María-Milagros Rivera Garretas - La diferencia sexual en la historia

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Este libro tiene la arriesgada pretensión de ofrecer un pasaje a un lugar en el que apenas ha estado nadie. El lugar es la historia que está más allá de lo social, no en contra de lo social. En el siglo XX, el triunfo del pensamiento de izquierda -un pensamiento masculino espléndido- ha ido llevando a la gente a creer que toda la historia es social. Y, sin embargo, no es así, como han aprendido por experiencia y con padecimiento algunas feministas que, en la década de los setenta, empezaron a escribir historia de las mujeres guiadas, con ilusión, por el paradigma de lo social. Creían que todo cabía en él, también el sentido libre del ser mujer. Pero no cupo. Cupo el estereotipo de género femenino, es decir, cupo lo que en la vida de una mujer tiene que ver con el poder. Pero no cupo todo lo demás: no cupo la diferencia sexual. Porque el poder, importantísimo como, por desgracia, es, no ha ocupado nunca ni la historia entera ni la vida entera de nadie. En el paradigma de lo social no cupo nada o apenas nada del amor, es decir, de lo que hace historia orientado por la metáfora del corazón.

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Para modificar el sentido y el valor de la vivencia personal del propio cuerpo, se enseñó, en primer lugar, que cada cuerpo humano, que es vivido por quien lo habita como uno, consta, en realidad, de dos entidades en lucha: el alma y el cuerpo. Se desplazó así la dualidad verdadera que es la diferencia de ser mujer u hombre, en una dualidad ficticia, que no responde a la experiencia. La propuesta es extraña y contradictoria, pues dividir el cuerpo en cuerpo y alma parece una tarea imposible, como es imposible dividir un pastel en ello y otra cosa. La contradicción indica, sin embargo, que hay un problema en la operación misma, y así lo recuerda la lengua.

Para construir esta dualidad ficticia —que tanto ha perseguido la historia de los hombres, llenándola de dualismos—, se usó la experiencia humana auténtica de presencia de la alteridad ya dentro de mí, alteridad u otro con lo que contrato mis decisiones y que me acompaña fielmente, abriéndome a la trascendencia.

Además de dividir el cuerpo humano en dos, fue introducido, en la vivencia del propio cuerpo, un elemento extraño: la jerarquía. Pues la dualidad ficticia cuerpo/alma dice que esas dos partes no son ni semejantes ni equivalentes, sino que una es superior y la otra inferior. El alma, como es sabido, ha sido considerada durante siglos superior al cuerpo. Asimismo, el cuerpo o materia son atribuidos más a la mujer y a la madre, autora de los cuerpos, ocultando que ella lo da a luz y lo dona a su hijo o hija entero, completo, uno y único.

Una traducción política de este pensamiento fue ideada, en la Atenas clásica, por Platón. Este filósofo sostuvo que el mundo está dividido en dos reinos: el reino de la generación y el reino de la filosofía. El reino de la generación sería —en su opinión— el inferior, el dedicado a la creación y recreación de la vida, el propio de las mujeres. El reino de la filosofía sería el superior, el entregado a la vida del espíritu, el masculino, un ámbito de la existencia al que la corporeidad estorba. Como es obvio, la corporeidad, que es la sede de la diferencia sexual, fue situada por Platón en el ámbito inferior, entre las condiciones que el hombre sabio debe superar porque estorban y obstaculizan su libertad. 21

Las elucubraciones políticas de Platón fueron pensadas en una época histórica de la que la literatura griega ha dejado como testimonio y recuerdo indeleble algunas tragedias sangrientas protagonizadas por mujeres: Medea, Antígona... Estas tragedias espeluznantes son un testimonio certero de cambios políticos cuya herencia seguimos padeciendo en el tiempo que llamamos nuestro, un tiempo en el que siguen siendo fielmente representadas y leídas, no tanto porque sean de composición bellísima sino porque la herida de la que dan cuenta sigue abierta y duele. Son tragedias que tratan de cambios políticos relativos al cuerpo humano y a las relaciones de los sexos y entre los sexos, cuerpos y relaciones que son el fundamento político de la vida y de la historia.

