Joan-Lluís Palos Peñarroya - La mirada italiana

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Con viento favorable, la distancia desde Gaeta podía salvarse en apenas una jornada. Después de haber recibido la bienvenida en el viejo castillo que custodiaba la entrada del Reame, las galeras que transportaban a los virreyes hacia su nuevo destino, se adentraban en la región de la fábula, morada de los dioses y solaz de antiguos emperadores. Nápoles se hallaba en uno de los lugares más hermosos del mundo que, ya desde los tiempos en que era una colonia griega, había ejercido una irresistible fascinación en sus visitantes. Gracias a los virreyes, Nápoles se convirtió en una cantera de artistas que trabajaron intensamente para la corona española, y sobre todo, en el puente a través del cual la gran cultura de Italia llegó a la corte de Madrid y proporcionó la horma para modelar la imagen pública de los monarcas. La mirada italiana.

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Juntos, dedicamos mucho tiempo a recorrer las diversas estancias del palacio y a aventurar hipótesis. ¿Quién era el monarca que protagonizaba los acontecimientos descritos en la Sala degli Ambasciatori (aunque entonces ya sabía que, en realidad, esa era una designación introducida muy posteriormente para calificar lo que inicialmente había sido una galería)? ¿Fernando el Católico? ¿Ferrante I de Aragón? ¿los dos? ¿Por qué en ese mismo lugar había recuadros dedicados a la reina Mariana de Austria, difíciles de encajar, tanto por el tema que trataban como por su estilo, con el resto? ¿Qué relación podía haber entre los escudos heráldicos que se encontraban en las esquinas de la sala del Gran Capitán y la historia que en ella se narraba? ¿Qué habría debajo de la capa de pinturas del siglo XVIII que a todas luces recubría otra anterior? ¿Cuál debería ser la sala dedicada a la memoria del duque de Alba, desaparecida con el tiempo y en la que, según los cronistas locales, se había desmayado Masaniello durante la revuelta de 1647?

Sólo en un punto las intuiciones de Attilio Antonelli resultaron no ser del todo ajustadas a la realidad. Su convencimiento de que el Archivo General de Simancas y la Biblioteca Nacional de Madrid custodiaban la respuesta a estas y otras cuestiones acabó en una completa frustración. O, al menos, hasta ahora he sido incapaz de encontrarla. A diferencia de otros palacios oficiales construidos o remodelados por la Monarquía Católica durante la primera mitad del Seiscientos, como el del Buen Retiro y el Pardo en Madrid o el de Coudenberg en Bruselas, éste parecía haber emergido en un clima de absoluto silencio documental. Un silencio roto tan sólo por algunas noticias sueltas en los textos de escritores napolitanos coetáneos como Giulio Cesare Capaccio, Antonio Bulifon, Carlo Celano o Antonio Parrino que, por otro lado, como resultaba obvio, se dedicaron a copiarse entre sí. Sólo el Archivo Ducal de Alba, en el que todo fueron facilidades por parte de José Manuel Calderón, tuvo alguna conmiseración de mí y me proporcionó noticias indirectas, aunque muy insuficientes, sobre el mecenazgo ejercido en este edificio por los dos condes de Lemos que pasaron por Nápoles y el V duque de Alba. Ante este panorama, ¿qué otra cosa podía hacer sino observar una y otra vez las pinturas para tratar de extraer a partir de ellas la máxima información posible? ¿Podría llegar a construir un argumento explicativo basado casi exclusivamente en las informaciones proporcionadas por las propias imágenes? Desde luego, no parecía existir otra salida. Y merecía la pena intentarlo.

Ciertamente, en los últimos años se había producido una intensa reflexión sobre las posibilidades documentales de las imágenes en la investigación de los historiadores. Todavía no había sido publicado Eyewitnessing , el libro de Peter Burke que tan útiles servicios ha prestado a todos los que han tratado de aventurarse por estos procelosos vericuetos. Pero disponía, eso sí, de un buen número de consideraciones que señalaban alternativas a seguir. Unas, herederas de la teoría de la deconstrucción, ponían el énfasis en la verbalidad de los artefactos visuales que podían ser considerados como textos capaces de formar tropos e hilvanar un discurso iconográfico, clasificable según sus mecanismos de significación, que el historiador debería desentrañar a fin de obtener información sobre el entorno en que fueron creados, algo que requería una familiarización previa con los métodos de la semiótica; otras apelaban, con distintas variantes, a lo que Roger Chartier había calificado como la restitución , esto es, la recreación del marco cultural, aunque algunos preferirían hablar de la cultura visual , en el que estas imágenes fueron creadas y, sobre todo, recibidas por sus contemporáneos. La teoría de la recepción, que los historiadores del arte habían tomado prestada de la crítica textual de Hans Robert Jauss, se convertía así en un instrumento heurístico de la máxima importancia. Unas y otras aceptaban la advertencia de Ernst Gombrich sobre el riesgo de la sobreinterpretación, es decir, la tendencia desmesurada a descubrir supuestos mensajes simbólicos tras la epidermis de las pinturas; una tentación casi inevitable cuando no hay nada más a lo que agarrarse. Vaya por delante: no estoy completamente seguro de haber sido siempre capaz de superarla.

