a mirada italiana
LA MIRADA ITALIANA
Un relato visual del imperio español
en la corte de sus virreyes en Nápoles (1600-1700)
Joan-Lluís Palos
Para A.G. que conoce la dureza de gestar
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© Joan-Lluís Palos, 2010
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2010
Publicacions de la Universitat de València
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publicacions@uv.es
Edición: Vicent Olmos
Diseño: Antoni Domènech
Ilustración de la sobrecubierta: Belisario Corenzio, Entra triumfante en Barcelona mcccclxxxx , fresco. Nápoles, Palazzo Reale, Galería.
ISBN: 978-84-370-8760-3
Índice general
Introducción: De juristas a pintores
Capítulo 1: Nápoles en la memoria
La morada de los dioses
El club de los elegidos
Esplendor y miseria
Capítulo 2: Un escenario italiano
El palacio nuevo de los virreyes de Nápoles
El orden y las ceremonias
Un imperio imaginado
Capítulo 3: La elocuencia de Alfonso el Magnánimo
Los historiadores complacientes
El ministro frente al espejo
El príncipe humanista
Capítulo 4: La invención de Fernando el Católico
El ocio y la ostentación
El tiempo alterado
El fundador de la monarquía
Capítulo 5: Las victorias del Gran Capitán
La fabricación del mito
La memoria custodiada
Apología del buen gobierno
Capítulo 6: Las batallas del viejo duque de Alba
Pintar historias
Productores de gloria
Pintar la guerra
Capítulo 7: El lugar de los virreyes
La restauración del dominio
La sala dei vicerè
La prueba del retrato
Capítulo 8: El viaje de Mariana
Mostrar y demostrar
Un relato para la celebración
Un relato para la argumentación
Capítulo 9: Patronos del pasado
Historias napolitanas
Discordias genovesas
Lenguajes caducos
Epílogo: Una corte virreinal
Sin noticias del rey
Una nueva Roma
Impostores
Fuentes y manuscritos
Bibliografía
Índice de imágenes
Índice onomástico
Introducción
De juristas a pintores
Cada día el mismo trayecto. Desde mi alojamiento en Via Crispi, casi enfrente de la que fuera villa de verano de Benedetto Croce, tomaba la dirección de Piedigrotta. A los pocos metros, torcía a la izquierda para enfilar la pronunciada pendiente de la Via dell’Arco Mirelli que, entre enormes esquelas (“E’ mancata all’affetto dei suoi cari Filomena Meoli, vedova Salemme...”) y ristras de ropa interior tendidas de uno a otro extremo, me conducía hacia la Riviera di Chiaia. Cada día los mismos cánticos procedentes del monasterio de las Carmelitas Descalzas, donde a esa hora de la mañana, la comunidad de religiosas celebraba la misa, siguiendo un modo particular de entender la clausura, con las puertas abiertas de par en par.
Ya en la riviera , tomaba el 140. A pesar de su desvencijado aspecto siempre me costó creer que aquéllos fueran los mismos tranvías desechados unas décadas antes en Barcelona. El trayecto, paralelo a la costa, entre viejos palacios y la Villa Comunale, el parque de recreo diseñado por Carlo Vanvitelli para Ferdiando IV en el último tercio del siglo XVIII, ofrecía una espectacular visión del golfo, con la imponente mole del Vesubio, siempre atento al discurrir de la agitada existencia que transcurría a sus pies.
Así que divisaba Castell dell’Ovo, la fortaleza medieval prodigiosamente engastada en un diminuto brazo de mar, sabía que había llegado mi parada. A través de las callejuelas del Borgo di Santa Lucia, el antiguo barrio de pescadores, ascendía la colina de Pizzofalcone, el monte Echia, donde se habían instalado los primeros pobladores de Parténope, con dirección a Piazza del Plebiscito. A los pies dejaba la dársena, cuya construcción a finales de la década de 1660 le había ocasionado tantas críticas al virrey Pedro Antonio de Aragón, ahora convertida en un puerto deportivo, escenario de la parásita existencia de los personajes de Ferito a Morte , la obra de Raffaele La Capria, sin duda uno de los momentos culminantes de la literatura napolitana del siglo XX.
Desde la plaza, enmarcada por el hemiciclo de treinta y ocho columnas que se abren desde la iglesia neoclásica de San Francesco di Paola, mi itinerario podía tomar diversas direcciones en función del objetivo de la jornada: la Biblioteca Nazionale, emplazada en una de las alas del palacio real, la Società Napoletana di Storia Patria, en el Maschio Angioino o, más allá, la Facoltà di Lettere en Via Mezzocanone donde encontraría a Giovanni Muto o el Istituto di Storia del Diritto e delle Istituzioni en Via Porta di Massa en el que, tan amablemente, Raffaele Ajello había puesto a mi disposición la nutrida biblioteca de textos legales napolitanos.
Discurrían los meses entre abril y julio de un año, ya lejano, de 1996. Por aquel entonces me encontraba hilvanando las últimas puntadas de mi estudio sobre los juristas catalanes del siglo XVII. Había viajado a Nápoles con la esperanza de encontrar nexos con i togati que, según había escrito Pierluigi Rovito, llegaron a organizar una verdadera Respublica dentro del sistema político del reino.
Ciertamente, desde las primeras conversaciones en su panorámica oficina de Castelnuovo, Giuseppe Galasso me había desengañando del empeño. Nápoles, me dijo, como muy bien acababa de estudiar Carlos J. Hernando, se había visto invadido por una ola castellanizadora durante el segundo cuarto del siglo XVI, coincidiendo con el gobierno del virrey Pedro de Toledo, que apenas había dejado vestigio alguno de los años en que los aragoneses impusieran su estilo.
Aun así, cada mañana recorría el mismo trayecto con la esperanza de encontrar alguna prueba que desmintiera lo que cada vez resultaba más evidente. Invariablemente, mi recorrido pasaba junto a la inmensa mole de ladrillo (más imponente todavía cuando se la divisaba desde el mar) del Palazzo Reale.
Lo confieso. Nunca llamó demasiado mi atención. Sabía que las salas de la biblioteca, aquel entrañable lugar donde los empleados apuraban sus cigarrillos en la sala de lectura y ninguna silla guardaba la proporción debida con la altura de las mesas, de modo que se pudiera trabajar con alguna comodidad, era el salón de baile del palacio. Más aún, llegué a pensar que si el resto del edificio era tan horroroso como lo que en ella podía verse, no merecería la pena el tiempo invertido en visitarlo. Y más, estando en una ciudad en la que, por muchas horas que dedicara, nunca conseguiría descubrir sino una pequeña parte de las fascinantes maravillas que ofrecía. fig. 0
Así llegó el final de mi primera estancia napolitana. El último día, después de haber conseguido cerrar las maletas y empaquetado las cajas con los libros, decidí dar mi último paseo por el centro, saborear un café más en Gambrinus y degustar una sfogliatela calda en Pintauro. Estaba seguro de que ese iba a ser mi último día en Nápoles, si no de toda mi vida, sí al menos durante mucho tiempo.
fig. 0 Nápoles, Palazzo Reale, fachada principal.
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