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Michael Peinkofer: Las puertas del infierno

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Michael Peinkofer Las puertas del infierno

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Otoño de 1884. Una celda lúgubre. Dentro se encuentra un hombre inerte. ¿Estará muerto? Bajo su lengua hay una moneda, es el óbolo de Caronte, el precio que hay que pagar al barquero del reino de los muertos. La joven arqueóloga Sarah Kincaid no sabe qué hacer, el destino parece haberse puesto en su contra. Primero la abatió la muerte de su padre en Egipto y ahora su prometido, Kamal, a quien se acusa de un antiguo crimen, sufre una extraña enfermedad que lo tiene a las puertas del infierno. Pero aún hay una última oportunidad de salvarlo, la legendaria agua de la vida. Para encontrarla, Sarah deberá sortear los peligros que acechan en los callejones de Praga, donde dicen que habita el Golem, entre las torres de los monasterios de Meteora o en las orillas subterráneas del Estigia, el río griego de los muertos. «Embarcarse en la lectura de la tercera novela de Sarah Kincaid, la aguerrida arqueóloga victoriana, es toda una aventura.» Frankfurter Stadtkurier

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Michael Peinkofer Las puertas del infierno Sarah Kincaid III Traducción de - фото 1

Michael Peinkofer

Las puertas del infierno

Sarah Kincaid III

Traducción de Lidia Álvarez Grifoil

Título original:Am Ufer des Styx

A las personas más audaces

que conozco, Alois y Hedwig

Prólogo

Palacio de Alejandría, enero del año 246 a. C.

Los gritos se hicieron más débiles.

El hombre que los profería seguía aferrándose con todas sus fuerzas a la vida. Pero cada vez respiraba más laboriosamente y sus gritos se fueron transformando en un angustioso jadeo.

Al otro lado de las columnas que limitaban el aposento por el noroeste se divisaba el puerto de Alejandría, dominado por el gran faro, símbolo del poder ptolemaico, que podía verse desde muy lejos. Sin embargo, ese poder se había desmoronado y, mientras la actividad comercial proseguía en el puerto, mientras se desembarcaban y se despachaban mercancías, mientras marineros, artesanos, esclavos y prostitutas se dedicaban a sus queaceres, el soberano de ese centro de comercio y progreso, de ciencia y cultura, pero también de infamia y decadencia moral, agonizaba.

– Ar… Arsínoe -susurró Ptolomeo en un resuello, y alargó sus manos huesudas y adornadas con anillos de oro como si buscara algo-. Mi amada esposa y hermana… ¿Dónde está?

Los hombres que rodeaban el lecho de su soberano, generales con amplias capas y cortesanos con vestimentas largas y holgadas, intercambiaron miradas de consternación.

– La… La reina ya no vive -explicó uno de ellos finalmente-. Se os anticipó, señor, hace muchos años.

Un nuevo jadeo salió del cuerpo del rey. En los ojos enrojecidos de Ptolomeo centelleó un brillo de comprensión; y un instante de clarividencia retiró el velo que la muerte cercana había tendido sobre su espíritu.

– Me… me dejó una cosa -masculló con esfuerzo-. Una redoma… Una redoma de cristal azul…

– Vuestra divinidad ya ha mandado a por ella -le recordó discretamente el cortesano-. Un criado ya ha abandonado vuestros aposentos para ir a buscar la redoma.

– Lie… de beber… el contenido -susurró Ptolomeo entre dos severos ataques de tos que sacudieron su frágil cuerpo-. El legado de Arsínoe me salvará la vida, por el bien de Egipto y la gloria de Alejandría…

El cortesano enarcó las cejas. No solo porque con el sobrino del rey moribundo ya tenían asegurado un digno sucesor al trono y, por lo tanto, no había ninguna necesidad de aferrarse al antiguo, sino también porque se preguntaba cómo era posible que un soberano a quien en vida no le había importado la ley, que había contraído matrimonio con su propia hermana y se había hecho venerar como sucesor de Osiris, temiera tanto la muerte…

Ptolomeo tosió de nuevo. Un esputo sanguinolento humedeció la sábana blanca y anunció el fin inminente del soberano, pero el viejo seguía aferrándose a la esperanza de que seguiría con vida y reinaría eternamente.

– ¿Josefo? -susurró-. Mi buen Josefo.

– ¿Sí, mi señor?

Un hombre enjuto, con barba, y cabello largo y cano que sujetaba con una cinta de cuero ceñida a la frente, se adelantó. En una mano sostenía una tabla de madera sobre la cual había un papiro extendido; en la otra, una pluma.

