Erica dominó su deseo de explicarle lo absurdo que le parecía comprarle ropa a una niña de un año por su cumpleaños. Y no sólo había decepcionado a Maja, sino que, además, se las había arreglado para lanzar una de sus flechas envenenadas: ni siquiera eran capaces de vestir a Maja en condiciones.
– ¡Vamos! ¡A comer tarta! -exclamó Patrik con un excelente sentido de la oportunidad, pues pareció haber notado la conveniencia de distraer la atención de lo que acababa de suceder. Erica se tragó el disgusto y todos se encaminaron a la sala de estar para proceder a la gran ceremonia de soplar las velas. Maja concitó toda su capacidad de concentración a fin de apagar la única vela de la tarta, pero no consiguió más que rociarla entera de saliva. Patrik le ayudó discretamente a apagar la vela y Maja aguardó solemne mientras le cantaban y la homenajeaban al grito de «¡Hurra!». Las miradas de Patrik y Erica se cruzaron un instante. Ella tenía un nudo en la garganta y vio que Patrik también estaba emocionado por lo que significaba el momento. Un año. Su bebé había cumplido un año. Una niña que lo recorría todo con voluntad propia, que palmoteaba al oír la música inicial del programa infantil Bolibompa, que comía sola, que repartía los besos más chorreantes de todo el norte de Europa y que amaba todo lo que había en el mundo. Erica sonrió a Patrik. Y él le devolvió la sonrisa. En aquel instante, la vida era perfecta.
Mellberg suspiró con pesadumbre. Era algo que hacía a menudo últimamente. Suspirar. El golpe bajo de la pasada primavera aún le minaba el estado de ánimo. Pero no le extrañaba. Se había permitido perder el control, se había permitido sólo ser y sentir. Y eso se pagaba caro. Debería haberlo tenido presente. En realidad, podría decirse que se tenía bien merecido lo que le había ocurrido. Incluso podría considerarse que era un buen escarmiento. En fin, ya había aprendido la lección y él no era de los que cometen dos veces el mismo error, eso por descontado.
– ¿Bertil? -La voz de Annika resonó exigente desde la recepción. Con pericia y mano experta, Bertil Mellberg se recolocó el cabello que se le había resbalado de la coronilla y se levantó disgustado. No eran muchas las mujeres de las que aceptase órdenes, pero Annika Johansson pertenecía a ese reducido círculo exclusivo. Con los años incluso había llegado a abrigar por ella un respeto involuntario, y no era capaz de recordar una sola mujer de la que pudiera decir lo mismo. El fracaso con la agente nueva que llegó a trabajar en la comisaría la primavera anterior era buena prueba de ello, entre otras cosas. Y ahora les mandaban a otra mujer. Mellberg volvió a suspirar. Por qué era tan difícil que les enviaran a un hombre de uniforme… En cambio, se empeñaban en designar a una muchacha tras otra para sustituir a Ernst Lundgren. Desde luego, era lo que faltaba.
Un ladrido procedente de la recepción lo hizo fruncir el ceño. ¿Se habría llevado Annika al trabajo a alguno de sus animales? Sabía muy bien cuál era su opinión sobre los chuchos. Tendría que hablar con ella muy en serio.
Pero no era ninguno de los labradores de Annika quien los visitaba en la comisaría, sino un chucho sarnoso de color y raza indefinidos que tiraba de la correa que sujetaba una mujer menuda de pelo oscuro.
– Lo he encontrado ahí fuera -explicó la señora con un marcado acento de Estocolmo.
– Ajá. ¿Y qué hace aquí dentro, entonces? -preguntó Bertil irritado antes de darse media vuelta con la intención de volver a su despacho.
– Te presento a Paula Morales -se apresuró a intervenir Annika, a lo que Bertil se volvió de nuevo. Claro, joder. La chica que se incorporaba tenía un nombre que sonaba español. Pero, demonios, qué poca cosa era. Bajita y enclenque. Sin embargo, la mirada que le estaba clavando a Mellberg era indicio de cualquier cosa menos de fragilidad. La mujer le tendió la mano para saludarlo.
