Pérez Llana, María Cecilia
Mujeres de mi historia. Entre la Confederación y la Nueva Argentina / María Cecilia Pérez Llana. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-1371-7
1. Ensayo. I. Título.
CDD A864
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: info@autoresdeargentina.com
Diseño de portada: Loreana Canillas
Ilustraciones de interior: Loreana Canillas y Victoria Morete
Género literario: novela histórica
Editora: Evelia Romano
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
A todas las heroínas comunes de la historia argentina
y a los hombres que las acompañaron.
Agradecimientos
A Gilberto Rossi y a Mercedes Kerz, mis editores caseros, por su gran dedicación leyendo cada uno de mis capítulos, sugiriéndome ideas, buceando en los recuerdos familiares y aportando documentos históricos y fotográficos. A mi editora Evelia Romano por su profesionalismo y acompañamiento.
A María Rosa Andrade, por leerme y sugerirme agregados con sus peguntas e inquietudes.
Al apoyo permanente de mi hermana Guadalupe, de mi marido Nicolás y al entusiasmo de mis hijas.
Primera Parte
De Suiza a Santa Fe
1855-1912
CAPÍTULO 1
De Suiza a los Estados del Plata
Cantón de Argovia, Suiza, 1855
No dejaba de pensar en el folleto publicado en el Aargauer Zeitung . Si bien estaba traducido por un tal Beck, el texto original parecía haber sido escrito por alguien que conocía muy bien de qué hablaba: tierras fértiles y grandes extensiones de llanura cercanas al río Paraná. La joven nación ya había cerrado, al parecer, las guerras civiles entre los caudillos de las provincias. El texto afirmaba que en 1853 se había sancionado la Constitución Nacional y que, desde ese entonces, la nueva nación -La Confederación Argentina-, ofrecía oportunidades de radicación y trabajo en sus “Pampas” para todos aquellos agricultores europeos dispuestos a viajar. ¿Dónde quedaría ese paraíso terrenal? ¿Habría que disponer de muchos francos para llegar a esa tierra prometida en la que el gobierno ofrecía dar a los “colonos” semillas, animales y un rancho para vivir y comenzar a trabajar la tierra? El anuncio le generaba desconfianza y muchos interrogantes. ¿Sería una trampa para las mujeres? ¿Terminarían en algún prostíbulo de Zúrich sin escapatoria? ¿O peor aún, en prostíbulos de puertos de ultramar? ¿Por qué se fomentaba la radicación de extranjeros en esas tierras? ¿Qué buscaban de ellos? ¿Acabarían siendo comercializados como esclavos, como sucedía en otros países? ¿Qué campesino suizo estaba en condiciones de pagar un pasaje al otro lado del océano si apenas podían costearse un boleto a Basilea?
María había visto el anuncio de pura casualidad. Hans, el feudalherr, había terminado de leer el periódico y estaba a punto de usarlo para limpiar un rastrillo cuando ella le ofreció hacerlo a cambio de quedarse con el diario. Él la miró sin entender qué ganaba María con el intercambio. Sin pensarlo demasiado, se lo dio; al fin y al cabo, lo estaba por desechar. Mejor tener al campesinado contento. Muchos se estaban yendo a la ciudad para trabajar, y los más arriesgados se iban a Alemania para emplearse en la industria del carbón, del acero o como servicio doméstico de la nueva burguesía. Mejor que no se fueran justo ahora que comenzaba la kartoffelernte , pensó Hans.
María guardó el diario como si fuera el jornal que cobraba por hilar, ordeñar las vacas o hacer quesos. Le gustaba leer, saber algo de su país y del continente. No se resignaba a pensar que la granja era lo único que existía en el mundo. Gracias a periódicos que había conseguido en el templo, María se había anoticiado de que en el mes de mayo se había inaugurado la Zugstation de Argovia.
