Joan-Lluís Palos Peñarroya - La mirada italiana

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Con viento favorable, la distancia desde Gaeta podía salvarse en apenas una jornada. Después de haber recibido la bienvenida en el viejo castillo que custodiaba la entrada del Reame, las galeras que transportaban a los virreyes hacia su nuevo destino, se adentraban en la región de la fábula, morada de los dioses y solaz de antiguos emperadores. Nápoles se hallaba en uno de los lugares más hermosos del mundo que, ya desde los tiempos en que era una colonia griega, había ejercido una irresistible fascinación en sus visitantes. Gracias a los virreyes, Nápoles se convirtió en una cantera de artistas que trabajaron intensamente para la corona española, y sobre todo, en el puente a través del cual la gran cultura de Italia llegó a la corte de Madrid y proporcionó la horma para modelar la imagen pública de los monarcas. La mirada italiana.

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La promiscuidad física hacía que, si bien en Nápoles la vida no estaba menos jerarquizada que en otros lugares, hubiera más contacto entre las diferentes clases puesto que vivían más apretujados. Incluso la alta cultura se alimentaba de historias, canciones y representaciones populares como lo demostraba la obra de Giambattista Basile o el vigor demótico de los diálogos de Giordano Bruno.

Su puerto, el más activo de Italia, atraía una atareada comunidad de mercaderes y negociantes extranjeros que hacían de la ciudad un verdadero teatro de naciones: italianos provinentes de Génova, Florencia o Venecia, gentes venidas del otro lado de los Alpes, (alemanes, franceses, flamencos), del arco mediterraneo (griegos y albaneses) y de los más diversos lugares de Berbería, casi todos ellos organizados alrededor de sus respectivas iglesias nacionales. La afluencia constante de gentes del entorno, el tráfico marítimo internacional, las flotas pesqueras locales y la pléyade de agentes y ministros que merodeaban alrededor de la corte del virrey, hacían que la sociedad napolitana fuera heterogénea y estuviera menos aislada que la de cualquier otra ciudad del Mediterráneo. Sin duda alguna, Giulio Cesare Capaccio tenía razón: “Napoli è tutto il mondo”. 5

El club de los elegidos

Los napolitanos eran un pueblo acogedor, orgulloso de su apertura a las personas e ideas de la más diversa procedencia y su particular modo de recibir a los visitantes ilustres. Los virreyes tendrían pronto ocasión de comprobarlo. Los preparativos del ponte del mare , que cruzarían para entrar en la ciudad desde la galera atracada en el molo angoino , habían mantenido ocupados a los responsables municipales desde el momento preciso de recibir la noticia de cada relevo. Al son de las salvas disparadas desde los tres castillos de la ciudad, Castelnuovo, Dell’Ovo y Sant’Elmo, la ceremonia discurriría según una liturgia pautada hasta el menor detalle. Con el ingreso oficial daba inicio un ciclo de festejos que alternaba el ritual de las recepciones con los saraos en el palacio virreinal hasta culminar con la ceremonia de juramento en el Duomo. En el momento decisivo, cuando el secretario del reino leyera en voz alta y solemne la cédula de nombramiento, todos se pondrían en pie, “quitándose los sobreros y haciendo acatamiento como si estuviera presente la persona Real”.

El lunes 21 de abril de 1603, después de haber prestado juramento, don Juan Alfonso Pimentel de Herrera, VIII conde-duque de Benavente, se convirtió en el vigésimo tercer virrey del monarca católico en sus dominios de Nápoles. Se ubicaba así justo en el centro de una serie que había comenzado en 1505 con Gonzalo Fernández de Córdoba y concluiría en 1707 con Juan Manuel Fernández Pacheco, duque de Escalona. Doscientos años que marcaron profundamente la vida en los territorios meridionales de Italia.

Aunque estaba previsto que los mandatos de los virreyes tuvieran una duración de tres años, esta norma se aplicó en la práctica con bastante laxitud. De hecho, fueron muy pocos aquellos que se ajustaron a este lapso. Durante los cien años anteriores a la llegada de Benavente, algunos habían cubierto periodos mucho más prolongados hasta el punto de que tan sólo tres de ellos, Ramón de Cardona (1509-1522), don Pedro de Toledo (1532-1553) y el duque de Alcalá (1559-1571) sumaban casi medio siglo de permanencia en el puesto. Aunque esta práctica tendió a moderarse con el tiempo, no fue infrecuente que algunos fueran renovados por un segundo mandato. El propio Benavente gobernó durante algo más de dos trienios, al igual que luego lo harían don Pedro Fernández de Castro, VII conde de Lemos (1610-1616), don Antonio Álvarez de Toledo, V duque de Alba (1622-1629), don Ramiro Núñez de Guzmán, duque de Medina de las Torres (1636-1644), don Gaspar de Bracamonte y Guzmán, conde de Peñaranda (1658-1664), don Fernando Fajardo y Álvarez de Toledo, marqués de los Vélez (1675-1683), don Francisco de Benavides, marqués de Santisteban (1687-1696) –el único que a lo largo del siglo XVII completaría un tercer trienio– y, finalmente, don Luis Francisco de la Cerda y Aragón, duque de Medinaceli (1696-1702).

