Ramón del Castillo - El jardín de los delirios

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Una crítica a las fantasías del naturalismo hípster
Desde pequeños nos trasmiten una forma de situarnos en el espacio: la naturaleza puede considerarse el lugar de aventuras épicas o el escenario del aburrimiento absoluto; puede ser un lugar para huir de la vida urbana, pero también
algo peligroso que evitar.
La naturaleza se ha ido convirtiendo en un objeto de adoración, pero el ecologismo no requiere del culto: la principal razón por la que se promueve el cuidado del medioambiente es egoísta.
La humanidad maneja la naturaleza a su antojo: ha creado una planta electrónica a la que cuidar como un Tamagotchi, vende islas artificiales con la forma de los continentes y sus países y en Nueva York ya existe también el Lowline, el primer parque subterráneo del mundo.

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Lo que Murphy llama “delirante” también tiene que ver con lo que otros llamaron el “fin de las utopías”: incluso la tecnología visionaria de Fuller era eso, demasiado visionaria (no es extraño que al cabo de los años Koolhaas vindicará el espíritu del ingeniero, luego lo veremos). El argumento de Fuller de que los políticos están incapacitados para entender y tratar temas ambientales fue usado por los propios políticos para transformar la crisis ecológica de una cuestión social a una cuestión puramente técnica y burocrática (Murphy, 2017: 181). Por otro lado, el argumento de los ecologistas de izquierdas, según el cual la crisis ecológica tenía raíces sociales, era una auténtica crisis política, empezó a ceder a favor de una ética ecológica, no revolucionaria, menos universal, guiada –como dice Murphy– por lemas tan edificantes como que el saneamiento global empieza por el cuidado local (tending one’s own garden). Bookchin quería mantener alejada a la ecología de la nueva espiritualidad, y apelar a la racionalidad de la tecnología podía ayudar, pero no siempre. Algunas corrientes espirituales podían estar contra la técnica, pero las nuevas religiones que tanto temía Bookchin eran flexibles y ahí estaba el problema. La ta (Tecnología Adecuada), como la llama Schumacher, “empezó a ser vista como parte de la New Age. La eficiencia energética, la vida autosuficiente (off-the-grid) y otras prácticas similares se asociaron rápidamente con las piedras calientes, las terapias alternativas, la meditación trascendental, así como con el ‘hazlo tú mismo’ y la artesanía rústica (down-to-earth). Era sumamente improbable que, al lado de estas cosas, las cuestiones sociales a gran escala pudieran parecer relevantes [y muy previsible] que la gente solo se volcara en sí misma” (Murphy, 2017: 76).

Después de toda esta conversación, ¿hemos perdido el hilo? No. Empezamos hablando de las diferencias entre los anarquistas franceses y los estadounidenses en los años sesenta. Luego dimos a entender que los situacionistas habían sido más poetas que técnicos. Pero al final hemos acabado concluyendo que las ecotecnologías anticapitalistas que ensayaron los anarquistas pasaron a mejor vida cuando la conciencia ecológica se generalizó a través de campañas gubernamentales e internacionales y la naturaleza se convirtió en el nuevo foco de atención del mercado de la religión y de la religión del mercado.

53Agradezco a Alfonso Cuenca que me recordara esta hilarante escena.

54Mi postura ha sido calificada de amargada porque no pierdo la ocasión, e incluso parece que gozo con ello, de mostrar cómo algo que pasa por natural no lo es tanto. Debo insistir en que este “vicio” no me ha impedido disfrutar de experiencias sumamente gratificantes en espacios naturales. No deja de ser curioso que los mismos que me criticaban por atacar la espontaneidad y la naturalidad fueran los que acabaron teniendo experiencias bastante predecibles en plena naturaleza, epifanías de bote, éxtasis prefabricados. Estos optimistas naturalistas parecían ansiosos por experimentar un alto grado de autenticidad, tanta como la que atribuían a la naturaleza con la que decían reconectarse. En cambio, los descreídos y superficiales que no creíamos en ningún tipo de autenticidad, gozábamos infinitamente de la naturaleza solo que de forma más relajada, sin tanta presión.