De la tragedia Antígona conservamos la versión de Sófocles, que no sería, ciertamente, la única. Antígona era hija del rey Edipo y de la reina Yocasta. Siendo una mujer joven, fue condenada a muerte, a morir enterrada viva, por desafiar a su tío Creón: le desafió enterrando a su hermano Polinices. Ella enterró a su hermano por amor a la madre y en reconocimiento de la genealogía materna, en reconocimiento de que él —Polinices— era hijo y obra de su madre. Antígona decide que debe ser enterrado aunque lo prohíba el poder, poder que no puede ir —entiende ella— en contra de la madre ni de la relación que a ella le vincula con su hermano. Pero el poder irá, a partir de ese momento histórico, en contra de la madre, precisamente con esta sencilla crudeza. Algo semejante ocurrirá con el conocimiento que el poder sostiene: irá llenándose de discursos que no hablan en lengua materna y, por tanto, no me traen lo real, no hacen en mí orden simbólico.

Antígona fue enterrada viva en el contexto del paso violento, en Grecia, de la monarquía a la democracia. La tragedia de Antígona recuerda que, con ella, fue enterrada viva la diferencia sexual, diferencia que estará desde entonces ausente de la forma política llamada democracia; aunque no de la vida y de los cuerpos.

María Zambrano, una mujer que escribió La tumba de Antígona cuando murió su hermana Araceli, entendió, sin embargo, que Antígona no murió en su tumba:

«Antígona, en verdad, no se suicidó en su tumba, según Sófocles, incurriendo en un inevitable error, nos cuenta. Mas ¿podía Antígona darse la muerte, ella que no había dispuesto nunca de su vida? No tuvo siquiera tiempo para reparar en sí misma. Despertada de su sueño de niña por el error de su padre y el suicidio de la madre, por la anomalía de su origen, por el exilio, obligada a servir de guía al padre ciego, rey-mendigo, inocente-culpable, hubo de entrar en la plenitud de la conciencia. El conflicto trágico la encontró virgen y la tomó enteramente para sí; creció dentro de él como una larva en su capullo. Sin ella el proceso trágico de la familia y de la ciudad no hubiera podido proseguir ni, menos aún, arrojar su sentido». 22

Sófocles, un hombre, entendió que, con Antígona, se quitó la vida el sentido libre de la diferencia de ser mujer, sentido que es libre cuando se enraiza en el orden simbólico de la madre. María Zambrano, una mujer, discrepa. ¿Qué quiere decir esto?

En la Grecia clásica, se dio un cambio político muy conocido y de grandes consecuencias para la historia de Occidente, un cambio que consistió en el nacimiento de la democracia con la fundación de la polis —la ciudad— como unidad de gobierno. La democracia nació en contra de la monarquía.

La democracia ateniense introdujo una novedad de enormes consecuencias políticas. Consistió en atribuirse, selectivamente, el origen del cuerpo humano. Decidió que la polis les daría el cuerpo a sus ciudadanos: sólo a sus ciudadanos, no a todos los hombres. Por ello, los ciudadanos tendrían, a su vez, que dar su cuerpo por la ciudad en caso de guerra. Ni las mujeres libres ni las esclavas ni esclavos recibieron su cuerpo de la ciudad y no tuvieron, por tanto, obligaciones militares para con ella. En la ciudad, el origen y la autoría del cuerpo de los ciudadanos le es negado, desde este momento, a su madre. Es este el trágico cambio que recuerda Antígona, cambio del que es heredero, por ejemplo, el hecho de que, todavía hoy, los parlamentos democráticos discutan y promulguen leyes sobre el aborto: como si el Estado democrático, y no cada madre, fuera el autor de los cuerpos; o el fracaso repetido de las luchas por la ciudadanía femenina, porque no es la ciudadanía lo que la democracia le tiene que restituir a una mujer: lo que le tiene que restituir es lo que le ha usurpado, es decir, la genealogía materna.

A Sófocles, el suicidio de Antígona en su tumba le resolvió el tremendo error de epistemología —o sea, la contradicción en las verdades superiores de su cultura— que el asunto le planteaba. María Zambrano, por su parte, supo que, sin el vínculo vivo de una hija con su madre, del que Antígona se hizo depositaria, vínculo que está más allá de las leyes del poder, no hay ni vida ni sentido del vivir ni política.

Cinco siglos después de la historia de Antígona, se dio otro cambio importante en lo relativo a la autoría del cuerpo humano. Este cambio lo trajo consigo el cristianismo. El cristianismo aportó la novedad de soste ner que el origen del cuerpo es Dios, no la ciudad (de aquí el célebre título La ciudad de Dios, de san Agustín de Hipona). Dios, además, da el cuerpo a cada criatura humana sin excepción, tanto a los hombres como a las mujeres, tanto a la población libre como a la población no libre.

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