Las autoridades intentaron paliar esta situación con diversos expedientes, algunos tan peregrinos como el de fundar colonias, al modo de los griegos y romanos de la Antigüedad, que permitieran desagüar el excedente demográfico a las islas vecinas de Ischia, Prócida y Capri. Cuando nada funcionabla, sólo quedaba la asistencia social. Los propios virreyes trataron de dar ejemplo organizando, en fiestas señaladas del calendario, banquetes para menesterosos en su palacio. Aunque no faltó quien trató de darle más consistencia a esta práctica de la caridad cristiana. Así, Pedro Antonio de Aragón fundó un hospital para los pobres “ch’ andavano medicando per la Città”. Aunque nunca estuvo claro si el verdadero objetivo era aliviar los males de la aterradora masa de menesterosos o protegerse de las alteraciones del orden público que ello provocaba. A fin de cuentas, “la miseria se ha multiplicado tanto en nuestro tiempo y los pobres han aumentado tanto que diez hospicios no bastarían para encerrar la mitad”. 9
fig. 1.6 Mapa del reino de Nápoles con sus provincias.
No era de extrañar que ante una demostración tan colosal de incapacidad, los napolitanos se sintieran especialmente impulsados a elevar la vista a lo alto esperando el remedio que sus gobernantes nunca les proporcionarían. Entonces como ahora, la ciudad albergaba la mayor concentración de iglesias de Europa, por encima incluso de Roma. Muchos estarían dispuestos a defender que este era el resultado de la voluntad del cielo. La mayoría tenían su origen en signos milagrosos que nadie osaba cuestionar. Nadie creía tanto en los milagros como los napolitanos. Y en ninguna otra parte el calendario religioso estaba jalonado por el recuerdo de tantos acontecimientos extraordinarios. ¿Qué se podía esperar de un lugar cuyo santo patrón hacía cosas tan asombrosas como San Gennaro, el obispo decapitado en Pozzuoli durante la persecución de Diocleciano? Su sangre coagulada volvía a licuarse milagrosamente al menos dos veces cada año. En 1631 todos quedaron convencidos de que había sido su intercesión la que había logrado frenar el río de lava expulsada por el Vesubio justo en el Ponte della Maddalena, a las puertas de la ciudad. A partir de entonces, la sangre del mártir empezó a licuarse anualmente el día en que eso ocurrió.
Aunque era tanto el trabajo, que San Gennaro no se bastaba para proteger a los napolitanos. La lista de reliquias de los santos más diversos custodiadas en sus iglesias era tan larga como asombrosa: cabellos y leche de la Virgen, el dedo de san Juan Bautista, las piernas de san Andrés, un brazo de santa Catalina, la cabeza de santa Cristina. Ni que decir tiene que una religiosidad fundada en esta clase de convicciones se ajustaba mal a las directrices de la autoridad. Máxime si esta provenía de Roma. Los napolitanos no tenían nada que aprender de las engreídas autoridades romanas siempre empeñadas en imponer sus modos de comunicarse con la divinidad. En el convento de San Domenico Maggiore, el mismo en el que se había formado Tomás de Aquino, habían vivido también Tomaso Campanella y Giordano Bruno cuyo amigo, el dramaturgo y científico Giambattista Della Porta, uno de los pensadores más originales e incómodos de su tiempo, conocía bien, como los dos anteriores, el adusto rostro de los inquisidores. Sólo faltaba que los españoles vinieran ahora con la absurda pretensión de introducir su propia Inquisición. Los dos intentos de hacerlo, en 1510 y 1547, acabaron en violentas alteraciones del orden.
Resultaba inevitable que un mundo tan denso y variopinto como este generara niveles de conflictividad muy superiores a los de otros lugares. La corte de la Vicaria estaba permanentemente desbordada por la cantidad de pleitos que llegaban a sus oficinas y sus calabozos, en el antiguo palacio real de Castel Capuano, a reventar con los más de tres mil presos que, por término medio, alojaba durante las primeras décadas del siglo XVII. Sin duda, los tribunales constituían “un inmenso popolo di litiganti, di procuratori, d´avvocati e di giudici”. 10Una ciudad dentro de la ciudad. Sólo la Vicaria daba trabajo a más de quinientas personas. fig. 1.7Más modesta, la corte municipal de San Lorenzo mantenía a unas ciento treinta. No era poco. Según algunos cálculos, en Nápoles se buscaban la vida unos mil notarios y alrededor de cuatro mil escribanos. En la gran peste de 1656 murieron dos mil novecientos trabajadores de la industria local más importante, la de la seda; pero también dos mil quinientos escribanos. Todo un indicador. Al menos desde el punto de vista cuantitativo, la calificación del sistema político napolitano como una “respublica dei togati” resulta de lo más ajustado a la realidad. 11
El duque de Osuna pensó que el problema se solucionaba mediante una aplicación directa de la justicia; así, ordenó que le fueran presentados los detenidos para, después de escucharlos brevemente, dictar sentencias según su parecer. Este modo brutal de actuar le llevó a chocar con una de las tradiciones jurídicas más desarrolladas y sofisticadas del continente y contribuyó a alimentar la idea de la barbarie de los gobernantes españoles.
La incapacidad de este aparato hipertrofiado de control social para contener los estallidos periódicos de violencia popular resultaba manifiesta. Mucho antes de la revuelta que en 1647 estuvo a punto de poner punto y final a la dominación española en el reino, los virreyes habían tenido que hacer frente a manifestaciones de descontento que casi formaban parte del calendario local. Y aunque ninguna alcanzó la violencia de la de 1585, cuando el representante del seggio popular fue linchado en la iglesia de Sant’Agostino y posteriormente descuartizado por haber consentido una subida desmesurada del precio del pan a la vez que se autorizaba la exportación de trigo a España, los virreyes sabían que las condiciones para que eso ocurriera no habían variado demasiado. Fabio Frezza consideró que el carácter “inquieto, turbio y dispuestísimo a la sublevación” del pueblo napolitano, era la causa principal de que hubiera aceptado y luego rechazado tanto dominadores diferentes. Aquellos virreyes que lograran finalizar sus mandatos sin haber tenido que plantar soldados frente a la población local podían regresar satisfechos. Aunque, quizá, para muchos de ellos, las cosas podrían haber ido de otro modo si en vez de contemplar el espectáculo que se les ofrecía con las lentes de densos prejuicios hubieran observado directamente la realidad.
fig. 1.7 Autor desconocido, Il tribunale della Vicaria . Nápoles, Museo de San Martino.
Como buenos imperialistas, los españoles tuvieron una visión de los napolitanos saturada de tópicos. “En general no son aplicados al trabajo; resisten y sufren poco; son inclinados al ocio y vicio, a pasatiempos y deleites; conténtanse con poco y los que no tienen con que mantenerse dan en ladrones; así hay muchos y no poco sutiles”, escribió uno de ellos en 1617. Diez años más tarde, una relación dirigida al V duque de Alba volvía a incidir en el empleo de términos similares: “La gente napolitana guarda poca fe y menos palabra, es atrevida, fanfarrona y de gran presunción y si no se les pone bocado que sujete al primero, después ni aun con cabezal muy áspero entran en la escuela y disciplina. Son pleitistas, invencioneros y generalmente muy engañosos y no hay artificio que no usen quando han menester y después de recibido el beneficio tampoco se acuerdan que está en el mundo quien se lo hizo y saben por excelencia tener uno en la lengua y otro en el corazón”. 12Ni que decir tiene que esta clase de desprecios ayudaba poco a capturar la dimensión real de los problemas.
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