María Cecilia Pérez Llana - Mujeres de mi historia

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En Argovia, cantón de la Suiza pre industrial de 1855, los campesinos tenían pocas posibilidades de revertir su pobreza. María Rey se entera por casualidad que la Confederación Argentina entrega tierras a aquellos agricultores europeos dispuestos a trabajarla. Meses después, ella y sus hermanos se embarcan en la gran hazaña de cruzar un océano y establecerse en Santa Fe. Las dificultades económicas de esa provincia, sumadas al conflicto latente con el Estado de Buenos Aires, impiden que se cumplan las condiciones del contrato firmado con María y los demás colonos.
En tanto, en Salsomagiore Italia, las rivalidades entre familias de comarcas vecinas y algunas amenazas de muerte, empujan a la aristocrática familia de Paulina Nicolini a emigrar y establecerse en la ciudad de Santa Fe. Allí reconstruirán a imagen y semejanza de su versión italiana, no solo la Joyería Nicolini, sino también las intrigas y las inequidades familiares que dejaron en Parma.
En la España de 1910, la pobreza y la desesperación del matrimonio Llana los llevan a usar sus pocos ahorros en un pasaje en tercera clase para mandar a su hija Aurora, de 10 años, a esa Argentina prometedora y rica.
El devenir cotidiano de estas mujeres inmigrantes y sus hijas se entreteje con las circunstancias políticas del país y entre ellas, unidas por lazos de fraternidad, crecerá el compromiso con la nación que las recibió.

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Se acurrucaron unos con otros, no sabían si por frío o por tristeza. Catherine dormía sobre el hombro de Ulrich. Despedirse de su padre había sido menos doloroso porque él le había prometido que viajaría a la Confederación en el barco que zarparía en el mes de marzo. Se reencontrarían en poco tiempo. Esa promesa también le dio paz a la madre de los Rey. En el peor de los casos, él podría convencerlos de volver, o sería su compañía en el nuevo mundo.

Si bien el barco debía zarpar durante la segunda quincena de octubre, las malas condiciones climáticas, sumadas a la necesidad de esperar a los colonos que venían desde Alemania, retrasaron la partida hasta del mes de noviembre. Las hermanas Rey y el flamante matrimonio se hospedaron, junto con otros emigrantes, en un gran galpón cedido por el gobierno francés y la comuna portuaria a la firma colonizadora de Vanderest, empresario que también oficiaba como cónsul de la Confederación Argentina.

—Buenas noches señores y señoras. Esta noche viene conmigo alguien muy especial—dijo el señor Vanderest.—Les quiero presentar al artífice de esta gran hazaña hacia las tierras que los cobijarán: Aarón Castellanos.

Los Rey hablaban alemán, pero algo de francés entendían. Los días de alojamiento en el puerto los habían obligado a entablar diálogos precarios con los locales y con los franceses que también emigrarían. María no podía creer estar en presencia de la persona que le había abierto la puerta a una nueva vida. Quería hablar con él, preguntarle por los campos, por Santa Fe, por la vida cotidiana en aquellas tierras. Quería saber si había otros suizos, si había templos evangélicos, qué eran los malones. Las preguntas se agolpaban en su cabeza, pero al no hablar ni español ni francés, poco pudo interactuar. Se quedó con todas esas inquietudes, lo que le sirvió, sin embargo, para tomar una decisión: ese mismo día comenzaría a averiguar para aprender la lengua de la patria que los recibiría.

Todo indicaba que estaban prontos a partir. Por fin había llegado el contingente de los colonos alemanes. Ya estaban casi todos los pasajeros. Llevaban un par de semanas esperando la partida y ya habían comenzado a relacionarse, a conversar sobre lo que dejaban y lo que anhelaban.

Cathy y Ulrich hicieron amistad con otra pareja de recién casados, y las tres hermanas, con las hijas de otros matrimonios mayores. Habían notado que casi la mitad del grupo suizo eran mujeres. Formaban una pequeña comunidad. Lo que las diferenciaba a ellas de las demás era que emigraban solas, sin hombres que las protegieran o las autorizaran a salir del país. Por las noches, Elisabeth lloraba al novio que la había dejado y se prometió que jamás volvería a permitir que alguien la despreciara por su condición económica.

La congregación alemana también estaba formada por familias de cinco personas, aunque no todos los miembros fueran familiares directos. A María le llamó la atención uno de los grupos. Estaba compuesto por un matrimonio de unos 35 años con dos hijas de entre cinco y ocho años y un varón que rondaría los 20. Los observaba disimuladamente. Había escuchado que el muchacho se llamaba Johannes, y que su apellido, Schnell, no era el mismo al del grupo familiar: Ramb. Apenas hablaba con las nenas y con el padre, y su relación parecía más estrecha con la mujer de la familia. Tiempo después descubrió que era su tía, hermana de su madre.

