Joan-Lluís Palos Peñarroya - La mirada italiana

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Con viento favorable, la distancia desde Gaeta podía salvarse en apenas una jornada. Después de haber recibido la bienvenida en el viejo castillo que custodiaba la entrada del Reame, las galeras que transportaban a los virreyes hacia su nuevo destino, se adentraban en la región de la fábula, morada de los dioses y solaz de antiguos emperadores. Nápoles se hallaba en uno de los lugares más hermosos del mundo que, ya desde los tiempos en que era una colonia griega, había ejercido una irresistible fascinación en sus visitantes. Gracias a los virreyes, Nápoles se convirtió en una cantera de artistas que trabajaron intensamente para la corona española, y sobre todo, en el puente a través del cual la gran cultura de Italia llegó a la corte de Madrid y proporcionó la horma para modelar la imagen pública de los monarcas. La mirada italiana.

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Para mantener a raya a semejante caterva, los virreyes contaban con un contingente militar que en las primeras décadas del siglo XVII oscilaba sobre los 24.000 soldados. Muchos de ellos estaban asignados a los 27 presidios distribuidos por las provincias y otros al servicio de las 30 galeras que trataban de proteger las posiciones de la monarquía en la aguas del Mediterráneo central. Pero la mayoría residían en la propia ciudad donde formaban, junto con el pelotón de servidores de la administración y el tropel de arribistas atraídos por el olor de las prebendas, un submundo generalmente aislado de la población local. La creación de un barrio específico para los españoles respondía también a una necesidad de orden público, “porque de internarse mucho los españoles en la ciudad, se han derivado infinitas desgracias”. Quizá no siempre por culpa de sus naturales.

Nápoles, “la más rica y más viciosa ciudad que había en todo el universo mundo”, como la había definido con conocimiento de causa Miguel de Cervantes, era el lugar adecuado para hacer las delicias de diablos aventureros como Diego Duque de Estrada y el capitán Alonso de Contreras, siempre con una mano en la empuñadura de la espada y la otra en la jarra del buen vino de la hostería de Cerriglio. La misma donde a punto estuvo de desangrarse Michelangelo Merisi da Caravaggio.

Y eso que pocas personas habían necesitado tan poco tiempo como él para entender la esencia de ese rincón del mundo en el que la grandeza y la ruindad convivían en un espacio tan reducido. Había llegado a Nápoles en otoño de 1606, huyendo de la justicia romana que lo acusaba del asesinato de un esbirro papal en una de sus múltiples reyertas nocturnas en las inmediaciones de Piazza Navona. Como era su costumbre, y más tratándose de un fugitivo de Roma, la ciudad lo acogió con los brazos abiertos. A fin de cuentas, ¿no era la caridad cristiana uno de los temas preferidos por los predicadores que hacían tronar su voz desde los púlpitos de sus numerosas iglesias? “Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt, 25, 35-36).

Estas palabras del Evangelio de Marcos habían tocado el corazón de un grupo de siete cachorros de sus mejores familias –Sersale, Gambacorta, Lagni, Agnese, D’Alessandro, Pisicelli y Manso– todos ellos menores de treinta años, que en 1601 decidieron crear su propia organización asistencial. 13Cada viernes descenderían desde sus acomodadas residencias a las cloacas de la gran urbe para desempeñar la misión evangélica de alimentar a los pobres, cuidar a los enfermos, asistir a los moribundos y atender a los prisioneros. Cinco años después, el Pio Monte della Misericordia había conseguido multiplicar de forma admirable tanto sus afiliados como los recursos económicos disponibles para su benéfica actividad. Había llegado el momento de abandonar el centro de operaciones en el Ospedale degli Incurabili para disponer de sus propios locales, junto al Duomo, y, por supuesto, ampliar con una más la larga nómina de capillas ya existentes. El pintor proscrito iba a ser el encargado de realizar el cuadro que presidiría el altar. El tema, claro está, las obras de misericordia prescritas por el evangelio a la que se le añadiría la de enterrar a los muertos, algo que en la ciudad constituía un verdadero problema de salud pública. No sabemos cuánto tiempo dedicó el pintor a considerar el texto evangélico pero, de lo que podemos estar seguros es de que no fue tanto como el que invirtió en observar lo que tenía a su alrededor. fig. 1.8

fig 18 Michelangelo Merisi da Caravaggio Siete Obras de Misericordia óleo - фото 13

fig. 1.8 Michelangelo Merisi da Caravaggio, Siete Obras de Misericordia , óleo sobre tela. Nápoles, Iglesia del Pio Monte della Misericordia.

