Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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Camilla Läckberg Las huellas imborrables Erica Patrik 5 Texto Título - фото 1

Camilla Läckberg

Las huellas imborrables

Erica & Patrik 5

Texto. Título original: TYSKUNGEN

© Camilla Läckberg, 2007 © de la traducción: Carmen Montes Cano, 2011 © MAEVA EDICIONES, 2011 Benito Castro, 6 28028 MADRID emaeva@maeva.es www.maeva.es

Para Wille y Meja

1

Tan sólo el ruido de las moscas se oía en la quietud de la habitación. El zumbido que provocaba el batir frenético de sus alas. El hombre que estaba en la silla no se movía. Llevaba tiempo sin moverse. Por lo demás, ya no era un hombre. Al menos no si con ello se pensaba en un ser vivo, capaz de respirar y sentir. Había quedado reducido a materia nutriente. Un receptáculo para insectos y larvas.

Las moscas revoloteaban en manadas en torno a aquella figura inerte. A veces aterrizaban. Ponían a trabajar las trompas. Luego volvían a alzar el vuelo. Zumbaban danzando. Buscaban un nuevo lugar en el que posarse. Iban probando. Chocaban unas con otras. La zona circundante de la herida que el hombre presentaba en la cabeza despertaba en ellas particular interés. El olor metálico de la sangre se había esfumado hacía tiempo y otro más mohoso y dulzón lo había reemplazado.

La sangre se había coagulado. Al principio fue fluyendo hacia abajo. A lo largo de la nuca. Por el respaldo de la silla. Hasta llegar al suelo, donde finalmente se había detenido formando un pequeño charco. En un primer momento aparecía roja, llena de glóbulos rojos vivos. Ahora, en cambio, había adquirido un tono negruzco. No podía ya reconocerse en el charco ese fluido pastoso que corre por las venas de un ser humano. Ya no era más que una masa pegajosa y renegrida.

Algunas de las moscas intentaban salir de allí. Se habían saciado. Estaban satisfechas. Habían puesto sus huevos. Habían usado bien las trompas succionadoras y estaban ahítas; habían aplacado el hambre. Y ahora querían salir. Aleteaban contra los cristales. Intentaban en vano abrirse paso a través de la barrera invisible. Sonaban como un leve repiqueteo al golpear el cristal. Tarde o temprano acababan rindiéndose. Volvían a sentir hambre. Buscaban de nuevo aquello que fue un hombre en su día. El mismo que ya no era más que carne muerta.

Erica se había pasado el verano entero dándole vueltas a algo que ocupaba su pensamiento a todas horas. Sopesando ventajas e inconvenientes y pensando en subir. Pero nunca llegaba más allá de la escalera que llevaba al desván. Habría podido achacarlo al trasiego de los últimos meses. A las secuelas de la boda, al caos que reinaba en casa mientras Anna y los niños aún vivían con ellos. Sin embargo, esa no era toda la verdad. Tenía miedo, sencillamente. Miedo de lo que pudiera encontrar. Miedo de empezar a hurgar en algo que hiciera aflorar a la superficie cosas que habría preferido seguir ignorando.

Sabía que Patrik había estado a punto de preguntarle varias veces. Notaba que sentía deseos de preguntarle por qué no quería leer los libros que habían encontrado en el desván. Pero no se lo había preguntado. Y ella tampoco habría sabido qué respuesta darle. Lo que más le asustaba era la sospecha de que debería cambiar su percepción de la realidad. La imagen que se hacía de su madre, de quién era y de cómo había tratado a sus hijas no era particularmente positiva. Pero era la que tenía. Y le resultaba muy familiar. Era una imagen que había permanecido tal cual a lo largo de los años, como una verdad inquebrantable en la que basarse. Tal vez se confirmara. Tal vez incluso se reforzara. Pero… ¿y si los libros la desmentían? ¿Si se viera obligada a organizar su vida según otra verdad? Hasta aquel día no había reunido el valor suficiente para dar el paso necesario.

Erica puso el pie en el primer peldaño de la escalera. Abajo, en la sala de estar, se oía la alegre risa de Maja jugando con Patrik. Era un sonido tranquilizador, y Erica subió otro escalón. Cinco escalones más y ya estaba arriba.

