Volvieron a Argovia en silencio, cada uno con su tempestad interior. No podían creer lo que estaban por hacer, o, mejor dicho, lo que ya habían hecho. En dos meses partirían para la Confederación Argentina. No habían visto un barco ni siquiera en un cuadro y menos que menos podían imaginarse esa travesía de decenas y decenas de días en alta mar. Había mucho por hacer: preparar la boda de Ulrich y definir qué llevarían al nuevo mundo.
Catherine se probó el vestido de novia que usó su madre. Erny lo había guardado para esa ocasión, aunque jamás se hubiera imaginado que su hija lo usaría para convertirse en esposa y mujer emigrante. El vestido estaba en un baúl. Lo sacaron juntos. Era negro. La parte superior estaba bordada con guipur del mismo color. Llevaba botones, un lazo en la cintura y un cuello también de raso. El padre le había comprado unos guantes blancos y un tul del mismo color. Catherine lo abrazó y lloró en su hombro. El guardó ese abrazo para siempre. También había comprado un prendedor de perlas blancas, que iría en el costado izquierdo del vestido y una roseta para sujetar el cabello.
Erny sacó su traje de bodas para Ulrich: un saco a la rodilla y una galera negra. No había tenido hijos varones. Su traje tendría en su yerno un nuevo dueño. Le gustaba la idea de regalárselo, de que se lo llevara y que tal vez, algún día, lo volviera a usar un nieto… un nieto al que no conocería. No resistió ese pensamiento y comenzó a ahogarse en sollozos.
Las últimas noches habían sido difíciles. No lograba conciliar el sueño porque pensaba que tal vez él también podría irse de Suiza. ¿A qué se quedaría solo en su país? Pero todavía no había decidido nada. Prefería meditar con más tiempo esa decisión. Tampoco quería interferir en los primeros meses del matrimonio de su hija. Podría sumarse más adelante. Ya había averiguado adónde tendría que ir para embarcarse a los Estados del Plata en caso de que Aquiles Herzog no tuviera más cupos. Además, seguía siendo joven. El mes pasado había cumplido los 44 años.
La casa de la familia Rey era un continuo movimiento. Hasta la madre se había activado con la decisión de sus hijas. Eran pobres, pero tenía algunos tesoros guardados, heredados de su madre. Su anillo de bodas se lo regaló a Elisabeth, el anillo con la rosa de Francia a María, y la alianza del marido a Lisette. Cada una se quedaría con algo de ella. Abrió su pequeño armario y buscó su traje de novia. Lo lavó, lo envolvió y lo preparó para sus hijas. Tal vez, alguna se casase en las nuevas tierras y lo podrían usar. Todas tenían un cuerpo parecido al de ella. Compró algunas telas en el pueblo, a cuenta. Ya nada le importaba. Si no las podía pagar, las abonaría con una bolsa de papa o de remolacha. Estaba decidida, como no lo había estado en los últimos años, a que sus hijas volvieran a empezar con algo de dignidad. Les envolvió utensilios de cocina, herramientas, ropa y cuatro Biblias. Se las habían donado en el templo, una para cada uno de sus hijos. Elisabeth sentía que así los mandaba lo mejor preparados que podía. De todas formas, la tristeza la consumía. De la noche a la mañana sería una madre huérfana de hijos, se quedaría sola. Aun recordaba el parto de cada uno de ellos. El de María casi le quita la vida, pero salió adelante y pudo verlos crecer a todos. Siempre se sintió dichosa de que sus hijos tuvieran madre y padre vivos y que ni ella ni su marido tuvieran que emigrar como su antigua amiga, la mamá de Josh, que había dejado al pequeño con su madre para probar suerte en Prusia. Crecieron con privaciones, pero en familia.
Hoy era ella la que se quedaba para que los hijos se fueran a probar suerte a otros lugares. ¿Y si se fuera con ellos? Pensaba en esa posibilidad cada vez que se descubría llorando y temblando como una niña al pensar que en menos de un mes partirían para no volver a verlos. No voy a poder seguir viviendo sin ellas. ¡Que Dios me lleve antes! No puedo verlas ir. En el templo rezaba para irse con Dios y con su marido antes de que sus hijas partieran. Sentía que moriría de tristeza. El desgarro que comenzaba a sentir en el alma le hacía doler el cuerpo. El llanto se le atragantaba en la garganta a cada rato, pero lo ocultaba para no amargar a sus hijos.
