María Cecilia Pérez Llana - Mujeres de mi historia

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En Argovia, cantón de la Suiza pre industrial de 1855, los campesinos tenían pocas posibilidades de revertir su pobreza. María Rey se entera por casualidad que la Confederación Argentina entrega tierras a aquellos agricultores europeos dispuestos a trabajarla. Meses después, ella y sus hermanos se embarcan en la gran hazaña de cruzar un océano y establecerse en Santa Fe. Las dificultades económicas de esa provincia, sumadas al conflicto latente con el Estado de Buenos Aires, impiden que se cumplan las condiciones del contrato firmado con María y los demás colonos.
En tanto, en Salsomagiore Italia, las rivalidades entre familias de comarcas vecinas y algunas amenazas de muerte, empujan a la aristocrática familia de Paulina Nicolini a emigrar y establecerse en la ciudad de Santa Fe. Allí reconstruirán a imagen y semejanza de su versión italiana, no solo la Joyería Nicolini, sino también las intrigas y las inequidades familiares que dejaron en Parma.
En la España de 1910, la pobreza y la desesperación del matrimonio Llana los llevan a usar sus pocos ahorros en un pasaje en tercera clase para mandar a su hija Aurora, de 10 años, a esa Argentina prometedora y rica.
El devenir cotidiano de estas mujeres inmigrantes y sus hijas se entreteje con las circunstancias políticas del país y entre ellas, unidas por lazos de fraternidad, crecerá el compromiso con la nación que las recibió.

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Cada día que se sentaba en la proa con sus libros, María notaba que alguien la observaba, sobre todo cuando Ulrich no la acompañaba porque Catherine no se sentía bien. Era el joven que había venido de Alemania, Johannes. Le parecía atractivo. No sabía cómo comportarse. Millas marítimas la alejaban de las convenciones sociales de la Suiza en la que había crecido. Atrás quedaba ese país en el cual el padre debía dar el permiso para que un joven visitara a una hija. Además, su padre se había muerto. Habían acordado con Ulrich que, si bien en los papeles el figuraría como el jefe de la familia, la sumisión al varón no sería la regla. Levantó la cabeza y lo vio más cerca. Había dado unos pasos hasta donde ella estaba. Lo miró, le sonrió y lo invitó a acompañarla.

Comenzaron las conversaciones entre María y Johannes. Ulrich aparecía cada vez menos por la proa. Estaba preocupado por Catherine, no sabía qué le pasaba, pero le angustiaba que durmiera mucho, que comiera poco y que vomitara casi todos los días. Las charlas en la cubierta se hicieron frecuentes y María hasta le enseñó algunas palabras en español: Hola, Santa Fe, contrato de colonización, labranza, agricultura, Biblia, Estados del Plata, familia, presidente Urquiza, gobernador Cullen.

En uno de esos días de sol tibio y viento cálido, apareció Elisabeth.

—María, Ulrich te llama, de hecho, nos está buscando a todas. Esta muy angustiado por Catherine. Está todo el día acostada y duerme más de lo normal.

Se disculpó con Johannes y fue a reunirse con ellos. Al entrar en la bodega, sintió un olor que le dio arcadas. Después de salir a vomitar, fue a pedirle a unos oficiales de la tripulación que encontraran la forma de hacer circular aire fresco en la bodega. Decidieron poner unas estacas sobre la tapa para mantenerla abierta y embolsar el viento. Una ráfaga de aire limpio y puro inundó el interior y logró abrir los ojos de Catherine. Respiró como si hubiera vuelto de la muerte.

—Catherine, cuéntanos qué te pasa. Estamos preocupadas. Puedes confiar en nosotras, somos tu familia—dijo Elisabeth, que comenzaba a sospechar que su cuñada estaba embarazada. Lisette le tomó la mano. La tenía sudorosa, como cuando una se siente descompuesta o muy nerviosa por alguna circunstancia.

—Tengo dolores de vientre y a veces sangro. Siento que me desgarro con cada puntada que me viene de golpe en el abdomen. No sé qué me pasa. —Las tres hermanas miraron a Ulrich, que estaba desconcertado y no lograba seguir el hilo de la conversación. Sus miradas eran tan amonestadoras que él bajó la vista sin darse cuenta. Ellas habían temido que Catherine quedara embarazada y que a las dificultades del viaje se sumara esa nueva situación.

—El período me debería haber venido cuando zarpamos de Dunquerque. Ya pasaron tres semanas de ese día y todavía no me bajó, pero tengo tantos dolores que en cualquier momento me llega la regla.

No había mucho que calcular. Se habían casado dos meses antes de embarcar y ya desde ese momento vivían juntos. El padre de Cathy había acondicionado un cuarto para ambos en la parte trasera de la casa. Él se había mudado al piso de arriba.