Una nube de polvo se arremolinó en el aire cuando abrió la pequeña puerta y pisó el suelo del desván. Patrik y ella habían hablado de acondicionarlo en el futuro, quizá como refugio para Maja, cuando la pequeña hubiese crecido y necesitara cierta independencia. Pero por ahora no era más que un desván puro y duro, con gruesos listones de madera en el suelo y techo abuhardillado de vigas vistas. Estaba repleto de trastos. Adornos de Navidad, ropa que le había quedado pequeña a Maja, varias cajas llenas de cachivaches demasiado feos para tenerlos a la vista, pero demasiado bonitos y cargados de recuerdos para desecharlos.

El arca estaba al fondo, contra una pared. Era un modelo antiguo, de madera y herrajes de chapa. Erica tenía entendido que los llamaban «cofres de América». Se acercó y se sentó al lado, en el suelo. Pasó la mano por el arca. Respiró hondo, tiró de la cerradura y levantó la tapa. Un olor rancio le golpeó la cara y Erica arrugó la nariz con desagrado. Se preguntaba qué era lo que originaba ese aroma tan peculiar y denso de lo viejo. Seguramente el moho, se dijo, al tiempo que sentía un picor en la cabeza.

Aún recordaba la sensación que tuvo cuando Patrik y ella encontraron el baúl y revisaron su contenido. Muy despacio, fue sacando una cosa tras otra. Los dibujos que Anna y ella habían hecho de pequeñas. Pequeños objetos que habían realizado en trabajos manuales. Guardados por Elsy, su madre, la misma que nunca pareció interesarse cuando ellas le llevaban ansiosas aquello que con tanto esfuerzo habían hecho con sus propias manos. Erica hizo lo mismo que aquel día con Patrik. Fue sacando las cosas una a una y colocándolas en el suelo. Lo que en verdad buscaba se hallaba en el fondo del arca. Tocó con mucho mimo el trozo de tela que ya rozaba con los dedos. La camisita, que fue blanca en su día, se veía ahora amarillenta a la luz debido al paso de los años. Pero si de algo no podía apartar la vista era de aquellas manchas color ocre. En un primer momento pensó que serían de óxido, pero luego comprendió que debía de tratarse de sangre reseca. Había algo desgarrador en el contraste entre la prenda de bebé y las manchas de sangre que la cubrían. ¿Cómo habría llegado allí la camisa? ¿A quién habría pertenecido? ¿Y por qué la habría guardado su madre?

Erica la dejó con cuidado en el suelo. Cuando Patrik y ella la encontraron, había un objeto envuelto en la camisa, pero ya no estaba en el baúl. Era lo único que había sacado de allí. Lo que aquella camisa de bebé ajada y sucia había protegido todos esos años era una medalla nazi. Las sensaciones que provocó en ella la visión de tal objeto la dejaron atónita. El corazón empezó a latirle más rápido, se le secó la boca y por su retina desfilaron imágenes de todos los programas y documentales sobre la Segunda Guerra Mundial que había visto en su vida. ¿Qué hacía una medalla nazi allí, en Fjällbacka? ¿Y en su casa? ¿Entre las pertenencias de su madre? Le pareció absurdo. Le habría gustado dejar de nuevo la medalla en el arca y cerrarla con llave, pero Patrik insistió en que se la encomendasen a un experto, para ver si podían averiguar algo más. Ella accedió de mala gana. Era como si oyese en su interior voces susurrantes, agoreras, murmullos de alerta. Algo le decía que debería esconder la medalla y olvidarla. Pero la curiosidad se impuso a las voces. A primeros de junio, le entregó la medalla a un buen conocedor de la historia de la Segunda Guerra Mundial y, con un poco de suerte, pronto conocerían algún dato sobre su origen.

Pese a todo, lo que más interés despertó en Erica de todo cuanto había en el arca fue lo que sacaron del fondo. Cuatro blocs de notas de color azul. Reconoció en la portada la letra de su madre. Aquella letra elegante, inclinada a la derecha, aunque en una versión más joven, más redondeada. Erica los sacó del arca, pasó el índice por la portada del primero. «Diario», se leía en todos ellos. Aquella palabra suscitó en ella sentimientos de diversa naturaleza. Curiosidad, expectación, ansia de leerlos. Pero también miedo, vacilación y una intensa sensación de estar invadiendo la esfera privada de otra persona. ¿Tenía derecho a enterarse de los pensamientos y sentimientos más recónditos de su madre? Por su naturaleza, un diario no está destinado a ser leído por otra persona. Su madre no los escribió para que otros leyeran su contenido. Quizá incluso estuviese totalmente en contra de que su hija los leyese. Pero Elsy estaba muerta, y Erica no podía preguntarle. Tendría que tomar una decisión sin consultar a nadie y resolver qué hacer con ellos.

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