María-Milagros Rivera Garretas - La diferencia sexual en la historia

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Este libro tiene la arriesgada pretensión de ofrecer un pasaje a un lugar en el que apenas ha estado nadie. El lugar es la historia que está más allá de lo social, no en contra de lo social. En el siglo XX, el triunfo del pensamiento de izquierda -un pensamiento masculino espléndido- ha ido llevando a la gente a creer que toda la historia es social. Y, sin embargo, no es así, como han aprendido por experiencia y con padecimiento algunas feministas que, en la década de los setenta, empezaron a escribir historia de las mujeres guiadas, con ilusión, por el paradigma de lo social. Creían que todo cabía en él, también el sentido libre del ser mujer. Pero no cupo. Cupo el estereotipo de género femenino, es decir, cupo lo que en la vida de una mujer tiene que ver con el poder. Pero no cupo todo lo demás: no cupo la diferencia sexual. Porque el poder, importantísimo como, por desgracia, es, no ha ocupado nunca ni la historia entera ni la vida entera de nadie. En el paradigma de lo social no cupo nada o apenas nada del amor, es decir, de lo que hace historia orientado por la metáfora del corazón.

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Que la diferencia sexual se haya quedado fuera de la cultura universitaria y fuera de la política con poder, es una paradoja. La paradoja consiste en que todas y todos sabemos que somos mujer u hombre, todas y todos sabemos que en la vida, en la calle, en la historia, hay y sólo hay mujeres y hombres, niñas y niños: todas y todos sabemos que la naturaleza, frente a la máquina, es sexuada, siempre y en todas partes, como escribió la filósofa Luce Irigaray hace ya años. 8Y, sin embargo, cuando leemos un libro de historia o de filosofía o escuchamos un discurso político, este dato básico desaparece; y el sujeto de la historia, del pensamiento o de la política deja de ser una mujer, deja de ser, también, un hombre, para convertirse en un ente ficticio, en un neutro, que el feminismo de los años setenta del siglo XX llamó un neutro pretendidamente universal. 9

De esta manera, los libros de historia o de filosofía o de política pasan de lo que se puede llamar el régimen del dos, que es el que explica y expresa la vida corriente, al régimen del uno, que es el propio del pensamiento abstracto de la cultura universitaria occidental. 10Lo que el pensamiento abstracto abstrae en primer lugar es, precisamente, la diferencia de ser mujer y la diferencia de ser hombre: pues la diferencia sexual se presenta siempre y sólo en dos, femenina y masculina.

El proceso de transformación de la criatura humana sexuada en un sujeto neutro pretendidamente universal es un proceso propio, en Occidente, de la Edad moderna y de la Edad contemporánea. En la Europa medieval hubo una sensibilidad bastante grande hacia la diferencia humana primera. La cosmogonía feudal se formó en torno a dos principios creadores, cada uno de los cuales era percibido y entendido como de alcance cósmico: estos dos principios creadores eran el principio creador masculino y el principio creador femenino. Es la doctrina o enseñanza que en los siglos XII y XIII fue puesta en palabras con la expresión los dos infinitos; dos infinitos que eran Dios —el principio creador masculino— y la materia prima o materia primera —el principio creador femenino—. 11

La doctrina de los dos infinitos se asocia en la teología y en la historia medieval con la herejía amalriciana, que toma este nombre de Amalrico de Bène, un pensador muerto en 1206, que fue discípulo del traductor de Aristóteles al latín David de Dinant y, también, preceptor del que sería rey Luis VIII de Francia. La doctrina de los dos infinitos, en su versión amalriciana, fue calificada de herejía por el sínodo de París de 1210 y por el IV Concilio ecuménico de Letrán de 1215. Pero no desapareció del pensamiento europeo. Está bien documentado que el pensamiento de Amalrico era muy popular, en la primera mitad del siglo XIII, entre monjes y profesores, entre intérpretes de Bernardo de Claraval, entre las beguinas, en Ruysbroeck, en el movimiento del Libre Espíritu, en otras propuestas declaradas heréticas...: en general, en la teología medieval en lengua materna; 12y, más tarde, en Juan Huss, en Jerónimo de Praga, en Giordano Bruno, 13incluso —ya en el siglo XX— en Clarice Lispector... Esta genial escritora de lengua portuguesa brasileña escribió en 1944:

