con gran preocupación cómo la marca, que se suponía indeleble, se desvanecía poco a poco en la frente de su hija. Preguntaron con disimulo en la aldea y nadie supo dar razón de algún otro caso similar que se hubiera presentado.

Buscaron y aplicaron en la delicada piel ungüentos de todo tipo, fabricados con las más exóticas plantas medicinales que pudieron conseguir en otros poblados, pero el proceso no se detuvo.

Temerosos por la forma en que la gente podría tomar esta situación, empezaron a cubrir la cabeza de la pequeña y a evitar el contacto con los demás. Fue inútil. A pesar de estas medidas, el rumor corrió y un par de semanas después recibieron en su casa al mayor de los Supremos Sacerdotes, quien comprobó que la niña no tenía marca alguna en su frente. Se tomó, por lo tanto, la decisión de volverla a marcar, considerando que, aunque no había ocurrido nunca, existía una pequeña posibilidad de que, por alguna particularidad en su piel a la hora del nacimiento, o por error, la marca no se hubiera estampado como debía.

Desconsolados, incluso más que la primera vez, ambos presenciaron cómo su hija era sometida nuevamente al tormento del fierro candente. El pueblo se encargó de verificar, en esta ocasión, que la marca hubiese quedado como tenía que ser, profunda y dolorosa en el centro de la frente de la pequeña. No obstante, transcurrieron tan solo un par de semanas y ya había desaparecido nuevamente.

—Ya lo intentamos todo –le dijo Jaro a su esposa. No tenemos más opciones. No podemos huir del pueblo, pues las marcas en nuestra frente son muy visibles y nos reconocerían como fugitivos en cualquier lugar.

—Tenés razón. Nos encontrarían rápidamente y el castigo sería el mismo que se aplica a los infieles y traidores, la hoguera. No quiero que nuestra niña muera quemada.

—Prefiero acabar ahora mismo con nuestras vidas de una manera más piadosa. No podría verla pasar otra vez por el tormento del fierro. De todas formas, la muerte será nuestra sentencia, en cuanto los sabios se enteren.

—Me dolería mucho que nos acusen de brujería. La gente del pueblo nos mira con miedo. Ayer dos mujeres cambiaron su camino al verme. Es insoportable –dijo ella entre sollozos.

Entonces tomaron la decisión. No fue fácil. Se arriesgarían a tener sobre ellos para siempre la maldición de los herejes errantes, caminando sin rumbo por la eternidad en busca de una paz que nunca encontrarían. A pesar de ello, estaban resueltos a correr el riesgo. Esa misma noche terminarían con sus vidas. Según lo acordado, la mujer prepararía un brebaje de hierbas venenosas que tomarían a la hora de dormir.

Una vez ejecutado el plan, y mientras esperaban el efecto de la pócima, Jaro se aproximó a la canasta donde se encontraba su hija. La tomó en sus brazos y la llevó junto a su madre. Al hacerlo, vio con sorpresa que en la frente de la niña había aparecido nuevamente una imagen. No correspondía al sello plasmado anteriormente por los sacerdotes, en su lugar había una especie de sol color sangre. Nadie en su mundo tenía una marca distinta a las establecidas, así que esta que ahora apreciaban sus ojos, no tenía sentido alguno para él. Tampoco recordaba haber visto algo similar en ninguna de las aldeas vecinas. Por un momento se arrepintió del plan trazado y pensó en acudir a las altas jerarquías para encontrar una respuesta, pero habían tomado la pócima, así que ya no importaba. Pronto estarían en el otro mundo, ese del que tanto habían oído hablar a hurtadillas; uno donde no había esclavos ni señores, sino iguales en libertad. Extendió su cuerpo al lado de su familia y, con mucha paciencia, esperó el fin de su vida.

Mientras esto ocurría, Jaro no alcanzó a escuchar el alboroto que había afuera. Los gritos y las llamas inundaron el lugar en cuestión de segundos. Eran atacados. Cuando cesó el ruido y se disipó el humo, todo quedó en una tensa calma. Rompiendo la puerta de una patada, dos soldados ingresaron a su casa, encontrando a la familia abrazada sobre la cama de paja. Estaban muertos. En su frente, la de los tres, se podía apreciar la misma imagen. Los soldados miraron extrañados la escena y corrieron con su jefe.

En el centro de la villa se habían conformado dos grupos separados, siervos y señores. Sobre ellos, la mirada inquisidora de al menos doscientos soldados que presentaban dos características muy particulares: eran mujeres y tenían una pequeña mancha rojiza plasmada en su frente.

Aproximándose al líder de aquel singular ejército, uno de los soldados exclamó:

—Recorrimos la aldea y encontramos algo. En una de las cabañas hay tres cuerpos sin vida, los tres tienen en su frente el sol de sangre. Parece que llegamos demasiado tarde.

El silencio fue absoluto y resultaban casi perceptibles las palabras que se repetían una y otra vez en sus mentes: «Llegamos demasiado tarde».

Sin más, montaron en sus caballos y marcharon al este. Sabían que quedaba una única esperanza. Según los escritos sagrados, había otra niña en las tierras altas, las de las grandes sierras y volcanes, que podría marcar el giro anhelado en el destino de las guerreras.

Conforme avanzaban el camino se hacía cada vez más estrecho, rocoso y empinado, lo mismo que su futuro. Sus mentes divagaban buscando una salida cuando escucharon a lo lejos la explosión de un volcán, como si esto fuera el punto final que confirmara su desventura. A pesar de ello, no perdieron la esperanza y siguieron adelante.

Al bordear el camino junto al lago, ya cerca de su objetivo, se encontraron con un pequeño grupo de aldeanos. Lucían exhaustos y estaban todavía cubiertos de ceniza.

Sin oponer resistencia, el líder se adelantó para hablar en representación de su pueblo.

—Somos gente de paz.

—La paz estará en su pueblo. No teman. Solamente buscamos a una niña que podría estar entre ustedes. Tiene un sol de sangre plasmado en su frente.

—Esa jovencita que buscan ahora le pertenece al volcán, es parte del todo –les dijo señalando el lago ennegrecido. –Nuestros dioses nos han desterrado a pesar del sacrificio ofrecido. Ya no tenemos nada para ustedes. Estamos malditos –y siguieron adelante con la cabeza baja, ignorando a las guerreras para que siguieran su camino.

Una nube de polvo y ceniza cubrió a la caravana que, horas después, se abría paso hacia ningún lado. Ya nada importaba. Una vez que verificaron que la furia del coloso había arrasado con todas sus esperanzas, las guerreras se sentían culpables, perdidas y vencidas. En su mente seguían dando vueltas las mismas palabras una y otra vez: «Llegamos demasiado tarde».

En algunos rostros se podía apreciar el surco forjado por el llanto sobre el velo de polvo grisáceo. Muchas optaron por colocar nuevamente los cascos de metal sobre sus cabezas y, de ese modo, dar un poco de privacidad a sus penas. Renegaban otras de los dioses y de su suerte, de la vida hostil que les tocaba vivir y del panorama sombrío que ahora se vislumbraba en sus caminos. Sabían que no había más por perder y que se habían agotado para ellas las opciones.

Alira, una de las guerreras, se apartó del grupo y se acercó a su líder en busca de apoyo más que de respuestas.

—¿Y ahora qué haremos? ¿Tendremos que volver?

—¿Querés volver?

—¡No! ¡Claro que no! Pero,¿entonces?

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