Subir a un barco rumbo a lo desconocido era una hazaña digna de héroes con una entereza pocas veces probada. Desde el día en que los hijos le dijeron que se iban a la Confederación Argentina, no había vuelto a dormir. Ella era la madre, tenía que contener a esos hijos que se veían expulsados de su Suiza, de su Argovia, del cantón que los vio crecer pero que jamás les había compartido ninguna de sus riquezas. Ya se sentía muerta, atravesada por la oquedad, como Jesús en la Cruz. No podía imaginar cómo seguiría, cómo trabajaría, cómo se ganaría la vida. Su corazón de 65 años no resistiría tanto.
Pasó el mes de agosto entre preparativos de baúles, la cosecha de papa y la siembra de remolacha. Ulrich se casaría a mediados de septiembre y hasta la partida viviría en la casa de Catherine. La primera pérdida, la más fácil de llevar porque era apenas un cambio de casa, ya le costaba. ¿Cómo había pasado todo esto? ¿En qué momento el curso de su vida se alteró para siempre? Encima lejos, muy lejos. Un viaje imposible para ella, tan frágil.
La boda no trajo la alegría típica de los que comienzan una nueva vida. La felicidad de la novia daba paso a la tristeza por tener que dejar al padre. El novio preveía el desgarro de su madre y no podía evitar el llanto amargo. Catherine estaba realmente preciosa con su vestido negro, con los guantes, el tul que dejaba ver su cabello dorado y con el prendedor, pero sus ojos estaban acuosos. El carmín de los labios contrastaba con la palidez del rostro. Era la primera despedida, quizá la única, porque ni el padre de ella ni la madre de él tolerarían otra. Que llegara ese día de una buena vez o que no llegara nunca, pero que ese trance pasara.
—Todo listo—dijo María en voz alta, sin saber que solo su madre la escuchaba. Repasó la lista una vez más. Documentos, pasajes, baúles de ropa y zapatos. No era mucho lo que llevaban: los pocos regalos de bodas de Ulrich y Catherine, los vestidos y las telas que Elisabeth le había envuelto a sus tres hijas, algunos abrigos que les habían tejido campesinas del templo a cada una, gorritos, delantales, algunas herramientas de labranza, canastas de mimbre, un rifle, las Biblias, estampitas de Bruder Klaus, un retrato de la familia y un pequeño botiquín para los meses en alta mar. Eran cuatro mujeres y tendrían que afrontar sus períodos menstruales en condiciones más difíciles que las normales. Mucho algodón. Resina de pino. Algunas hojas de jengibre, albahaca y manzanilla para el dolor. Dos meses de travesía, ocho ciclos.
Dejarían Argovia en el tren que partía hacia Olten el 4 de octubre a las 11 de la mañana. A las 14 sería el trasbordo a Basilea. Ese mismo día, a las 22 horas, saldría el tren que cruzaría toda la Francia para llegar, a las 10 de la mañana del día siguiente, al Puerto de Dunquerque.

CAPÍTULO 2
Un largo viaje
Puerto de Dunquerque, Francia octubre de 1855
A María todavía le dolía el corazón. Despedirse de su madre había doblegado su ilusión y la había condenado a un llanto intermitente. Recordaba los detalles de esa despedida. Se abrazaron todos; después, uno por uno con ella y con el hermano que se quedaba. Se dijeron que se amaban, que jamás se olvidarían ni de ella ni del padre, que le agradecían cada día de su vida, que escribirían cartas todos los días, que volverían a visitarla, que se quedara tranquila, que ella podría ir a visitarlos a Santa Fe, que querían una vida con menos pobreza, con más esperanzas para ellos y las generaciones venideras. Anhelaban una casa que no les costara sembrar y cosechar papas ajenas una vida entera. Deseaban ser sus propios Señores , no estar siempre sujetos a la voluntad de otro, a los escasos alimentos que producían, a la incertidumbre de cada temporada. Aspiraban tener otra vida y esas autoridades de la naciente Confederación Argentina se las habían ofrecido. Casi no había dormido esa noche en el tren ya camino al puerto. Cada hora que pasaba indicaba más lejanía de su casa. Comenzaba a dudar si habían hecho bien. Su tristeza la asustaba; temía no poder sobrevivir sin su madre.
Читать дальше