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Camilla Läckberg: Las huellas imborrables

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Camilla Läckberg Las huellas imborrables

Las huellas imborrables: краткое содержание, описание и аннотация

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940. El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial. Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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– Oye, aquí dentro huele a rayos -dijo tapándose la nariz y volviéndose a medias hacia Adam, que seguía fuera.

– Pues entonces mejor pasamos -sugirió Adam desde abajo con un destello esperanzado en los ojos.

– ¡De eso nada! Ahora que lo hemos conseguido. ¡Ahora es cuando empieza lo bueno! Venga, agárrate a mi mano.

Mattias se soltó la nariz y se cogió del marco de la ventana mientras le tendía a Adam la mano derecha.

– ¿Podrás conmigo?

– Pues claro que sí. Venga, vamos. -Adam le cogió la mano y Mattias tiró con todas sus fuerzas. Por un instante, tuvieron la impresión de que aquello era misión imposible, pero Adam se agarró al alféizar y Mattias saltó al interior de la habitación para dejarle espacio. Cuando puso los pies en el suelo, algo crujió con un sonido raro. Miró al suelo. Estaba cubierto de una cosa extraña, pero la penumbra le impedía distinguir qué era. Hojas secas, seguro.

– ¡Qué coño! -protestó Adam cuando saltó al suelo, aunque tampoco él pudo identificar qué causaba aquel crujido-, Joder, como apesta esto -añadió como si el aire viciado lo estuviese ahogando.

– Ya te lo he dicho -declaró Mattias en tono alegre. Había empezado a acostumbrarse al olor, que ya no le resultaba tan molesto.

– Venga, vamos a ver qué tiene el viejo aquí de interesante. Sube el estor.

– Pero ¿y si alguien nos ve?

– ¿Y quién coño iba a vernos? Anda, sube el estor de una puta vez.

Adam obedeció. El estor subió con un silbido y una luz chillona invadió la habitación.

– Una habitación muy chula -opinó Mattias observando admirado a su alrededor. Toda la sala estaba cubierta de estanterías hasta el techo. En un rincón había dos sillones de piel agrupados en torno a una mesita redonda. En el otro extremo destacaba un escritorio enorme y la silla de despacho antigua estaba medio girada y les daba la espalda. Adam dio un paso al frente, pero el crujido lo hizo mirar al suelo otra vez. En esta ocasión, ambos vieron qué era lo que estaban pisando.

– ¡Qué coño…! -El suelo estaba cubierto de moscas. Moscas negras, repugnantes moscas muertas. También en el alféizar había montones de moscas, y tanto Adam como Mattias se limpiaron las palmas de las manos en los pantalones de forma instintiva.

– Joder, qué asco. -Mattias exhibió una mueca elocuente.

– ¿De dónde habrán salido tantas moscas? -Adam miraba el suelo con asombro. Luego su cerebro adoctrinado en las técnicas del CSI estableció una desagradable conexión. Moscas muertas. Olor repugnante. Desechó la idea, pero su mirada se dirigió implacable hacia la silla vuelta de espaldas.

– ¿Mattias?

– ¿Sí? -respondió el otro con irritación en la voz mientras, asqueado, intentaba encontrar un lugar en el que poner los pies sin tener que pisar un montón de cadáveres de moscas.

Adam no respondió, sino que se dirigió despacio hacia la silla. Una parte de él le gritaba que volviese atrás, que saliera por donde había llegado y que corriese hasta no poder más. Sin embargo, le pudo la curiosidad; era como si los pies, con voluntad propia, lo llevasen hasta la silla.

– Sí, ¿qué pasa? -repitió Mattias. Pero al ver el paso tenso y expectante de Adam, dejó de insistir.

Adam se hallaba aún a casi medio metro de la silla cuando extendió la mano. La vio temblar ligeramente. Despacio, muy despacio, milímetro a milímetro, la llevó hasta el respaldo. En la habitación sólo se oía el crujido que sus pies provocaban al caminar. Notó en las yemas el frescor de la piel de la silla. Aumentó la presión. Empujó la silla hacia la izquierda y esta empezó a girar hacia él. Dio un paso atrás. Muy lentamente, la silla terminó de girar y poco a poco fueron viendo lo que había. Adam oyó vomitar a Mattias a su espalda.