Este era un cargo reservado a los más conspicuos personajes de las mejores familias. Aunque esporádicamente se acudió al servicio de los príncipes de la Iglesia, salvo el cardenal Granvela (1571-1575), el resto tuvo un paso fugaz: el cardenal de la Cueva apenas estuvo unos meses en 1558, el cardenal Borja lo mismo en 1620 y, si bien los cardenales Zapata y de Aragón estuvieron algo más de tiempo, el primero entre 1620 y 1622 y el segundo entre 1665 y 1666, ninguno completó ni siquiera un trienio.

Durante las primeras décadas después de la conquista pareció como si en los planes de la corona estuviera el de vincular el reino a la aristocracia de la Corona de Aragón, como lo prueban los nombramientos de Juan de Aragón, conde de Ribagorza (1507-1509), Ramón de Cardona (1509-1522), Carlos de Lanuza (1522-1527) y Hugo de Moncada (1527-1528). Pero si esta práctica respondía a alguna clase de conducta premeditada, lo cierto es que cambió radicalmente a partir de 1532 con el nombramiento de don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca del Bierzo. Don Pedro, no solamente ejerció, con sus 21 años al frente del gobierno, el virreinato más largo de todo el domino español en Nápoles sino que inauguró el periodo de hegemonía de la alta nobleza castellana que se prolongaría hasta su final y abrió las puertas a uno de los clanes, el de los Álvarez de Toledo, que más hombres aportaría, en conjunto, al cargo virreinal. Todo ello, unido a una serie de decisiones determinantes, cuyos efectos se prolongarían durante décadas, lo convirtió, si duda alguna, en el más influyente de todos los virreyes que pasaron por el reino. La impresionante escultura orante que cubre su sepulcro en la iglesia de Santiago de los Españoles continua siendo hoy día una referencia capital de este periodo de la historia del Reame. fig. 1.5

fig 15 Giovanni Miriliano da Nola Anibal Caccavello y Giandomenico dAuria - фото 10

fig. 1.5 Giovanni Miriliano da Nola, Anibal Caccavello y Giandomenico d’Auria, Sepulcro de Pedro de Toledo en la iglesia de Santiago de los Españoles de Nápoles .

En el siglo y medio posterior a su muerte, la lista de los integrantes de la casa de Toledo incluyó nombres como los de su hijo Fadrique (1556-1558), el III duque de Alba (1555-1556) y su nieto, el V duque (1622-1629), otro Fadrique de Toledo (1671) y Fernando Fajardo y Álvarez de Toledo, marqués de los Vélez (1675-1683). Entre los linajes que aportaron más de un representante, se encontraron también dos duques de Osuna (1582-1586 y 1616-1620), dos duques de Alcalá (1559-1571 y 1629-1631), dos condes de Miranda o los hermanos Aragón, Pascual (1665-1666) y Pedro Antonio (1666-1671) que, además, ocuparon el cargo consecutivamente. Y por supuesto, los Lemos, padre y dos hijos que dominaron el panorama durante las dos primeras décadas del siglo XVII. La relación de Zúñigas que, entre ellos y ellas, recalaron en algún momento en Nápoles, incluiría, al menos a Juan de Zúñiga y Requesens, Juan de Zúñiga y Avellaneda, Manuel de Acevedo y Zúñiga, VI conde de Monterrey y las esposas del VI conde de Lemos y del conde de Benavente. Aunque, desde finales del Quinientos, ninguno tan bien representado como el clan de los Guzmán. El conde-duque de Olivares había nacido en Nápoles donde su padre fue, entre 1595 y 1599, el último de los virreyes de Felipe II. Sin duda ello contribuyó a persuadirle de la importancia de tener bien controlada esta parte de los dominios del rey. Así, en 1631 envió a su cuñado, el conde de Monterrey, que estuvo hasta 1636 cuando fue sustituido por su yerno, el duque de Medina de las Torres, que permaneció hasta 1644. Esta línea de conducta fue mantenida por su sobrino y sucesor en el valimiento, don Juan de Haro: en 1653 envió a don García de Haro-Sotomayor y Guzmán, conde de Castrillo, que se mantuvo en el puesto hasta que en 1658 fue reemplazado por otro miembro del linaje, don Gaspar de Bracamonte y Guzmán, conde de Peñaranda. Antes de concluir la centuria, el clan todavía enviaría a otro de los suyos, don Gaspar de Haro, marqués del Carpio (1683-1687), que logró superar a todos sus predecesores en la gestión del lujo y la ostentación. Desde luego, éste era un club selecto en el que muchos eran los llamados pero pocos los escogidos.

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