María-Milagros Rivera Garretas - La diferencia sexual en la historia

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Este libro tiene la arriesgada pretensión de ofrecer un pasaje a un lugar en el que apenas ha estado nadie. El lugar es la historia que está más allá de lo social, no en contra de lo social. En el siglo XX, el triunfo del pensamiento de izquierda -un pensamiento masculino espléndido- ha ido llevando a la gente a creer que toda la historia es social. Y, sin embargo, no es así, como han aprendido por experiencia y con padecimiento algunas feministas que, en la década de los setenta, empezaron a escribir historia de las mujeres guiadas, con ilusión, por el paradigma de lo social. Creían que todo cabía en él, también el sentido libre del ser mujer. Pero no cupo. Cupo el estereotipo de género femenino, es decir, cupo lo que en la vida de una mujer tiene que ver con el poder. Pero no cupo todo lo demás: no cupo la diferencia sexual. Porque el poder, importantísimo como, por desgracia, es, no ha ocupado nunca ni la historia entera ni la vida entera de nadie. En el paradigma de lo social no cupo nada o apenas nada del amor, es decir, de lo que hace historia orientado por la metáfora del corazón.

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Llegó, sin embargo, un momento en los grupos de autoconciencia en que el hablar dejó de ser políticamente eficaz porque empezó a convertirse en un sustituto de lo real, aplazando sine die el momento del riesgo, momento que es, para una mujer, el de medirse con el mundo de los hombres fundando algo que dé el corte de la diferencia sexual. Carla Lonzi llegó a escribir (aunque sin percibir —creo— su ingrediente negativo) que «para las mujeres el amor es más hablar de amor que hacerlo o, si acaso, hacerlo como un hablar». 35Algunas mujeres de estos grupos inventaron entonces la «práctica del hacer». Lo hicieron las fundadoras de la Librería de mujeres de Milán. La práctica del hacer no consistió en ponerse a organizar cualquier cosa sin ton ni son, sino en fundar y sostener algo entre mujeres, como una librería, una editorial, una biblioteca, un club político..., poniendo en juego en el mundo, en relación dual de disparidad, un deseo, es decir, haciendo política del deseo. 36

Luego, el saber obtenido en la práctica del hacer iría siendo teorizado con ligereza, sin abstracciones ni sistemas, de un modo muy apegado a lo real, evitando en lo posible las mediaciones históricas construidas en la universidad aunque sin ir en contra de ellas. Pues no se trataba ni se trata de olvidar lo aprendido sino de ponerlo al servicio de la vida y de la libertad humana femenina.

Hablar de práctica marcó una separación radical entre los grupos de autoconciencia y los partidos políticos; porque los partidos políticos partían de principios, de directrices dadas, de consignas. La práctica, en cambio, es una o uno quien la hace, introduciendo así en la política una verdad viva, una verdad del propio yo, un yo que está dispuesto a transformarse: la transformación de sí es lo más radicalmente político. 37

La práctica de la diferencia nació de un malestar compartido; malestar que fue convertido, en los grupos de autoconciencia, en materia política. El malestar procedía del cuerpo. Era un malestar sin nombre que se manifestaba con síntomas de histeria, de depresión, de ansiedad, de drogodependencia, de fobias y miedos, de ajenidad con el mundo, de pánico a fracasar y a triunfar... Sabíamos que el psicoanálisis le había llamado a todo esto «exceso femenino», pero, en vez de vivirlo como el más que era, lo vivíamos como un menos. Lo vivíamos como un menos porque la histeria no da felicidad sino dolor, y nosotras queríamos (fue el signo de una generación) vivir el cuerpo con libertad y felicidad, sufriendo lo menos posible, porque nos pesaba la herencia de desprecio absoluto del cuerpo legada por las varias guerras mundiales que nos habían precedido.

De la práctica, ardua, minuciosa y confiada, de puesta en palabras entre mujeres del malestar sentido en el cuerpo, fue naciendo, en los grupos de autoconciencia, el pensamiento de la diferencia sexual. La teoría nació, pues, de la práctica de decir, sin andamios ni más red que la escucha de las mujeres del grupo y el amor al propio sentir, la verdad de un padecimiento vivido pero mudo. Por eso, la diferencia sexual fue reconocida como una pasión, «la pasión de la diferencia». 38Una pasión que Clarice Lispector (1925-1977) nos ayudó a reconocer con textos como este:

«¿Cómo diré ahora que ya entonces comenzaba a ver lo que sólo después sería evidente? Sin saber, estaba ya en la antesala de la habitación. Comenzaba ya a ver, y no sabía; he visto desde que nací y no sabía, no sabía. [...] Contemplaba yo lo que sólo tendría sentido más tarde; quiero decir, sólo más tarde tendría una profunda falta de sentido. Sólo después iba yo a entender: lo que parece falta de sentido es el sentido. Todo momento de ‘falta de sentido’ es exactamente la aterradora certidumbre de que allí hay un sentido, y que no solamente no capto, sino que no quiero porque no tengo garantías». 39