Trabajaba en la granja de Hans junto con su familia. Lo poco que ganaba, sumado a lo poco que ganaban sus hermanos, alcanzaba para vivir y mantener a la madre que ya no estaba para labrar la tierra. Pero cada vez el trabajo rendía menos. Además, su hermano Johann estaba por casarse y tendría que mantener a una nueva familia. Lo bueno, como le gustaba pensar a María, era que una vez que él se fuera, sobraría un catre con colchón y ella ya no tendría que dormir con Lisette. Quedarían ella, su hermana mayor, Elisabeth, la hermana menor, Lisette, y Ulrich, el hermano del medio.
Volvería a leer el anuncio a la noche, cuando todos estuvieran durmiendo. Al fin y al cabo, pensar en irse a un país tan pero tan lejano era una fantasía inconcebible en una mujer campesina y soltera.
Esa noche cenaron en silencio. Se acercaban los días cálidos de agosto y con ellos la Kartoffelernte, que se sumaría a todas las tareas del campo que ya tenían. Ulrich acababa de bajar de los Alp con las vacas, las ovejas y las cabras. Era ya una costumbre llevar los animales a pastorear en la altura. Allí había pasado tres meses viviendo en los chalets para granjeros en la más absoluta soledad. Ulrich sentía una mezcla de resignación y desaliento. Ese año había cumplido los 22, el padre ya no estaba, Johann trabajaba con su futuro suegro y ese era un trabajo que sus hermanas no hacían ya que implicaba meses de soledad, lejanía y de campo abierto.
—Espero que este año la cosecha de papa sea buena. Recién después de nueve sacos llenados para Hans podremos armarnos uno para nosotros—dijo de pronto Elisabeth madre, que no solía hablar mucho mientras comían, pero estaba preocupada luego de haber conversado con Hans sobre cuánto le correspondería a su familia. La muerte de su esposo la había sumido en una profunda tristeza y sentía un desamparo permanente. Nadie como él para negociar con el feudalherr el sustento familiar.
—Madre, no se preocupe. Nosotros negociaremos con el Herr —dijo Lisette. Sus hermanas la miraron extrañadas. No querían someterse a ningún tipo de negociación con ese hombre, y menos llevándola a ella. No les gustaba cómo la miraba. Protegerla era un imperativo. Jamás la dejarían sola.
Elisabeth terminó de comer, alejó el plato con delicadeza, fijó los ojos llorosos en la pared enmohecida y comenzó a recordar su modesta vida con su marido.
—Con Anton nos despertábamos a las 5 de la mañana. Hacíamos todo juntos. Yo ordeñaba las vacas, él ponía la leche en las vasijas, y después del frühstück, comenzábamos a preparar los quesos. Nunca nos sobró nada, pero podíamos vivir de nuestro trabajo y darles de comer a ustedes. Mamá y papá nos habían regalado una vaca y los padres de Anton una cabra y una oveja. Los animales pastaban en las zonas comunes hasta que alguien decidió que esas tierras tenían dueño. Tuvimos que comenzar a pagar con metal o con alimentos para que nuestro ganado pudiera seguir viviendo en esos campos. Al principio todo lo que hacíamos era nuestro, pero con el tiempo tuvimos que darles a los “dueños” litros y litros de leche por el uso de la tierra. Llegó un momento en que de las diez tinajas de leche que juntábamos, solo dos eran para nosotros. ¡Y eso que los animales eran nuestros! Siempre preferimos que ustedes comieran primero. Teníamos en la cabeza el recuerdo terrible de los 10.000 campesinos, que murieron de hambre cuando en no sé qué isla, la erupción de un volcán nos dejó en la oscuridad y con todas las cosechas perdidas. Anton y yo éramos sobrevivientes. Apenas si pudimos recuperar algo que a los pocos años una plaga nos mató todos los cultivos de papa, trigo y remolacha azucarera. No sabíamos de qué vivir, cómo alimentarlos. Entonces empezamos a trabajar la tierra de
Читать дальше