– De todos los escribas y sabios de la corte tú siempre has sido mi predilecto.

– Os lo agradezco, señor.

– Sé que me odiaste por no haberte permitido regresar después de que tú y los tuyos concluyerais el trabajo y trajeseis las palabras de tu Dios a la lengua de los sabios…

El escriba no replicó. En otros tiempos, ese silencio elocuente habría merecido latigazos o incluso la muerte. Pero, en sus últimas horas, Ptolomeo Filadelfo parecía indulgente.

– Lo sé, viejo amigo -dijo el rey-. Por eso debes saber que te libero de mi servicio.

– ¿Señor?

– Eres libre de regresar a tu tierra y con tu Dios, si lo deseas. Sin embargo, antes te pido un favor.

– ¿Sí, señor?

– Haz de escriba para mí una última vez y anota para la posteridad lo que veas. -En la mirada aterrorizada del soberano agonizante se encendió una chispa-. Ocurrirán milagros, amigo mío. Milagro tras milagro, y mis adversarios comprenderán que fue una insensatez alzarse contra mí. Antígonos, aquel infame advenedizo, está muerto, pero yo no pienso seguirlo en el camino hacia el oscuro Hades. Jamás, ¿me oyes? Jamás…

Con sus últimas fuerzas encabritadas, Ptolomeo se había medio incorporado del lecho. Con su huesuda mano derecha había agarrado el dobladillo de la túnica de Josefo y miraba al escriba tan profundamente a los ojos que este alcanzó a reconocer la locura en ellos.

En ese instante apareció el criado a quien habían mandado a buscar la redoma. Llevaba un cojín de seda en las manos sobre el cual reposaba una modesta vasija de cristal azul.

A pesar de su estado, Ptolomeo lanzó un chillido triunfal.

– ¡Vida eterna! -gritó, antes de ordenar a su criado de cámara que destapara el frasco sellado con cera y se lo acercara a los labios.

El líquido que contenía le humedeció la lengua y el paladar, y Ptolomeo se lo bebió ávidamente. Apenas había tragado lo que aún quedaba en la botella después de tanto tiempo, lo atenazó una tos grave que hizo temblar su frágil figura.

Los cortesanos y los generales intercambiaron de nuevo miradas elocuentes mientras se preguntaban cuánto duraría aún la lucha contra la muerte que libraba su soberano, que había reinado durante un período tan largo y lleno de vicisitudes. Se acercó otro criado para recostar la cabeza rapada de Ptolomeo sobre un cojín limpio, pero el ataque de tos del rey no cesó. Se retorcía en busca de aire entre jadeos y temblores. Se llevó la mano cubierta de anillos de oro al cuello mientras sufría salvajes convulsiones y sus ojos casi se salían de las órbitas.

En ese instante, los palaciegos de Ptolomeo comprendieron que aquel ataque de tos no era normal, sino que estaba relacionado con el contenido de la redoma que el rey había apurado. En vez de regalarle vida eterna, como seguramente esperaba Ptolomeo, el suero parecía acelerar su fallecimiento.

Ptolomeo se retorcía de dolor.

La tos se transformó en estertores y el rey empezó a sangrar por la comisura de los labios y por la nariz. Braceó salvajemente, intentando levantarse de la cama, de modo que los cortesanos se vieron obligados a acercársele para impedírselo.

– Arsínoe -dijo en plena asfixia y con mirada febril-. Arsínoe, ¿qué has hecho…?

Se derrumbó sobre las sábanas, que se tiñeron de sangre, y, lanzando un último grito ronco, el soberano del reino ptolemaico encontró un final atroz delante de sus subordinados y criados.

Así, las acciones de Arsínoe, que había envenenado la Corte de Alejandría durante mucho tiempo con sus mentiras y sus intrigas, reclamaban una última víctima años después de su muerte. Y un sabio judío llamado Josefo obedeció las últimas órdenes de su soberano y escribió todo lo que había acontecido aquel día a fin de que se transmitiera a la posteridad.

Libro Primero Yorkshire / Londres

Capítulo 1

Un lugar desconocido, septiembre de 1884

Una habitación apartada del mundo, que no tenía ventanas ni una puerta normal, de modo que nada de lo que se hablaba entre aquellas cuatro paredes salía al exterior.

Las dos personas que estaban sentadas de frente en el centro de la sala eran conscientes de lo controvertido del momento. Cuanto más tiempo pasaba, cuantas más cosas se desvelaban del secreto que guardaban, más importante era conservar el control. Sin embargo, con el transcurso de los años, ese control se les estaba escapando de las manos.

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