«¿En qué radicaba a fin de cuentas su divinidad? Hasta en las menos dotadas habla la sombra de aquel conocimiento que no se adquiere con la inteligencia. Inteligencia de las cosas ciegas. Poder de la piedra que al caer empuja a otra que va a caer en el mar y mata un pez. A veces se encontraba el mismo poder en mujeres recién madres y esposas, tímidas hembras del hombre, como la tía, como Armanda. Y, sin embargo, tenían una gran fuerza, la unidad en la flaqueza... Tal vez estaba exagerando, tal vez la divinidad de las mujeres no fuera específica y estaba sólo en el hecho de que existían. Sí, sí, ahí estaba la verdad: aquellas mujeres existían más que los demás, eran el símbolo de la cosa en la propia cosa. Y la mujer descubrió que era un misterio en sí misma. Había en todas ellas una cualidad de materia prima, alguna cosa que podía acabar definiéndose pero que jamás acababa haciéndolo porque su misma esencia era la del ‘cambio’. ¿A través de ella exactamente no se unía acaso el pasado al futuro y a todos los tiempos?».

Añade, más adelante: «No exagerar su importancia, en todo vientre de mujer puede nacer un hijo. ¡Qué bella y qué mujer es, serenamente materia-prima, a pesar de todas las otras mujeres!». 14

En Guillerma de Bohemia y en Margarita Porete, teólogas en lengua materna del siglo XIII, la herejía de Amalrico tomó la forma de la doctrina que probablemente sus detractores llamaron del «endiosamiento» o deificatio. 15Este pensar fue condenado por santo Tomás de Aquino. Según Tomás, había en su tiempo (él vivió entre 1225 y 1274) un pecado de idolatría consistente en creer que todo el mundo es Dios, «totum mundum esse Deum» —escribió en su Summa contra gentiles. 16Se refiere a los y las «endiosadas», es decir, a quienes creían en lo divino encarnado en la criatura, en su materia carnal.

En su Summa theologiae, Tomás condenó a quienes habían sostenido y sostenían la divinidad, la infinitud, de la materia primera, citando explícitamente a David de Dinant y a Amalrico de Bène. Escribe Tomás o santo Tomás: «Otros dijeron que Dios es el principio formal de todas las cosas. Y se dice que esta fue la opinión de los amalricianos, mas el tercer error fue de David de Dinant, que muy estúpidamente propuso que Dios es la materia primera». 17Intentó así Tomás reducir los dos infinitos de la cosmogonía feudal —Dios y la materia primera— a uno solo, Dios: además de condenar la enseñanza o doctrina que decía que la materia primera es un infinito.

La Europa moderna fue perdiendo el sentido de los dos infinitos a partir del siglo XIV y, más intensamente, a partir del siglo XVI. Lo hizo ayudada por las universidades, por el Humanismo y por los tribunales de la Inquisición, que se aplicaron en la llamada caza de brujas 18. De manera que, poco a poco, el principio creador femenino fue subsumido en el masculino; hasta desaparecer —no de la vida ni de la calle, pues sin él se detendría el mundo— sino del pensamiento universitario y de la política con poder. Esta pérdida llegó a su punto máximo en el siglo XX, con los totalitarismos; los totalitarismos intentaron erradicar o volver insignificantes también otras diferencias: el nacionalsocialismo o nazismo, con su antisemitismo y su persecución de la gente gitana y disidente, fue un ejemplo extremo del régimen o política del uno. El totalitarismo ha sido un pensamiento y una política terriblemente empobrecedora de la vida, porque las diferencias son una fuente de riqueza, una riqueza que es el fundamento del deseo, siendo, a su vez, el deseo lo que nos mantiene vivos y vivas.

¿Cómo se explica esta paradoja, este cancelar la Europa moderna y contemporánea la relación entre la diferencia sexual y el conocimiento y la política dotados de poder social?

Pienso que el siglo XVI inauguró una directriz histórica y política que fue la de despreciar y excluir la receptividad: despreciar y excluir la pasividad, el dejarse dar. Y, al mismo tiempo, concentrar la energía humana de la época en lo activo. Lo activo, o sea, el dar, dar cuando es solicitado y, también, cuando no lo es, cuando no se le pide nada a Europa. Esta directriz política está, en mi opinión, entre los orígenes del imperialismo moderno: es decir, entre los orígenes del imperialismo que transformaría a Europa en Occidente. Junto a lo activo, Europa favorece y apoya la autonomía, el no depender de nadie. Pero el cuerpo femenino se ajusta mal a los dos proyectos. Se ajusta mal porque es un cuerpo dispuesto a la receptividad. Es un cuerpo abierto a lo otro, un cuerpo abierto a lo distinto de sí: un cuerpo con capacidad de ser dos. El cuerpo masculino, en cambio, se ha sentido a gusto, al parecer, en una política fundada en la actividad y en la pretensión de autonomía.

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