El día que María y sus hermanos se despertaron sin expectativas y esperando una jornada igual a la anterior, escucharon los pasos rápidos del señor Vanderest, que se acercaba exultante al contingente para comunicarles que había llegado al puerto de Dunquerque el barco Kyle Bristol . Primero se subirían los baúles y demás pertenencias a la boga, luego se haría la provisión de comida y por último la distribución de los pañoles en la bodega. Si se cumplía con los plazos, todo estaría listo para partir al día siguiente. Horario de abordaje: 7 en punto de la mañana. Se escucharon cánticos de alegría, algunos vítores, y los más ansiosos, entre ellos Ulrich y Johannes Schnell, salieron a los muelles para ver el buque que los llevaría a la tierra prometida.

Durante todo ese día trabajaron duro trasladando las pertenencias a la zona de embarque. Tenían que seleccionar las cosas que cargarían consigo, cuantas menos, mejor. Las hermanas Rey eligieron cuatro vestidos cada una, dos pares de botas, los abrigos que les habían tejido y su pequeño equipaje de mano.

Una vez hecha la selección, procedieron a formar filas para reportarse ante los oficiales de emigración. Les entregaron una carta de presentación firmada por el Señor Vanderest, el contrato firmado por Aarón Castellanos y luego les informaron acerca del procedimiento de Aduana y de inmigración una vez que desembarcaran en los Estados del Plata. Allí los esperaría el socio de Castellanos, el Señor Iturraspe, para su trasbordo al interior y entrega de pasaportes. María tomaba nota porque sabía que, de no hacerlo, se olvidaría pronto de todos esos nombres y detalles.

Esa misma mañana, María, Elisabeth, Lisette y Ulrich despacharon la última carta escrita en tierra europea para su madre y hermano y pagaron el diferencial de correo para su despacho a Argovia en solo 24 horas. Si todo salía bien, la misiva llegaría cuando ellos estuvieran por dar el último adiós al continente.

Una vez a bordo, escucharon la voz del Capitán dando la orden de levar anclas. Minutos más y el navío era remolcado hacia alta mar por una embarcación a vapor. La última mirada hacia la costa europea, hacia Suiza allá lejos. Ninguno pudo decir una palabra. La angustia les oprimía el pecho. Les dolía el cuerpo y les faltaba el aire. No había vuelta atrás. Ya estaban navegando, mirando cómo se alejaba la costa. La única que no resistió fue Catherine. Lloraba sin consuelo tirada en el piso. Se había ido reclinando sobre el cuerpo de Ulrich hasta quedar tendida en la cubierta. Él se sentó a su lado, tratando de levantarla, de contenerla, pero en vano.

Sabían que con buenas condiciones meteorológicas el viaje duraría unos cincuenta o sesenta días. En el peor de los casos, ochenta. María se había prometido a sí misma que no contaría los días más allá del hoy, que no pensaría en esa larga travesía, primero porque ya no había posibilidades de arrepentimiento, y segundo porque tenía que sobrevivir. Los vómitos y los mareos eran constantes. Los primeros días en el barco los pasó tirada en su colchón de paja. Había aprendido que tenía que vomitar en la cubierta a sotavento.

Todas las familias dormían juntas en la bodega, mujeres por un lado y hombres por el otro. Por las noches distribuían los colchones que les dieron al subir y como las maderas de los camastros eran tan frágiles, María, que dormía abajo, casi podía sentir encima suyo el cuerpo de Lisette.

Elisabeth y Catherine solían cocinar. Cuando no estaba mareada ni nauseosa, María aprovechaba para leer. Había conseguido en Argovia un libro de historia suiza y un diccionario alemán - español. También usaba la Biblia para aprender palabras en castellano. Buscaba una, la traducía y luego la repetía un par de veces hasta recordarla. Ulrich la acompañaba en el estudio. Si había optado por una nueva vida, eso incluía no solo mejorar su lectura sino también aprender algo del lugar de destino. María también llevaba consigo el folleto del diario sobre los Estados del Plata. Leían, traducían palabras y así fueron armando en castellano algo de la historia del lugar en el que vivirían. Si el clima lo permitía, se sentaban en la proa. Les gustaba ese lugar, alejado del tumulto. Cuando Catherine terminaba en la cocina, llevaba los naipes y comenzaban alguna partida.

Se acostumbraron a casi todo: al mal olor, al poco aseo de la mayor parte del pasaje, a comer poco. Se repetían que toda esa situación por la que pasaban era transitoria, que algo mejor los esperaba. Solo así pudieron sobrellevar el hambre, el frio intenso de las noches, la falta de aire en las bodegas viciadas, los llantos de bebes enfermos y de madres angustiadas. Aprendieron a no escuchar y a no mirar cuando alguna pareja mantenía relaciones sexuales en los camastros contiguos. Trataban de ensordecer esos gemidos que les llegaban ocultando la cabeza bajo las rústicas almohadas.

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