María-Milagros Rivera Garretas - La diferencia sexual en la historia

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Este libro tiene la arriesgada pretensión de ofrecer un pasaje a un lugar en el que apenas ha estado nadie. El lugar es la historia que está más allá de lo social, no en contra de lo social. En el siglo XX, el triunfo del pensamiento de izquierda -un pensamiento masculino espléndido- ha ido llevando a la gente a creer que toda la historia es social. Y, sin embargo, no es así, como han aprendido por experiencia y con padecimiento algunas feministas que, en la década de los setenta, empezaron a escribir historia de las mujeres guiadas, con ilusión, por el paradigma de lo social. Creían que todo cabía en él, también el sentido libre del ser mujer. Pero no cupo. Cupo el estereotipo de género femenino, es decir, cupo lo que en la vida de una mujer tiene que ver con el poder. Pero no cupo todo lo demás: no cupo la diferencia sexual. Porque el poder, importantísimo como, por desgracia, es, no ha ocupado nunca ni la historia entera ni la vida entera de nadie. En el paradigma de lo social no cupo nada o apenas nada del amor, es decir, de lo que hace historia orientado por la metáfora del corazón.

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Para que el conocimiento universitario pueda nacer en una mujer, es necesario que quepa en él el nombre de la madre, es decir, la genealogía femenina y materna. Sin excluir el nombre del padre que, hasta ahora, ha imperado en solitario. 44De manera que el conocimiento sea sexuado y se exprese a dos voces, dos voces en relación de intercambio, sea conflictivo, sea pacífico.

En los años setenta del siglo XX, las feministas sentimos la necesidad de antepasadas, especialmente las universitarias, porque habíamos roto con la madre —a la que se acusaba de habernos transmitido el patriarcado—, y nos sentíamos, por tanto, huérfanas, sin origen ni pasado ni lugar de enraizamiento en el mundo; y, también, porque ni en la escuela ni en la universidad habíamos oído, apenas, hablar de nuestra historia.

La necesidad de genealogía femenina y materna aparece ya muy bien descrita en los años 20 en los ensayos de Virginia Woolf, una de las autoras muy queridas del pensamiento de la diferencia sexual. Escribió Virginia Woolf en Un cuarto propio (1929), refiriéndose a las novelistas de principios del siglo XIX:

«Pero por más efecto que tuviesen en la escritura de ellas la desaprobación y la crítica —y yo creo que tuvieron un gran efecto—, eso careció de importancia comparado con la otra dificultad que les amenazaba [...] cuando se pusieron a llevar sus pensamientos al papel: es que no tenían detrás de ellas tradición, o era tan breve y parcial que les servía de poco. Porque, si somos mujeres, miramos el pasado a través de nuestras madres. Es inútil buscar ayuda en los grandes escritores, por más que una pueda buscar en ellos placer. Lamb, Browne, Thackeray, Newman, Sterne, Dickens, De Quincey —quien sea— jamás han ayudado a una mujer, aunque ella haya aprendido de ellos alguna treta y la haya adaptado a su uso. El peso, el paso, la zancada de la mente de un hombre son demasiado distintos de los suyos para que ella pueda sacar de él algo sustancial con éxito. El simio es demasiado distante para ser imitable. Tal vez lo primero que encontraría ella al ponerse a escribir sería que no había ni una frase común lista para que ella la usara» 45.

Fue, sin embargo, una autora del presente de entonces la que hizo estallar la necesidad y el deseo de genealogía de las feministas. Se trató de Luce Irigaray, sobre todo en un pequeño ensayo que se leyó mucho, titulado El cuerpo a cuerpo con la madre (una conferencia que dio en Montreal el 31 de mayo de 1980). Fue Irigaray la que encontró las palabras adecuadas para decir ese deseo de antepasadas, no porque no hubiera sido dicho antes, obviamente, sino porque ella captó el anhelo de su presente. Ella dio referentes históricos, filosóficos y también divinos a la genealogía de mujeres, genealogía que da sentido y placer al estar en el mundo en femenino. Pero lo hizo paradójicamente, porque entendió que las mujeres estamos en el mundo sin madre y sin antepasadas; ya que —decía— en el origen de nuestra sociedad no se situaría el parricidio edípico del que tanto han hablado Sigmund Freud y otros muchos, sino el matricidio que sugiere otra de las famosas tragedias griegas (que son las tragedias del patriarcado occidental), la titulada la Orestíada. Escribió Irigaray:

«Pienso que también es necesario para no ser cómplices del asesinato de la madre, que afirmemos la existencia de una genealogía de mujeres. Una genealogía de mujeres dentro de nuestra familia: después de todo, tenemos una madre, una abuela, una bisabuela, hijas. Olvidamos demasiado esta genealogía de mujeres puesto que estamos exiliadas (si se me permite decirlo así) en la familia del padre-marido». 46