—Bueno Cathy, lo más probable es que estés embarazada—dijo Elisabeth. Al ver su cara de estupor, María rápidamente la abrazó, la felicitó y le dijo que dejara todo en manos del Señor. Si ese bebé tenía que llegar en ese momento, bienvenido sea. Sin embargo, no vislumbraba un buen pronóstico. Sabia por su madre que las pérdidas al comienzo eran señal de alarma. A eso se sumaba que Catherine no estaba bien alimentada y que el aire que respiraba era rancio. No quería ser pesimista, pero algo le decía que no sería un embarazo normal. Había poca agua, poca higiene y algunos pasajeros estaban con una tos muy fuerte. Tratarían de aislarla un poco. Deberían conversar con el capitán para que les diera un lugar más seguro dentro del barco, con más oxígeno.

A María ya le costaba sentarse en la proa a estudiar. Estaba preocupada por su cuñada porque cada día que pasaba la veía más desmejorada. En una de esas tantas mañanas iguales, Johannes se acercó y le dijo que su tía era partera, que podían contar con ella. María lo miró con alegría y le agradeció. Habría querido darle un beso, o un abrazo. Comenzaba a sentir algo por él y le gustaba su compañía, su conversación. Y ahora que él había hablado con su tía por su cuñada, más amor le despertaba.

El incipiente embarazo de Catherine había generado cambios en la familia. Ulrich maduró de golpe. Comenzaba a sentirse padre y a preocuparse cada vez más por la salud de su esposa. Le daba mucha ansiedad e impotencia no poder hacer nada para que ella estuviese mejor. Las cuñadas se turnaban para hacerle compañía. La tía de Johannes había recomendado que diera pequeños paseos por la cubierta, siempre que el mar estuviese tranquilo y que el resto del día hiciera reposo. El capitán les había conseguido un camarote para ella y Ulrich y procuró mejorar los alimentos que le daban, aunque mucha variedad no hubiese. Era el primer viaje que hacían con una embarazada a bordo y deseaban protegerla y que el mar no resultara una amenaza para esa nueva vida. Sin embargo, Catherine no se veía bien. Seguía con pérdidas y dolores muy agudos y en lugar de engordar, adelgazaba. Estaba asustada. Pensaba en el bebé, si nacería bien, si todas esas carencias de ultramar afectarían a su hijo. Un hijo… La emoción daba paso al terror, al dolor de saberse desamparada, en el medio del mar, sin posibilidades de visitar a un doctor. La ilusión sobrevivía, pero no se permitía aferrarse al bebé porque no sabía si llegaría. Su madre había perdido dos embarazos, y ella seguía sangrando. Se sentía culpable porque había usado casi todas las franelas y prendas tejidas de sus cuñadas. ¿Qué usarían ellas cuando les llegara el período? ¡La cuidaban tanto las tres! Se sentía bendecida por tenerlas y a la vez acongojada por llevarles solo problemas y usar sus cosas.

Habían pasado cuatro semanas de viaje y una desde la noticia del embarazo de Catherine. Era la primera vez que veían que los marineros replegaban las velas. El cielo estaba cubierto de nubes grises y bajas y a lo lejos se veían algunos relámpagos. El capitán convocó a los pasajeros para instruirlos acerca de lo que debían hacer en caso de que una posible tormenta se transformase en un temporal de olas de gran tamaño.

—Bajo ningún punto de vista deben salir de la bodega. Usen las sogas para atarse y traten de no tocar objetos metálicos. Sujeten todas las pertenencias para que no se deslicen hacia un lado y otro de la cabina. Las directivas fueron tan precisas y claras que todos habían comprendido lo que tenían que hacer, además de ponerse a rezar.

Según estimaba el capitán, la tormenta los alcanzaría en unas tres horas. Había tiempo para adelantarse al temporal, aunque no tuviesen ni la más remota idea de lo que esa tormenta iba a significar. Cuando el oleaje comenzó a crecer, cerraron la tapa. Quedaron todos en la bodega con la mayor cantidad de objetos atados. Se acostaron tratando de mantener la calma. Leer la Biblia era lo único que los ayudaba a conservar la paz y a controlar el miedo. Luego, con los ojos cerrados repetían las plegarias, se encomendaban al Señor y a Bruder Klaus le pedían que intercediera por ellos. En la cubierta solo habían quedado el capitán y los tripulantes más experimentados.

Las olas comenzaron a crecer hasta alcanzar un tamaño casi irreal. El barco se sacudía bruscamente de un lado a otro hasta casi quedar perpendicular al agua. El casco se pegaba al mar. Y cuando la ola impactaba de frente, el navío se alzaba casi a noventa grados para caer con todo su tonelaje cuando el embate pasaba. Los pasajeros eran arrojados de un extremo al otro de la bodega y no podían agarrarse de nada. Se golpeaban fuerte y sin poder evitarlo. Las cacerolas caían y se deslizaban por el piso y los baúles aplastaban a las personas que estaban caídas. La sacudida duró toda la noche. Las olas golpeaban con violencia las portas, la cubierta, los mástiles, todo lo que encontrara en su camino. Un bebé lloraba a los gritos. Las sobrinas de Johannes, como los otros niños, estaban aterradas. Un nene había caído desmayado de un golpe contra la escala y era imposible socorrer a los que se desplomaban por golpes, miedos o desmayos. El griterío era infernal y las madres trataban de rodear con sus brazos a todos sus hijos como escudo protector que los defendiera del próximo embate.

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