– Encantada. El perro andaba correteando solo ahí fuera. A juzgar por su aspecto, no tiene dueño. O al menos, no un dueño capaz de cuidarlo.
Dio aquella explicación en tono conminatorio, y Bertil se preguntó adonde querría ir a parar. Y en tono inquisitivo le dijo:
– Pues… podrías dejarlo en algún sitio, ¿no?
– Aquí no existe ningún refugio para perros abandonados. Annika me ha informado de ello.
– ¿Que no existe? -repitió Mellberg.
Annika negó con la cabeza.
– Bueno, pues, entonces… Entonces tendrás que llevártelo a tu casa -propuso intentando espantar al perro, que se le había pegado a la pierna. Pero el animal ignoró su gesto y, con toda tranquilidad, se sentó encima del pie derecho de Mellberg.
– No puede ser. Ya tenemos un perro en casa y no le gusta la compañía -respondió Paula tranquilamente con la misma mirada penetrante.
– Pero, y tú, Annika, este perro podría… convivir con tus chuchos, ¿no? -preguntó Mellberg con un tono cada vez más resignado. ¿Por qué tendría que andar siempre resolviendo ese tipo de minucias? Después de todo, ¡él era el jefe!
Pero Annika negó haciendo un gesto vehemente con la cabeza.
– Los míos están acostumbrados a estar solos. Si me lo llevara a casa, no funcionaría.
– Tendrás que llevártelo tú -decidió Paula tendiéndole la correa. Presa del mayor asombro al ver el descaro de la mujer, Mellberg se vio cogiendo la correa; y el perro respondió pegándose aún más contra su pierna y gimiendo, por si fuera poco.
– Ya ves, le gustas.
– Pero yo no puedo… No tengo… -Mellberg balbucía, incapaz de encontrar una respuesta adecuada, por una vez en la vida.
– Tú no tienes ningún otro animal en casa. Y te prometo que preguntaré por si alguien lo echa de menos. De lo contrario, podemos intentar encontrar a alguien que quiera hacerse cargo de él. No podemos dejarlo suelto otra vez, podrían atropellarlo.
Muy en contra de su voluntad, Mellberg notó que lo conmovía la súplica de Annika. Miró al perro. El perro lo miró a él. Con una mirada llorosa, implorante.
– Bueno, vale, qué carajo, pues nada, me llevo al maldito perro, si tanto jaleo se va a armar por eso. Pero sólo por un par de días. Y tendrás que lavarlo antes de que me lo lleve a casa -advirtió agitando el dedo índice y mirando a Annika, que sintió un alivio manifiesto.
– Le daré una ducha aquí mismo, en la comisaría, no te preocupes por eso -le respondió vehemente, antes de añadir-: Mil gracias, Bertil.
Mellberg dejó escapar un gruñido.
– Tú procura que el chucho brille como los chorros del oro la próxima vez que yo lo vea. ¡De lo contrario, no cruzará el umbral de mi puerta!
Dicho esto, se encaminó furibundo hacia el pasillo y cerró de golpe la puerta de su despacho.
Annika y Paula intercambiaron una sonrisa cómplice. El animal gimoteó golpeando alegremente el suelo con el rabo.
– Bueno, pues a pasarlo bien. -Erica se despidió de Maja, que no le hizo el menor caso, sentada como estaba en el suelo, delante de la tele y viendo los Teletubbies.
– Vamos a estar muy a gusto -aseguró Patrik antes de darle un beso a Erica-, La pequeña y yo nos las arreglaremos perfectamente los próximos meses.
– Por cómo lo dices, cualquiera pensaría que me voy a surcar los siete mares -dijo Erica riendo-. Por lo pronto, bajaré para la hora del almuerzo.
– ¿Tú crees que funcionará eso de quedarte a trabajar en casa?
– Probaremos, a ver qué tal. Tendrás que hacerte a la idea de que no estoy aquí.
– No hay inconveniente. En cuanto cierres la puerta del despacho, habrás dejado de existir para mí -aseguró Patrik con un guiño.
– Ummm… Ya veremos -respondió Erica antes de alejarse escaleras arriba-. Pero, desde luego, merece la pena intentarlo, así no tendré que buscarme una oficina.
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