Unos años después, en una conferencia dada en Venecia-Mestre el 8 de junio de 1984, titulada Femmes-divines, Luce Irigaray habló de la necesidad de completar esta genealogía con una dimensión divina, trascendente, para devenir mujeres: «A la mujer le falta un espejo para devenir mujer. Tener un Dios y devenir su género van juntos. Dios es lo otro que absolutamente necesitamos. Necesitamos presentir un cumplimiento para devenir, no un objetivo fijo, un Uno postulado como inmutable, sino una cohesión y un horizonte que nos aseguren el paso entre pasado y futuro, el puente del presente que recuerda...». 47Con dimensión divina no se refería al culto a las diosas —muy en boga entonces en el feminismo— sino a la necesidad de que las feministas tomáramos conciencia de la divinidad de la materia. Su propuesta recuerda, aunque sin conexión textual, la enseñanza o doctrina de los dos infinitos de la Europa feudal.

La figura de la genealogía femenina dice la evidencia de que es cada madre —y no la polis ni Dios ni el Estado democrático— la autora de los cuerpos. Lo hizo, sin embargo, muy a tientas, pues la oscuridad en torno a esta cuestión fundamental era en esos años densísima. Es un ejemplo de ello la dificultad y la confusión que planteó la traducción a algunas lenguas de un título tan sencillo como Of Woman Born, de Adrienne Rich: un libro publicado en 1976 que se leyó mucho y que marcó muchas vidas femeninas y quizá alguna masculina. 48Al francés, el título Naître d’une femme (Nacer de una mujer) respetó el original; en cambio, al italiano el título fue traducido en neutro pretendidamente universal: Nato di donna (Nacido de mujer); pues aunque la frase es un guiño a un antiguo poeta que la usó para decir que no nacemos de dioses, el femenino escasea. Al castellano, se tradujo Nacida de mujer, 49probablemente porque las mujeres emancipadas de entonces no podíamos con tanta orfandad. El sentido común, en cambio, decía y dice que tanto nace de mujer la hija como el hijo; pero ocurrió que a la lengua no se le dejó expresarlo sexuadamente por escrito, porque la destrucción histórica del orden simbólico de la madre en la cultura escrita había llegado en Occidente, a finales del siglo XX, a extremos que rayaban en lo ridículo. Solo en 1996 se pudo escribir, en lengua castellana, Nacemos de mujer. 50

El mensaje, sin embargo, era sencillo. Pero la desaparición de la madre del conocimiento universitario era tan completa que no bastó con informarse de él leyéndolo: fue necesaria la toma de conciencia en singular, de mujer a mujer, (de hombre a hombre, quizá). Fue necesaria la toma de conciencia de que cada una de nosotras iba buscando a su madre, aunque la tuviera en casa. En la Librería de mujeres de Milán, por ejemplo, lo hicieron desmenuzando sin piedad las novelas escritas por autoras hasta desentrañar en ellas no su valor literario sino si suscitaban en la lectora algo que le hiciera descubrir lo que ella andaba buscando, algo que hiciera aparecer «un simbólico de las mujeres»: «Nosotras repasamos las escritoras porque necesitábamos un enriquecimiento para pensarnos. Así, de hecho, las hemos deformado y reducido a una frase, a una imagen, a una invención lingüística. [...] Lo que hemos dicho ha resultado ser algo que nos afecta sobre todo a nosotras, lo que andamos buscando para nosotras». 51Las escritoras fueron las madres («simbólicas», se decía entonces) que les restituyeron a la madre concreta y personal, la verdaderamente difícil. 52Más tarde, en 1990, una de las fundadoras de esa Librería —Luisa Muraro— vio por fin en la genealogía materna el corazón de la política, descubriendo que el saber amar a la madre es el fundamento de la libertad. 53

Que las universitarias de entonces recuperáramos la relación con la madre perdida en la emancipación, no fue sólo una cuestión de salud psíquica, sino una cuestión política que afectó a la matriz del conocimiento. Fue el paso decisivo y difícil para que el conocimiento aprendido en la universidad pudiera nacer en cada una de nosotras, expresándose en lengua materna y alumbrando la posibilidad de originalidad en lo que llegáramos a investigar, a escribir o a enseñar en las aulas. Tener en cuenta el punto de vista del origen 54—origen no social sino humano femenino y materno— fue y es la puerta estrecha que hubo y hay que atravesar para empezar a decir el sentido libre del ser mujer en el presente y en la historia.

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