Pero, desde luego, esta clase de consideraciones nunca resultaron tan prácticas como el ejemplo de los pioneros que, asumiendo el riesgo, habían desbrozado el bosque y abierto la senda para que otros pudieran transitarla. Este libro hubiera sido muy distinto sin tres lecturas que, en momentos diferentes de su elaboración, actuaron como verdaderos libros de cabecera: La Pesquisa sobre Piero de Carlo Ginzburg, The Embarrassment of Riches de Simon Schama y, claro está, Un palacio para el rey , que tanta influencia ha tenido entre los historiadores de mi generación que nos hemos interesado por el papel de las artes en las tareas de gobierno.

Aun con todo, a lo largo del texto he tenido que recurrir, con más frecuencia de la que hubiera deseado, a expresiones condicionales del estilo del “podría”, “podría haber sido”, “debería”, “es probable que” o el especulativo “tal vez”. Mi estrategia ha consistido en aventurar las hipótesis más plausibles a partir del contexto y la comparación, confiando en que los virreyes de Nápoles hubieran seguido pautas de actuación semejantes a las de otros gobernantes de su tiempo, fuera en el marco de la propia monarquía como, más aún, en el de las señorías y repúblicas italianas que tanto llegaron a admirar.

Quizá por todo ello, he tenido ocasión de contraer un número tan elevado de deudas de gratitud. Durante mucho tiempo, todos aquellos que aspiren a conocer mejor las prácticas culturales de los gobernantes españoles en Nápoles estarán en deuda con Carlos J. Hernando. Sus múltiples estudios sobre el tema, desde su libro de referencia sobre el virrey Pedro de Toledo, han supuesto un cambio de perspectiva y una ampliación de los horizontes. Las conversaciones con Isabel Enciso en la cafetería de la Biblioteca Nacional de Madrid, mientras ella ultimaba su investigación sobre el virreinato napolitano del VII conde de Lemos y yo consumía las horas en la frustrante indagación de inexistentes indicios, me permitieron descubrir a uno de los personajes decisivos en la configuración del edificio y, supuestamente, también de las pinturas.

A lo largo de un proceso tan prolongado de gestación, este libro ha sufrido no pocas caídas del caballo en el camino de Damasco. La cena en la Fonda del Senyor Parellada con Piero Boccardo, que había venido a Barcelona para empaquetar el Ecce Homo de Caravaggio, exhibido en la magnífica exposición celebrada en el MNAC, fue decisiva para empreder la pista de la trama genovesa. El descubrimiento de la serie de retratos de los virreyes del Perú durante una visita al Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia en Lima, me ayudó a comprender el sentido de un tipo de galerías que, en Nápoles como en la mayor parte de los virreinatos de la Monarquía Católica, habían desparecido con el tiempo. Le estoy agradecido a Víctor Velezmoro por haberme facilitado algunas de las referencias que tan útiles me han sido para su interpretación.

Las conversaciones con Vincenzo Pacelli, sin duda uno de los mejores conocedores de la pintura napolitana del Seiscientos, me permitió situar el trabajo de Belisario Corenzio y Battistello Caracciolo, los dos principales pintores que trabajaron en el palacio, en el contexto de las prácticas decorativas en la ciudad. Gracias a las facilidades que me proporcionaron los responsables del Archivo del Monte Manso, y a la colaboración inestimable de Laura Palumbo, pude consultar el único testimonio escrito que hasta el presente ha podido ser localizado del proceso seguido para la elaboración de algunos de estos frescos. Monseñor Justo Mullor, por aquel entonces presidente de la Pontificia Academia Eclesiástica, la Escuela Diplomática del Vaticano, me llevó de la mano hasta la Sala Regia de los Palacios Apostólicos, algo que para mí significó no solamente la oportunidad de contemplar unas pinturas directamente emparentadas con las del palacio napolitano, sino también (él sabe los motivos) una vivencia irrepetible. Con Diana Carrió recorrimos diversos palacios en Florencia y Génova y dedicamos no pocas horas a aventurar el posible sentido de sus pinturas. Gracias a sus dotes de persuasión, en esta última ciudad logramos franquear la entrada de varios edificios que, por su uso privado, no se encuentran abiertos a los visitantes. Mi agradecimiento en este punto se dirige especialmente a los propietarios de Villa Paradiso, la antigua residencia de los Saluzzo con su magnífico salón y las dos loggias adyacentes en las que Lazzaro Tavarone evocó algunas de las gestas militares de la monarquía de España.

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