Un par de ojos grandes y lacrimosos seguían el menor de sus movimientos. Mellberg intentaba no hacerle caso, pero con éxito irregular. El perro estaba como clavado a su derecha y lo miraba con adoración. Al final, Mellberg se ablandó. Abrió el último cajón del escritorio, sacó una bola de coco y la arrojó al suelo, delante del chucho. Dos segundos más tarde, la bola había desaparecido y, por un instante, Mellberg pensó que el perro le sonreía. Figuraciones suyas, seguro. Al menos ya estaba limpio. Annika había hecho un buen trabajo lavándolo en la ducha con champú. Aun así, a Bertil le resultó un tanto desagradable despertarse aquella mañana y descubrir que, durante la noche, el perro se había metido en la cama y se había tumbado a su lado. No creía que el jabón acabase con las pulgas y otros bichos. ¿Y si tenía el pelaje lleno de pequeños insectos que ahora estuviesen relamiéndose al pensar en abalanzarse sobre la extensa humanidad de Mellberg? Sin embargo, su concienzudo examen previo no había revelado ninguna forma de vida entre los pelos, y Annika le dio su palabra de honor de que no había descubierto pulga alguna cuando lo lavó. Como quiera que fuese, ¡qué coño iba a dormir el perro en la cama! Hasta ahí podíamos llegar.

– Bueno, a ver, ¿qué nombre te pongo? -preguntó Mellberg, que enseguida se sintió estúpido al verse interpelando a un cuadrúpedo. Claro que el chucho necesitaba un nombre. Caviló mirando a su alrededor en busca de algo que le diese una pista, pero sólo le venían a la cabeza absurdos nombres de perro: Fido, Ludde… No, aquello no era gran cosa. Pero entonces rompió a reír. Acababa de ocurrírsele una idea brillante. En honor a la verdad, Mellberg echaba de menos a Lundgren, no mucho, pero algo, después de todo, desde que se vio obligado a despedirlo. Así que, ¿por qué no llamar al perro Ernst? Ese gesto revelaba cierto sentido del humor. Volvió a soltar una risotada.

– Ernst, ¿qué te parece a ti, muchacho? Funciona, ¿verdad? -Volvió a abrir el cajón y sacó otra bola de coco. Por supuesto que Ernst se merecía una bola de coco. Si el perro se ponía gordo, no era problema suyo. Al cabo de un par de días, Annika le habría encontrado algún lugar apropiado donde deshacerse de él y no tenía la menor importancia si el animal se comía unas cuantas bolas de coco hasta que llegase ese momento.

El estridente sonido del timbre del teléfono los hizo dar un respingo a los dos.

– Aquí Bertil Mellberg. -En un primer momento, no oyó bien lo que decía la voz por el auricular, sólo distinguió un parloteo aturullado e histérico.

– Perdona, tendrás que hablar más despacio. No entiendo lo que dices. -Escuchó con atención a la persona que llamaba y, cuando por fin comprendió, enarcó las cejas atónito.

– ¿Has dicho un cadáver? -Se irguió en la silla. El chucho, que ahora se llamaba Ernst, se sentó muy derecho él también y empinó las orejas. Mellberg anotó una dirección en el bloc que tenía delante, concluyó la conversación con la orden «vosotros no os mováis de ahí», y se levantó de la silla de un salto. Ernst lo seguía pisándole los talones.

– Quédate ahí. -La voz de Mellberg resonó con insólita autoridad y, ante su sorpresa, comprobó que el perro se paraba en seco como aguardando instrucciones-. ¡Quieto! -ordenó Mellberg tanteando el terreno, al tiempo que señalaba la cesta que Annika había preparado para el chucho en un rincón de su despacho. Ernst obedeció de mala gana, fue remoloneando hasta la cesta y se tumbó descansando la cabeza sobre las patas con una mirada ofendida hacia su amo provisional. Bertil Mellberg se sintió extrañamente satisfecho con el hecho de que alguien, por una vez en la vida, obedeciese sus órdenes, y alentado por aquel ejercicio de autoridad, cruzó el pasillo a buen paso mientras gritaba a nadie y a todos al mismo tiempo:

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