¿Cómo supimos que lo que decíamos era verdad, que las palabras expresaban fielmente lo que sentíamos? Contamos con dos pruebas científicas, de ciencia no positiva sino divina. 40Una fue el contrastarlo con la experiencia de otras mujeres, de lo otro que es mujer, en la extraordinaria invención política que fueron los grupos de autoconciencia. La otra prueba fue una sensación en la que confiamos: la sensación de que, cuando las palabras coinciden con el sentir, la epifanía de realidad que ello trae reevoca en mí la sensación de veracidad vivida al aprender a hablar, es decir, al pasar por primera vez por la experiencia, indeleble, de la coincidencia entre las palabras y las cosas, de la mano de mi madre o de quien ocupara su lugar, cuando me enseñó la lengua materna.

Al gran esfuerzo de significación que propone la práctica de la diferencia sexual, se le llama política de lo simbólico. Lo simbólico es distinto de lo ideológico. La ideología viene dada y, a veces, impuesta desde arriba, desde el poder, dentro de un sistema de fuerzas: quien tiene más fuerza hace triunfar su ideología. La ideología es, además, un corpus completo, más bien cerrado y muy bien articulado, que se recibe ya hecho para interpretar la realidad: un corpus que no debe modificar un militante sin peligro de caer en la heterodoxia o en la desviación.

En cambio, lo simbólico es el caudal de sentido que va aportando a cada cultura cada criatura humana viva, partiendo de sí, partiendo de su experiencia y yendo hacia lo otro. Simbólico puede hacerlo cualquiera, viva donde viva: porque para hacer simbólico basta con saber hablar y tener deseo de decir. En el hacer simbólico se mezclan los saberes que he recibido, los saberes que he aprendido, con el saber de mi experiencia. Entendiendo que cada criatura humana que nace aporta algo nuevo al mundo común.

No quiero decir con esto que el siglo XX, o el pensamiento de la diferencia, hayan inventado el saber de la experiencia. No, ya existían antes, también como pensamiento político: Teresa de Jesús, Juana Inés de la Cruz, las Preciosas, muchas amas de casa, son ejemplos. Lo nuevo fue el darle un reconocimiento muy grande en el hacer historia, en el hacer filosofía, en el hacer política, ciencia, etc., vinculadas con la universidad.

LA GENEALOGÍA FEMENINA Y MATERNA

A principios del siglo XX, el feminismo fue logrando, entre luchas y controversias de todo tipo 41, que fueran suprimidas las trabas formales que dificultaban o impedían el acceso de las mujeres a las universidades. Las mujeres de esa época quisieron estudiar en la universidad para poder ejercer abiertamente las profesiones que les atraían y, también, para transformar el conocimiento académico introduciendo en él la materia viva de la experiencia humana femenina, con toda su riqueza. Hoy, un siglo después, la universidad se ha feminizado, internacionalmente. Pero ocurre que las alumnas siguen sin reconocerse en el conocimiento que en ella se enseña 42.

Para transformar el conocimiento, no basta con estar en la universidad; de la misma manera que, para transformar la política, no basta con estar en los partidos o en los gobiernos. Estar es una posibilidad de inicio, nada más; la transformación se da cuando el sentido del lugar al que se ha llegado se deja dar y transformar por la experiencia y por los deseos de quienes acaban de llegar.

El proceso de feminización de la universidad comenzó en la generación del mayo francés, del mayo del 68. Fue esta generación la que empezó a sentir la necesidad de transformar el conocimiento universitario de manera que una mujer pudiera sentirse a gusto en él. Porque para algunas alumnas de esa época, el paso por la universidad —deseado y libre, como fue— resultó inesperadamente alienante y molesto. Lia Cigarini, por ejemplo, que estudió Derecho en la Universidad de Milán en los años 50/60, ha descrito su paso por la universidad como «una especie de pesadilla fálica». 43La alienación —como descubrimos algunas después— no consistió sólo en que las jóvenes de entonces nos reconociéramos en muy pocas cosas del conocimiento que nos era transmitido en las clases; la alienación radicó en la imposibilidad de que ese conocimiento —o sea, el conocimiento histórico, filosófico, literario, etc., que habíamos elegido— pudiera nacer en cada una de nosotras. Si el conocimiento no nace en mí, no me queda mas que repetir, glosar y transmitir, con palabras más o menos prestadas, un corpus ya muerto: o sea, una auténtica pesadilla.

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