55Después de traducir The Idea of Culture (2000) de Terry Eagleton (que en realidad también es un libro sobre la idea de naturaleza), volví a estudiar On Materialism (1970) de Sebastiano Timpanaro y descubrí What Is Nature: Culture, Politics and the Non-Human (1995) de Kate Soper (1995). Mientras escribía sobre utopía y ciencia ficción en la obra de Raymond Williams, volví a pensar en la influencia del socialismo naturalista británico en sus ideas sobre progreso y ecología (Hacia el año 2000, Barcelona, Crítica, 1984). La ecología empezó a tener más presencia en el marxismo desde los años setenta, cuando distintos foros internacionales publicaron predicciones sobre la crisis ambiental (véase la crónica de John Bellamy Foster en La ecología de Marx. Materialismo y Naturaleza, 2000). Con todo, el estudio que me ayudó a entender mejor la relación entre la idea de naturaleza y el modo de producción capitalista lo descubrí antes y procedía del mundo de la geografía. Era el de Neil Smith y Phil O’Keefe, que criticaban no solo el enfoque dual de Alfred Schmidt, sino también el concepto de producción del espacio de Henri Lefebvre (“Geography, Marx and the Concept of Nature”, Antipode, vol. 12, 2, 1980, pp. 30-39).

56Como dijo Jameson, captar como histórico lo que suele pasar por natural implica, entre otras cosas, una afirmación de la libertad porque si en última instancia todo ha sido construido por los seres humanos a largo de la historia, entonces esos mismos seres también podrían llegar a cambiarlo todo. La asociación del historicismo con el determinismo es simplemente absurda. Otra afirmación marxista (de Terry Eagleton) relacionada con la anterior es que es más difícil cambiar hábitos humanos (que pasan por naturales) que fenómenos naturales. Hemos desarrollado poderes descomunales que nos permiten modificar la naturaleza (y que hasta podrían conducir al fin del mundo), pero no parece que seamos tan eficaces modificando la naturaleza histórica humana, los hábitos que hemos adquirido a lo largo de la historia. Eso explica justamente que sea más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

57Durante años he oído decir a amigos socialdemócratas que la crítica cultural marxista es desalentadora, pero los marxistas que yo he tratado no son gente amargada o desilusionada. Otra cosa es cómo conciben el futuro. Estar convencido de que el fin del mundo es más probable que el fin del capitalismo no te convierte en un pesimista. Al contrario, si ese es el futuro que se nos viene encima, entonces el pesimismo es un lujo que no nos podemos permitir (la frase es de Galeano y la cita a veces Jameson). Sin embargo, esto no significa que actuemos como se esperaría de un optimista. Por cierto, la matización que Jameson dio a la frase popular no se suele percibir. En “La ciudad futura” (New Left Review, 21, p. 103), dijo exactamente: “Alguien dijo una vez que era más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo. Ahora podemos corregir esta afirmación y asistir al intento de imaginar el capitalismo a través de la imaginación del fin del mundo”. La apostilla tiene su sentido: durante un tiempo se pudo imaginar un fin del mundo provocado por razones ajenas a la acción humana, ahora ya no. El capitalismo es el fin del mundo.

58La falta de ilusión y de esperanza, llámesele como se quiera, no genera infelicidad, por mucho que algunos proclamen lo contrario y traten de hacer negocios bastante rentables confundiendo el hecho de estar feliz con el hecho de tener fe en algo. Eagleton dice que es posible tener esperanza sin el sentimiento de que las cosas en general vayan a salir bien. Un optimista, en cambio, es alguien con una actitud jovial, pero sin ninguna razón para estar feliz. O sea, según Eagleton, el optimista no usa la cabeza, sino que simplemente se deja llevar por su temperamento. Algunos no pueden evitar ser optimistas, igual que otros no pueden evitar ser pesimistas; por lo tanto –dice–, los dos son igual de fatalistas. El optimista está “encadenado a su jovialidad, como el esclavo a su remo” (Esperanza sin optimismo, Madrid, Taurus, 2016). La esperanza, en cambio, es capaz de seleccionar características de una situación que la hacen creíble. De lo contrario, solo sería un presentimiento. “La esperanza deber ser falible, mientras que la alegría temperamental no lo es” (ibíd.). Tal como lo pinta Eagleton, el optimista es poco menos que un idiota crónico al que nada puede convencer de que este mundo es una tragedia y, sobre todo, un satisfecho y un conformista. Eagleton simplifica las cosas, y su noción de esperanza aún conserva ecos religiosos.

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