La escena se desarrollaba en un vicolo napolitano, quizá en el cercano barrio de Forcella donde la vida era (y es) tan barata, abarrotado de gente, cerrado y asfixiante, en el que las tinieblas eran súbitamente atravesadas por el resplandor de una antorcha que a duras penas permitía intuir el intenso drama humano que en él se desplegaba. A la izquierda, en un umbral oculto, un robusto posadero de nariz colorada recibía a un viajero con capa y bastón de caminante y una concha de peregrino en el sombrero de ala ancha. Detrás, un barbudo sansón bebía agua ávidamente, con tanta ordinariez que más de un espectador mojigato se quedó horrorizado al contemplarlo. Debajo, en el ángulo inferior izquierdo, dos figuras inseparables del paisaje napolitano, un inválido con su muleta acurrucado en la sombra, casi invisible, y un lazzarone descalzo y medio desnudo sentado en el suelo. Un joven bravo de sombrero emplumado, con camisa de seda color damasco y puños fruncidos, cortaba por la mitad su larga capa para repartirla entre los menesterosos expectantes. Sin duda simbolizaba a los jóvenes fundadores de la caritativa empresa. El espacio parecía abrirse algo en la zona derecha. Entre los barrotes de la prisión, un anciano hambriento sacaba la cabeza para mamar del pecho de su hija que se sostenía el vestido lo mejor que podía mientras miraba a su alrededor, por encima del hombro, con la boca de carnosos labios entreabierta, preparada para lanzar una estocada verbal, al más genuino estilo napolitano, contra el primer graciosillo que se atreviera a proferir un comentario inoportuno. Aunque no parecía que el causante del ruido que la hija del prisionero había oído a su espalda, tuviera intención de hacer nada semejante. Bastante tenía el pobre con transportar el cadáver semioculto en la oscuridad cuyos pies sostenía entre sus manos. Acompañando al difunto, un diácono sujetaba una antorcha mientras salmodiaba las oraciones previstas por la Iglesia para la ocasión.

En la parte superior del cuadro, entre un torbellino de alas de ángeles contorsionistas, una mujer con su hijo pequeño en brazos les contemplaba. La Virgen era una mujer napolitana de una belleza que cortaba el aliento, pero con la mala costumbre, tan extendida en la ciudad, de matar las horas fisgoneando desde la ventana y, si se terciaba, tomar partido con salomónica seguridad. A pesar de su tierna edad, el niño, como la inmensa mayoría de los mocosos que con el trasero al aire correteaban por los patios y callejuelas apestosas, ya lo ha visto todo en la vida. Lejos de expresar la menor repugnancia por el drama que discurría ante él, agradecía el entretenimiento con la sonrisa que los niños de hoy día reservan para los cómics y películas de animación.

Éste era, en conjunto, un retablo a la solidaridad profundamente solipsista. Cada quien parecía encerrado en sus propios pensamientos como correspondía a un mundo en el que la lucha por la supervivencia exigía la máxima concentración. La hija cumplía hoscamente con el deber de alimentar a su padre; el posadero atendía con indiferencia su negocio de proporcionar hospedaje; el bravo expresaba una tristeza infinita por el espectáculo que tenía antes sus ojos y el enterrador y el diácono estaban demasiado acostumbrados a la muerte como para inmutarse demasiado por lo que les tocaba hacer. Así era la vida en Nápoles donde poco más quedaba que abrigar la esperanza de la ayuda que llegaría de lo alto.

1. García Chico, E., Documentos para el estudio del arte en Castilla , Valladolid, 1946, vol. III, parte I, p. 393.

2. Raneo, J., Libro donde se trata de los virreyes lugartenientes del Reino de Napoles año 1634, CODOIN, vol. XXIII, compilado e ilustrado con notas de E. Fernández Navarrete, Madrid, 1853, p. 554 y ss.

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